Era un puente bastante largo. Tenía un kilómetro aproximadamente, quizá algo menos, quizá algo más. Era de origen romano, pero su historia era larga como él mismo y se había reconstruido varias veces.
Cada vez que lo atravesaba veía pasar los coches, bastante rápido, un tráfico a menudo muy intenso. Y pensaba.
Pensaba en lo bueno y en lo malo de su vida, en lo que le empujaba a seguir viviendo, en todo lo bueno que le había pasado y en lo malo que le había ocurrido. En los pros y en los contras. Y pensaba que qué ocurriría si se arrojaba a la carretera y dejaba que uno de esos coches, quizá varios, uno detrás de otro, acabara con su vida.
Y cada coche que veía pasar, rápido, no sabía si algo más deprisa de lo que estaba permitido en aquel lugar, le recordaba una razón para vivir o para morir.
El día estaba despejado. Tenían mucho sol. Era una tarde de playa, de verano, bella, hermosa. Apenas había nubes en el cielo. Y los coches, delante de él, pasaban raudos, de las más diversas marcas, de los más diferentes precios, coches buenos y no tan buenos, algunos excelentes, caros.
El puente también era hermoso. Todavía parecía romano. Debían de haber respetado el diseño romano.
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