La anécdota con la que arrancan hoy las Romanzas es triste. Nos situamos. Francia, julio del año de 1944, Segunda Guerra Mundial. Los Aliados acaban de desembarcar en Normandía. Antoine Saint-Exupéry es un hombre demasiado viejo para volar, cuenta con casi diez años más que la media de los pilotos franceses alistados. Pero da igual. Desde Córcega, los Aliados pretenden hacerle la pinza a la Alemania de Hitler, y para ello deben desembarcar también al sur de Francia, algo que terminarán haciendo en agosto, en lo que será una puntilla simbólica para los nazis. No obstante, para poder abordar Provenza, primero hay que tener reconocido el terreno a la perfección y uno de los pilotos que está llevando a cabo esta labor de reconocimiento es Saint-Exupéry. Ese día de julio, el Lightning P-38 despega dispuesto a terminar de una vez la faena, pero a las 13:00 horas desaparece del radar. Nadie volverá a verlo. Mientras, en Nueva York, Eugene Reynal, editor, recibe la noticia: El Principito, publicado un año antes, es un éxito de ventas, triunfo que se perpetuará hasta convertirse en el libro francés más leído de la historia. Cuando la editorial quiso comunicárselo al autor, nadie pudo responder al otro lado del teléfono. La muerte de Saint-Exupéry sigue siendo, aún hoy, un misterio.
Pues bien, como quiera que aquella publicación de 1943 cumple ahora 80 años, por todo el globo se están llevando a cabo numerosos homenajes a la poética historia de Saint-Exupéry. Su capacidad para describir en un libro para niños temáticas tan profundas como la amistad, las relaciones humanas o la responsabilidad del hombre adulto la han convertido en un clásico de la literatura infantil. Sin embargo, la novelita es unas veces criticada por caminar peligrosamente sobre la delgada línea de la cursilería, otras por coquetear con el simple libro de autoayuda. Tanto da. Lo cierto es que es un libro a través del cual muchos niños ejercitan por primera vez el músculo de la literatura, actividad que algunos ya no abandonan una vez han visitado el Sáhara con aquel extraño piloto. Muchos recordarán ese librito de la infancia con el cariño iniciático de turno, para gloria del accidentado Exupéry.
En este sentido, hace unos días murió Juan Muñoz, el autor del célebre Fray Perico y su borrico. Todavía puedo recordar los libros naranjas en clase, el dedo índice de la profesora de Lengua apuntando a cada niño: Tania, lee tú el siguiente párrafo. Y la ilusión de abrir el segundo tomo —Fray Perico en la guerra—, desenvolviendo el envoltorio plastificado, las páginas hojeándose como una barajadora automática de casino, el olor a página que ya nunca me abandonaría. Como a algunos les ocurrirá con Exupéry, es impagable la deuda que mi yo lector tiene con el cariñoso Juan, a quien tuve la oportunidad de conocer en una Feria, por cierto. Encuentro que cerré con un abrazo que quizá, en algún punto, sirvió para que el anciano palpase mi eterno agradecimiento. En cualquier caso, sirva esta pequeña columna como homenaje a la literatura infantil, esa que es mucho más importante que los Dostoievskis y los Kafkas precisamente porque forman los primeros peldaños de la escalera que les alza. Y es que, como dijo aquel, a veces lo esencial es invisible a los ojos.
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