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El proceso, de Franz Kafka - Zenda
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El proceso, de Franz Kafka

Con motivo del centenario de la muerte de Franz Kafka, la editorial Nórdica presenta una nueva traducción, realizada por Isabel Hernández, de una de las obras más icónicas en la bibliografía del autor que demostró con más eficacia el absurdo en el que los ciudadanos del siglo XX vivían. En Zenda reproducimos las primeras páginas...

Con motivo del centenario de la muerte de Franz Kafka, la editorial Nórdica presenta una nueva traducción, realizada por Isabel Hernández, de una de las obras más icónicas en la bibliografía del autor que demostró con más eficacia el absurdo en el que los ciudadanos del siglo XX vivían.

En Zenda reproducimos las primeras páginas de El proceso, de Franz Kafka (Nórdica).

***

Arresto

Alguien debía de haber hablado mal de Josef K., puesto que, sin haber hecho nada malo, una mañana lo arrestaron. La cocinera de la señora Grubach, su patrona, que todos los días hacia las ocho de la mañana le llevaba el desayuno, no acudió en esa ocasión. Aquello no había sucedido jamás. K. esperó aún un momento mirando desde su almohada a la anciana que vivía enfrente y que lo observaba con una curiosidad nada habitual en ella, pero luego, extrañado y hambriento a la vez, pulsó el timbre. Enseguida llamaron a la puerta y entró un hombre a quien jamás había visto en esa casa. Era delgado y de constitución fuerte, llevaba un traje negro y ceñido, provisto de diferentes pliegues, bolsillos, hebillas y botones, y de un cinturón igual que el de los trajes de viaje, por lo cual parecía especialmente práctico sin que uno supiera muy bien para qué servía todo aquello.

—¿Quién es usted? —preguntó K., incorporándose a medias en la cama.

Pero el hombre hizo caso omiso de la pregunta, como si hubiera que aceptar su presencia allí y se limitó a decir a su vez:

—¿Ha llamado usted?

—Anna tiene que traerme el desayuno —dijo K., tratando primero de averiguar en silencio, pensando atentamente, quién era en realidad aquel hombre.

Pero este no se expuso demasiado tiempo a sus miradas, sino que se volvió hacia la puerta que entreabrió un poco para decirle a alguien que, evidentemente, estaba tras ella:

—Quiere que Anna le traiga el desayuno.

Siguieron unas breves carcajadas en la habitación contigua, por el tono no era posible asegurar si se trataba de varias personas. Aunque por él el desconocido no hubiera podido enterarse de nada que no hubiera sabido ya de antemano, dijo a K. en tono de notificación:

—Es imposible.

—Pues eso sería algo nuevo —dijo K. saltando de la cama y poniéndose rápidamente los pantalones—. Voy a ver quién está en la habitación contigua y qué explicaciones me va a dar la señora Grubach por estas molestias.

Enseguida se dio cuenta de que no tenía que haber dicho eso en voz alta, pues con ello reconocía cierto derecho del desconocido a vigilarlo, pero en ese momento esto no le parecía importante. De todos modos, el desconocido lo interpretó así, porque dijo:

—¿No prefiere quedarse aquí?

—Ni quiero quedarme aquí ni que usted me dirija la palabra hasta que se haya presentado.

—Lo he dicho con buena intención —dijo el desconocido abriendo voluntariamente la puerta.

La habitación contigua, en la que K. entró más despacio de lo que quería, presentaba a primera vista casi el mismo aspecto que la noche anterior. Era el cuarto de estar de la señora Grubach; quizás había hoy un poco más de espacio que de ordinario en esa habitación repleta de muebles, tapetes, porcelana y fotografías; no podía apreciarse al instante, sobre todo porque el cambio principal consistía en la presencia de un hombre sentado junto a la ventana abierta con un libro del que levantó la vista justo en ese momento.

—¡Debería haberse quedado en su cuarto! ¿No se lo ha dicho Franz?

—Sí, ¿qué es lo que quiere usted? —dijo K. y, apartando la vista del individuo que acababa de conocer, miró al llamado Franz, que se había quedado de pie junto a la puerta, para volver a mirar luego al primero.

A través de la ventana abierta, se veía otra vez a la anciana que, con curiosidad verdaderamente senil, se había acercado a la ventana para poder seguir viéndolo todo.

—Pues quiero a la señora Grubach… —dijo K. y, haciendo un movimiento como si quisiera deshacerse de los dos hombres que, sin embargo, estaban a bastante distancia de él, trató de seguir andando.

—No —dijo el hombre que estaba junto a la ventana, arrojando el libro sobre la mesita y levantándose—. Usted no puede marcharse, está arrestado.

—Eso parece —dijo K.—. Y ¿por qué? —preguntó a continuación.

—No nos han encargado decírselo. Vaya a su cuarto y espere. El procedimiento acaba de iniciarse y se enterará de todo a su debido tiempo. Estoy sobrepasando mis atribuciones al hablarle con tanta amabilidad. Pero espero que no nos siga nadie más que Franz, él mismo es muy amable con usted en contra de toda norma. Si en adelante sigue teniendo tanta suerte como con la designación de sus guardianes, puede tener confianza.

K. quiso sentarse, pero entonces vio que en toda la habitación no había otro sitio donde sentarse más que la silla de la ventana.

—Ya verá como todo esto es cierto —dijo Franz y, junto con el otro hombre, se dirigió hacia él.

En particular este último era considerablemente más alto que K. y, a menudo, le daba palmaditas en los hombros. Ambos examinaron la camisa de dormir de K. y le dijeron que ahora tendría que ponerse una mucho peor, pero que se la guardarían igual que el resto de su ropa interior y que se la devolverían si su caso se resolvía favorablemente.

—Es mejor que nos dé las cosas a nosotros en vez de al almacén —dijeron—, porque en el almacén a menudo se producen fraudes y, además, allí todos los objetos se venden al cabo de un tiempo sin tener en cuenta si el proceso del que proceden ha terminado o no. ¡Y lo que duran los procesos así, sobre todo en los últimos tiempos! Al final usted recibiría del almacén el importe de la venta, pero este importe es, en primer lugar, bastante bajo, pues en la venta lo que decide no es lo alto de la oferta, sino lo alto del soborno, y, en segundo, por experiencia, tales importes van reduciéndose al pasar de mano en mano y de año en año.

K. apenas prestó atención a estas palabras; no valoraba demasiado el derecho, que quizá pudiera tener aún, a disponer de sus cosas; mucho más importante era para él obtener una información clara sobre su situación; en presencia de aquella gente, sin embargo, no podía siquiera reflexionar, y el segundo de los guardianes (pues solo podían ser guardianes) no dejaba de darle con la barriga de manera amablemente formal, pero si levantaba la vista veía una cara seca y huesuda con una nariz grande y torcida que en absoluto encajaba con aquel cuerpo obeso, una cara que, por encima de su cabeza, se entendía con la del otro guardián. ¿Qué hombres eran aquellos? ¿De qué hablaban? ¿De qué autoridades dependían? Porque K. vivía en un estado de derecho, la paz reinaba en todas partes, todas las leyes se respetaban, ¿quién se atrevía a asaltarlo en su propia casa? Siempre procuraba tomarse las cosas de la mejor manera posible, creyendo lo peor solo cuando sucedía, sin tomar ninguna precaución para el futuro, incluso cuando todo pareciera amenazarlo. Pero en este caso no le parecía lo acertado; sin duda podía verse todo como una broma, una broma pesada que, por razones desconocidas, quizá porque ese día cumplía treinta años, le habían preparado sus compañeros del banco; naturalmente era posible, quizá solo necesitaba reírse como fuera en las narices de sus guardianes para que ellos se rieran también, quizás no eran más que unos mozos contratados en la esquina de la calle, no eran muy distintos de ellos; a pesar de todo, esta vez estaba decidido, ya desde que había visto a Franz por primera vez, a no dejar escapar de sus manos la más mínima ventaja que pudiera tener sobre esa gente. K. veía poco peligro en el hecho de que después le dijeran que no había sabido entender una broma, pero se acordaba bien (sin que fuera su costumbre aprender de la experiencia) de algunos casos en sí insignificantes, en los cuales, a diferencia de sus amigos y sin la más mínima intuición para las posibles consecuencias, se había comportado deliberadamente de manera imprudente, y había sido castigado por ello. No debía suceder más, por lo menos no esta vez: si era una comedia, él también quería actuar.

Todavía era libre.

—Permítanme —dijo, y se fue rápidamente a su habitación pasando entre los guardianes.

—Parece sensato —oyó que decían a sus espaldas.

[…]

—————————————

Autor: Franz Kafka. Titulo: El proceso. Traducción: Isabel Hernández. Editorial: Nórdica. Venta: Todos tus libros.

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