Desde hace siglos, concretamente más o menos desde el siglo XVIII, hay un mantra que suele ir ligado a la evolución de la cultura romana a partir del siglo III: decadencia.
Esto es así porque una de las cosas que mueven al mundo son los clichés. En el estudio de la Historia los llamamos presupuestos históricos. Y todo relato está lleno de ellos. Se esconden en cada párrafo de una persona que ha escrito sobre un tema histórico. Todos los tenemos y los usamos, pero ¿qué son los presupuestos históricos? Básicamente, las ideas preconcebidas que, en mayor o menor medida, tenemos sobre cada cultura que pisa y ha pisado nuestro mundo. Vamos, lo que viene a ser un cliché, pero con un término académico.
Los hay tanto negativos como positivos. De ellos puede emanar racismo o admiración a partes iguales. Y todos los días jugamos con ellos cuando queremos intentar explicar algunas situaciones cotidianas. En el caso de ser un cliché o presupuesto positivo, lo usamos en nuestro argumentario diario para recalcar una idea que queramos defender. Por ejemplo, el sueño americano, para referirnos a irte a los EEUU a intentar hacerte rico. O la referencia a lo bucólico, que tanto autores clásicos como muchas personas hoy en día usan como término para idealizar la vida en el campo. Curiosamente, son esas mismas personas que luego, una vez llegan a un pueblo, intentan que una campana de iglesia no repique o un gallo no cante al amanecer. ¿Por qué sucede eso? Porque en tu cabeza has creado un presupuesto que idealiza la vida en el campo, basándote únicamente en alguna película romántica hollywoodiense tipo Un verano en la Toscana.
En la parte de los clichés negativos, tenemos sobre todo los referentes a culturas que en mayor o menor medida se consideran bárbaras, inferiores cultural o intelectualmente, o sencillamente al país vecino. Estos presupuestos, que ya Tácito usaba para explicar a los romanos del siglo II cosas sobre los germanos, los vemos hoy en día también en el cine o la literatura. Así, Roma y Grecia son nuestras culturas prototípicas, clásicas. De donde todo surge. Y las hacemos el centro de la Historia Universal. Mientras, si vemos una película sobre Egipto, solo se enfatizará lo referente a los misterios de sus dioses, la arena del desierto o la opulencia de unos pocos frente a la inmensa pobreza del pueblo. Como si en Roma nunca hubiera existido una mayoría pobre que soportase a una minoría con más derechos, privilegios y propiedades.
Esto llega a tal punto de convicción que no es raro encontrar aquí y allá a personas que hablan de un nosotros y un ellos omnisciente e histórico. Creen que de verdad son fruto de una única rama evolucionada desde la cultura romana o la helénica. Y a cualquier cultura que haya por en medio de esas dos, aunque en su actual país haya estado arraigada durante siglos, la ve como extraña.
La culpa de todo esto, como de otras muchas cosas, la tiene el siglo XIX. Bueno, más bien algunas de las personas que lo vivieron y decidieron investigar de una manera a la que hoy en día llamamos escuela positivista.
Debemos tener en cuenta que justo en el siglo XIX y tras la época de Napoleón llega la era de los nacionalismos. Y no, no son sólo los que alguno pueda pensar, que también tenemos nacionalismos centralistas y unificadores. Buena muestra de ello son la creación de las actuales Alemania e Italia en las décadas de 1860-1870. Cuando un país nacía como estado del llamado nuevo régimen debía crear su propia historia. Además, una historia llena de héroes y malvados. Y ahí, cada uno fue eligiendo personajes dependiendo de quiénes les convenían más, o pensaban que habían sido más importantes en su historia. Ése es justo el momento en el que se creó, en la Edad Contemporánea, nuestros “nosotros” y nuestros “ellos”. Basta con poner el ejemplo de la segunda mitad del siglo XIX y la elección de Boudica, reina de los icenos durante la conquista romana, como símbolo de una especie de protoestado britano, casualmente al mismo tiempo que en Reino Unido gobernaba la reina Victoria. O las elecciones de los héroes nacionales buscados en la antigüedad, como Arminio en Alemania, Vercingétorix en Francia, Viriato en España y Portugal, etc.
De repente, en la pintura historicista se trataban hechos que aparecían en autores clásicos, pero nadie se preguntaba si esos hechos pasaron de verdad o no. Simplemente se aceptaron. Nadie, o casi nadie, hizo una lectura crítica de esos relatos y se les dio validez porque eran básicos para que los nuevos estados tuvieran una justificación para existir. Y eso era válido hasta con las anécdotas más curiosas y posiblemente falsas.
Todos esos relatos que en el siglo XIX se dieron por buenos, en gran medida han llegado hasta nuestros días intactos. No en la Academia, puesto que la ciencia avanza y muchas cosas están ya superadas, pero sí a nivel social.
Esto no es un procedimiento únicamente del siglo XIX, pero nos sirve en gran medida para entender cosas de la política o la sociedad actuales. La creación del relato es algo básico para que los sistemas de gobierno se asienten en el territorio que quieren dominar y, efectivamente, en la antigua Roma también pasó.
Cuando Augusto llegó al poder en el último tercio del siglo I a.C. debía crear un relato que unificara las leyendas y tradiciones que pululaban sobre la fundación de Roma y su desarrollo hasta, por lo menos, las guerras púnicas. Por eso es que hoy en día conservamos parcialmente una obra llamada Ab urbe condita, escrita en esa época por Tito Livio. En la misma, el autor realizó un compendio tremendo, mezclando tradición oral, escrita, leyendas, mitología y demás factores. De hecho, cuando nos enfrentamos a la lectura de esta obra debemos ir discerniendo en cada párrafo si lo que estamos leyendo es real o no. Livio tomó un montón de nombres repartidos en la tradición romana y los juntó para crear un relato unificador de la historia de la ciudad. Desde Rómulo y el resto de reyes —de los cuales no sabemos si alguno llegó a existir—, hasta su época. Huelga decir que muchos de esos personajes son creados a partir de relatos anteriores o de un arquetipo que ya trataría en su día Vladimir Propp en su Morfología del cuento. Son personajes que estamos acostumbrados a ver en películas de superhéroes, cómics, novelas y demás recursos artísticos. Los encontramos tanto en ficción como en realidad, a veces exagerando un hecho, o directamente inventándolo.
Luego pasa lo que pasa. Cuando ensalzamos e idealizamos a un personaje histórico no tenemos en cuenta un factor: fue un ser humano. Y los seres humanos no somos perfectos, tenemos nuestras virtudes y defectos. Por eso siempre digo que idealizar está mal. Debemos ser críticos con toda historia que llegue hasta nosotros, pero siempre con una base para poder realizar esa lectura crítica.
Una buena muestra de ello es la serie The Boys, basada en el cómic homónimo creado por Garth Ennis y Darick Robertson, que podéis ver en Amazon Prime. En la misma, una especie de personas con superpoderes conviven en nuestro mundo con seres humanos normales. La trama se desarrolla, cómo no, en los USA. Y es maravillosa para que entendamos cómo se crea un héroe o una heroína, cómo se les muestra en un relato oficioso para que parezcan seres perfectos y salvadores de la patria; pero también para que veamos lo peligrosas que son algunas teorías conspiratorias, creadas de la nada únicamente para mantener a la gente con un miedo irracional contra la razón. Si queréis explicar a vuestro entorno cómo se construye un mito y qué es lo que puede haber detrás del mismo, ved la serie.
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