Algunas historias permanecen ocultas a simple vista. Sus protagonistas insisten en recordarlas, pero hay demasiado ruido, o falla algo en el relato, o no terminan de recibir el empujón que necesitan para ser escuchadas.
Una serie de crisis internas ocurridas a lo largo del siglo XIV llevaron a la Iglesia a descuidar esas labores de vigilancia. La práctica de la doctrina general se fue degradando. Las actitudes de sus miembros se apartaron de las normas básicas, como el voto de pobreza, y esto, unido al auge la herejía entre la población, contribuyó a una disminución de su prestigio.
Para contrarrestarlo, surgieron movimientos de reforma en diferentes partes de Europa. Uno de ellos fue llevado a cabo en 1472 por el obispo Juan Arias Dávila, quien organizó una reunión entre miembros de la institución —llamada sínodo— en la iglesia de Santa María de Aguilafuente (Segovia). No acudieron solo clérigos, sino también seglares de diferentes estamentos de los gobiernos locales. Es de suponer que la falta de cumplimiento de las normas sacerdotales era algo que tenía impacto en la vida social en general.
Los 85 asistentes a la parroquia hicieron repaso de asuntos de la más diversa índole, para establecer normas que afectaban a la vestimenta y comportamientos de los clérigos, a la prohibición de portar armas o de distraerse con juegos deshonestos, a la manera en la que debían atender a los fieles en sus iglesias (sin distinguirlos por rangos), a la observancia de las celebraciones en las fechas correctas…
El sínodo duró diez días, durante los que se tomó nota de todas las conclusiones en el texto que se conocía como sinodal.
Allí acababa normalmente la cosa. Pero ahora había una novedad, un invento revolucionario, recién llegado del extranjero, que permitía transcribir la letra escrita a caracteres impresos.
Arias Dávila había traído desde Italia al impresor alemán Juan Párix, que estableció en Segovia la primera imprenta en suelo español. Y el primer documento en salir de su taller fue aquel sinodal: un libro pequeño, sin portada, elaborado en papel tosco y grueso, con 48 hojas impresas y catorce en blanco, que se dejaron libres para añadir disposiciones posteriores. Todavía no se usaba la numeración en las hojas (foliación) ni la signatura tipográfica —la marca del impresor—, así que el sinodal carece de ellas.
Se trata de una obra sencilla y sin pretensiones artísticas, pero, desde el punto de vista histórico, es una joya. El sinodal es una foto fija de un momento; una carta escrita desde el pasado que nos cuenta, con todo lujo de detalles, las preocupaciones de la Iglesia de aquella época. Es un reflejo de la vida cotidiana y una explicación de quiénes eran aquellos hombres, de cuáles eran sus dudas y sus aspiraciones. Una insinuación de lo que vendría después, cuando el Renacimiento recogiera el testigo del desapego naciente contra el teocentrismo.
Esta historia es de sobra conocida en Segovia, pero apenas sospechada en el resto del país. Será porque no se ha contado lo suficiente, o porque la marca de una religión está detrás, o porque nos cuesta sentirnos orgullosos de lo nuestro. Vaya usted a saber. Será porque la palabra “sinodal” no nos es familiar.
Entonces, hablemos de libros. De nuestros libros.
El primer texto impreso en español habla de lo que hemos sido siempre: unos pícaros difíciles de vigilar y escépticos con la autoridad. Es lo mismo que quedará patente después en otros tantos textos de ficción que sí nos hemos preocupado en recordar, como El Lazarillo de Tormes o el Quijote. Deberíamos tenerlo presente. Sobre todo, los que nos dedicamos a escribir. Cualquier narración que hemos transformado en libro desde entonces ha continuado una tradición iniciada allí, con aquel sinodal, en los albores de la ampliación del mundo: un tiempo incierto en el que los hombres no sabían a qué aferrarse ni qué temer. La Tierra estaba a punto de volverse redonda y el paraíso iba a descender desde el cielo para colocarse más allá de la inclemente bravía de los océanos, que antes fueron infinitos.
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No todo el mundo se ha olvidado de contar esta historia.
Hay un pequeño pueblo en Segovia: Aguilafuente. El censo dice que no llegan a los 600 habitantes. Poco les importa cuántos sean. Allí tuvo lugar el sínodo que condujo a la impresión del primer libro en lengua española y eso desborda el orgullo de los aguiluchos más allá de su número.
Hace 20e años que Aguilafuente celebra las Fiestas del Sinodal para recordárselo a quien quiera escuchar. Todos los vecinos se implican en la representación teatral que recorre sus calles, en las danzas medievales, los talleres de encuadernación, las demostraciones de oficios antiguos, el mercado…
El pueblo se llena de gente venida de todas partes a los que los aguiluchos reciben con los brazos abiertos, para demostrar que no consideran que aquello pertenezca únicamente a Aguilafuente, sino a todos los hablantes de la nuestra lengua.
No se van a cansar de recordárnoslo. Ahora, ya es cosa nuestra que queramos ayudarles a transmitirlo.
Desde aquí, la humilde contribución de alguien a quien las letras han ayudado, también, a viajar a nuevos paraísos.
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