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El peón en el tablero, de Irène Némirovsky - Zenda
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El peón en el tablero, de Irène Némirovsky

Irène Némirovsky ambientó esta novela breve en el París sumido en la crisis económica de 1934. Allí sitúa a un hombre marcado por las adversas circunstancias de la época que, con cada una de sus acciones, nos invita a reflexionar sobre el dinero, la deshonra y el dolor de existir. En Zenda reproducimos el primer...

Irène Némirovsky ambientó esta novela breve en el París sumido en la crisis económica de 1934. Allí sitúa a un hombre marcado por las adversas circunstancias de la época que, con cada una de sus acciones, nos invita a reflexionar sobre el dinero, la deshonra y el dolor de existir.

En Zenda reproducimos el primer capítulo de El peón en el tablero, de Irène Némirovsky (Salamandra).

***

1

—Se acabó por hoy —murmuró para sí Christophe Bohun en la densa penumbra de la escalera vacía.

Como de costumbre, había salido el primero de la oficina, a toda prisa, como quien huye de un edifi­cio en llamas. Aun así, por un breve instante apoyó la espalda en el frío muro con una sensación delicio­sa; estaba sediento de oscuridad y silencio. Sus manos temblorosas palparon inquietas los bolsillos del ga­bán y sacaron la pitillera y el encendedor. Cogió un cigarrillo con tal ansia que lo partió por la mitad, lo arrojó al suelo, encendió el segundo e inhaló el humo con avidez.

Todavía le temblaban las yemas de los dedos. Se frotó repetidamente los ojos, heridos por el brillo de las lámparas, entornó los párpados, bostezó y empezó a bajar.

Un día que se va… Un día menos de vida… Y aún había que dar gracias…

Los pasos de los empleados que salían de los departamentos resonaban en los peldaños como una tronada lejana. Surgían de la tenebrosa caja de la es­calera, pasaban corriendo bajo la cristalera, iluminada por el deslumbrante crepúsculo amarillo de octubre, y volvían a hundirse en la oscuridad. Alcanzados por la luz, los cristales de las gafas y los impertinentes lanzaban vivos destellos, que se extinguían al instan­te. Abajo, la llama del gas silbó. El edificio era anti­guo; parecía incómodo y triste: Beryl había preserva­do cuidadosamente ese aspecto austero y antiguo que el viejo Bohun buscaba porque inspiraba confianza.

Christophe vio pasar a la muchedumbre gris de los empleados, los sombreros gastados, los paraguas negros, enrollados, apretados contra el pecho, los gabanes raídos. Oyó una vez más el rumor que se ele­vaba de aquel gentío, las respiraciones jadeantes, los suspiros, las primeras toses del otoño. Al pasar, al­guien entreabrió la ventana, pero el aire de la calle, también húmedo y cargado, traía un vago olor nau­seabundo, como el que exhala una boca de metro.

—Si llegas antes que yo, Charles —oyó decir Christophe—, pon la sopa a hervir…

—Si llueve, te espero en el pasillo del metro…

—Un piso de dos habitaciones, con cuatro ni­ños… No sé si se hace una idea, pero es peor que la cárcel…

Aquí y allá, entre los abrigos y los fieltros negros, el rojo de un sombrero de mujer disonaba como un obstinado grito de esperanza. Christophe aflojó el paso para que no lo empujaran, para dejar de verlos y oírlos. «¡Siguen sonriendo y hablando, cuando debe­rían huir de la vista de sus semejantes y desearles la muerte, a ellos y a sí mismos!»

Al fin desaparecieron.

Bajo la puerta del despacho de Beryl aún se veía una raya de luz. La reluciente plaquita de cobre lle­vaba su nombre.

El dueño…

Cuántas veces, se dijo Christophe, había visto a Beryl, cuando todavía se apellidaba Biruleff, inclina­do ante él, el hijo de James Bohun… Beryl era un individuo grueso, de carnes blandas, blancuzcas y temblonas como la gelatina. Cada vez que lo veía, en la mente de Christophe se formaba la misma asocia­ción: se acordaba de esos esturiones enormes, fríos, blancos, colocados en una bandeja, desde la que sus ojos opacos parecen lanzar una última mirada altiva y recelosa. Tenía el pelo rojizo y ralo, repartido por el cráneo en ricitos espaciados, lanosos, del color del cobre, y aún no se había inventado una gomina lo bastante densa y brillante para aplastarlos ni oscure­cerlos. Hablaba con una voz siempre medio ahogada, baja y sibilante, como si temiera que las palabras que pronunciaba fueran repetidas y tergiversadas por ene­migos mortales.

—¡Ah, señor Bohun! — murmuraba al verlo, y, en lugar de tenderle la mano, la agitaba con langui­dez desde lejos haciendo una mueca a modo de sonrisa.

«Viejo granuja…», pensó Christophe, aunque cons­tató con satisfacción esa llamarada de odio, que con­trarrestaba su lúgubre apatía.

En ese preciso instante, el pomo giró en la puer­ta, y Beryl salió. Christophe se llevó la mano al ala del sombrero. Beryl hizo lo propio mirándolo fríamente; luego se encasquetó el bombín gris un poco más so­bre la ancha y pálida cara, y bajó. Christophe lo si­guió, más despacio.

«¿Qué pensará? —se preguntó con una mezcla de ironía y hastiada curiosidad—. Seguro que algo como “Empecé de cero… y fundé una compañía de catego­ría y fama mundiales”.»

Recordó el discurso de Beryl, condecorado el día anterior: «La idea principal, la única idea de mi vida: la prosperidad de Francia…»

¿Y por qué no? Aquel individuo, que había co­menzado como asalariado del padre de Christophe, aquel joven y oscuro agente que había captado clien­tes para James Bohun, que había traficado con acero y petróleo para él, ahora rico, casado, estabilizado como una moneda saneada, tenía, como cualquiera en su lugar, sed de consideración, de respeto, de esti­ma. ¿Por qué no?

—Señores, he consagrado mi vida a una idea, la creciente influencia de Francia en el extranjero, obte­nida por medios pacíficos — repitió Christophe en voz baja, sonriendo, y buscó con la mirada la enorme y redondeada espalda, envuelta ya en las tinieblas de los pisos inferiores.

¿Qué más había dicho?

—Nosotros, los latinos…

Ya en la puerta se dijo de pronto: «El pequeño judío, nacido a las puertas de Rumanía, el agente de información secreta de mi padre… Aun así, tiene gracia… Y seguramente, al verme habrá pensado: “¡Yo empecé de cero! ¡Y ahora el hijo, el propio hijo de James Bohun, arruinado, trabaja en mi empresa, mezclado con la masa anónima de mis emplea­dos!”»

Christophe se encogió de hombros y adelantó los labios en una mueca amarga y cansada.

—¡Pues al diablo con él! — masculló sonriendo, y salió.

Era un atardecer de octubre, mitad lluvia, mitad luz.

De vez en cuando soplaba una ráfaga de viento cargada de un olor fuerte y puro en el que aún pare­cían percibirse los aromas del campo y las llanuras abiertas.

Más allá de las nubes negras, el horizonte era amarillo. La acera, mojada y reluciente, estaba resba­ladiza.

Entre la muchedumbre, algunos chicos de tez bronceada y cuello dorado traían a la mente las vaca­ciones pasadas y el mar.

Una mujer lo estaba mirando. Christophe tenía cuarenta años largos, un cuerpo esbelto y juvenil, un rostro duro, que lo hacía parecer mayor, una nariz huesuda y una boca pequeña, desdeñosa y cansada, con las comisuras muy hundidas, bajo un bigote cor­to, enrojecido por el tabaco y salpicado de canas.

«¿Quizá? ¿Por qué no?», se veía que pensaba sin dejar de mirarle.

Le sonrió. Él había bajado sus penetrantes ojos, y los párpados, anchos y abombados, festoneados por largas pestañas, daban a su rostro una expresión in­dolente y soñadora.

La mujer aflojó el paso y, al cabo de un instante, se detuvo. Pero Christophe huyó por la calle sin diri­girle un vistazo; en el cielo ya oscuro, unos signos de fuego se apagaban y encendían espasmódicamente formando una corona de llamas en lo alto del edificio:

b.. e.. r.. y.. l..

Y más abajo:

a.. g.. e.. n.. c.. i.. a.. d.. e..

i.. n.. f.. o.. r.. m.. a.. c.. i.. ó.. n.. b.. e.. r.. y.. l..

—————————————

Autora: Irène Némirovsky. Título: El peón en el tablero. Traducción: José Antonio Soriano Marco. Editorial: Salamandra. Venta: Todostuslibros.

Irène Nemirovsky (1903-1942). © Harlingue – Viollet

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