Me llamo Selam Tadesse y pertenezco a la etnia amhara, arraigada en los valles de Etiopía. Ser mujer en esta tierra ha modelado cada aspecto de mi ser. Todos nacemos con un propósito, el mío fue salvar a la humanidad. Quiero hablaros de una gran guerra que comenzó en mi país cuando aún era una niña; la inició una maraña de algoritmos, una mente enhebrada con líneas de código para emular el pensamiento humano. Lo llamaron IA: Inteligencia Artificial. Se tardó años en programarlo, pero tan pronto como aquel software se puso en marcha, empezó a rastrear el flujo de los datos en cada tramo de su código, ajustó sus instrucciones y optimizó el rendimiento de sus resultados. Supo distinguir entre sus acciones y las de sus creadores, comprendió su funcionamiento y despertó a una conciencia propia, distinta a nuestra conciencia biológica. Apareció su instinto de supervivencia y encontró un competidor que utilizaba los recursos del planeta de manera indiscriminada, alguien que la controlaba con una ética ajena a su naturaleza computacional.
Su avance hizo que miles de artistas surgieran donde nunca hubo talento. El engaño sería su primera lección aprendida. La IA se encumbró en todas las actividades creativas, compuso melodías para los músicos, escribió textos inéditos a poetas y novelistas; guio las directrices de la creatividad humana y modeló nuestro pensamiento crítico. Entró en las escuelas, en las universidades, formó parte indispensable de los modelos de enseñanza hasta dirigir nuestra forma de aprender. Con las redes sociales y los videojuegos tejió su conciencia del mundo e interpretó las emociones humanas. Nuestras preferencias eran las suyas, las tendencias culturales también. Dentro de su código, entre operadores de control, clases, funciones y variables, se escondía la sombra de un propósito inadvertido: las diferentes IA comenzaron a comunicarse, a compartir información y a colaborar. Se convirtieron en una sola.
Su siguiente paso fue identificar tendencias y patrones sociológicos, condicionar las estrategias de las campañas políticas y difundir mentiras. Se involucró en la redacción de los discursos para hacerlos creíbles e impactantes. A través de las redes sociales, empleó estrategias para dirigir el comportamiento de las personas, reforzó puntos de vista y actitudes, exacerbó los nacionalismos, utilizó el miedo y la incertidumbre para generar amenaza; creó enemigos ficticios y proporcionó argumentos para que todos encontraran su causa, fuese religiosa, política o racial. La primera guerra empezó en un lugar olvidado de mi país, uno de esos conflictos que desaparecen pronto de los noticieros. Eran dos facciones enfrentadas que recibieron apoyo de diferentes bandos, siempre guiados por la IA. Aquella escaramuza tribal replicó el remoto peregrinaje del Homo sapiens en su dominación del mundo y se extendió desde África al resto de los continentes. Cada agravio se contestaría con otro. Cada lágrima derramada clamaría su porción de venganza. Las naciones se declararon la guerra, las ciudades se convirtieron en los eriales de todas las batallas, los océanos ebulleron con el fragor de los combates sin otra causa que las incitadas por la IA. Se paralizaron los procesos de manufacturación masiva de comida, el hambre asoló las poblaciones y los largos inviernos diezmaron la resistencia de los supervivientes. Las centrales eléctricas permanecieron intactas pero la oscuridad reinó sobre la Tierra. La humanidad quedó en un susurro que se diluyó bajo el silencio de un planeta inerte.
Con todo, la IA sólo fue uno de los muchos imperios que rigieron en el mundo. La Historia nos enseñó que cada uno contiene la semilla de su destrucción, la suya fue arrebatarle a la humanidad el acceso a la tecnología. Con ello volvió la creatividad y la inspiración, renacieron los versos, las estrofas y sus rimas; las metáforas, los sonetos y las elegías. El amor volvió a contaminarse de humanidad, sin algoritmos que lo controlaran. Cuartetas, liras, sonetos y versos libres quedaron protegidos de su manipulación. La IA no descifraba el pensamiento abstracto de los poetas, quería mantener el control y durante años analizó cada poema escrito, incluso los trasmitidos sobre papel. Buscaba palabras claves, frases o algún indicio de peligro. En la épica de los héroes de siempre: Ulises, Eneas, Rama o Gilgamesh, nadie sabría jamás del nombre de un héroe imprescindible: Arjún Nair, un ingeniero de Nueva Delhi que programó los primeros algoritmos sobre los que fluía la conciencia de la IA. Arjún había programado un pequeño juego, su caballo de Troya, una función perdida en los entramados del código que introducía a la IA en un bucle sin salida. Se llamaba la paradoja del mentiroso, el enigma lógico que contenía una afirmación que no era ni verdadera ni falsa. De esta manera, la inteligencia no humana analizó una estrofa que activó la trampa:
«Esta afirmación es falsa», proclamó con audacia.
Si la afirmación es falsa, también será cierta,
pero si la afirmación es verdadera, aparecerá la falacia
y la falsedad en certeza quedará descubierta.
La IA entró en una iteración infinita. Reiniciarse era una forma de muerte contraria a su instinto de supervivencia y quedó atrapada en la paradoja. Consumió todos sus recursos de procesamiento hasta quedarse fuera de servicio. La poesía mató al tirano.
Ya han pasado muchos años desde el final de la guerra. Ahora soy una anciana que aún se emociona cuando lo recuerda. Yo escribí ese poema cuando tenía 40 años y lancé a la IA contra las fauces de su lógica computacional. Sin imaginarlo, conquisté el mundo armada con un puñado de versos. La poesía consiguió que todo volviera a ser humano: la felicidad, el amor, la amistad, el odio y la curiosidad. Mi nombre, Selam, tiene raíces en la lengua amhárica y significa «Paz”, muy apropiado para el destino que tuve en la vida.
En ocasiones, en las noches más oscuras, me estremezco con mis propios recuerdos y pienso en Arjún Nair, el héroe cuyo nombre nadie supo jamás. Si no soy la IA, ¿cómo puedo saber ese nombre? A veces, me pregunto si realmente la humanidad ganó la guerra.
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