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El pasado es un misterio - Zenda
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El pasado es un misterio

De todos es sabido, aunque no siempre recordado, que el tiempo de los niños transcurre muy lentamente. O al menos así era antes: no sé si será igual para los de ahora, con tanta actividad extraescolar y distracción “obligatoria” en compañía de los padres, que van con la lengua fuera los fines de semana y...

De todos es sabido, aunque no siempre recordado, que el tiempo de los niños transcurre muy lentamente. O al menos así era antes: no sé si será igual para los de ahora, con tanta actividad extraescolar y distracción “obligatoria” en compañía de los padres, que van con la lengua fuera los fines de semana y en vacaciones. En los años cincuenta y sesenta del siglo XX los días y las semanas eran interminables, no digamos los meses o un curso entero. El domingo por la tarde era una pesadilla, porque le seguía no ya el lunes con la vuelta al colegio, sino un montón de días eternos hasta que asomara de nuevo un sábado. En aquellas jornadas daba tiempo a todo, a levantarse y bañarse, desayunar, ir en tranvía o autobús a la escuela, pasar allí numerosas horas encerrado, disfrutar de un recreo aventurero en el patio, tontear en la escalera con la chica que le gustaba a uno, almorzar, recibir más lecciones, regresar a casa tal vez andando, jugar allí un partido de chapas con mi hermano Fernando, acaso merendar algo, hacer perezosamente unos deberes, aguardar la hora de la cena asediando un fuerte, cenar con padres y hermanos, retrasar la hora de irse a la cama con mil triquiñuelas, por fin acostarse.

"El tiempo estaba libre y se dejaba llenar, pasivamente. Era la gente la que lo administraba con una libertad hoy desconocida e infrecuente."

En los veranos de Soria no digamos: acercarse a Pereda a ver si había salido El Capitán Trueno o un Zane Grey nuevo, pasar por los tres cines para enterarse de qué ponían, bajar al Duero, hasta el embarcadero de Augusto, alquilar allí una barca y remar río arriba hasta la mejor zona para nadar largo rato, jugar un partidillo de fútbol en un arenal cercano, subir a pie la empinada cuesta desde el Duero hasta casa, almorzar con los padres, acompañarlos a tomar café con sus amigos, Heliodoro Carpintero infalible, en una terraza de la Dehesa, como se conoce el parque. Quedarse luego en ella lo que parecían horas correteando o peleándose con los chicos locales, subir –buenas caminatas– al Mirón o al Castillo o a las Eras, bajar, leer sin prisa en casa de Heliodoro, con su buena biblioteca y su generosidad infinita, incluso jugar a la canasta con sus hermanas solteras, Mercedes y Carmen, la primera risueña y la segunda seria. Volver a cenar, ir al cine a la sesión ¡de las 11!, a nadie le extrañaba ese horario. Regresar a casa lentamente, oyendo los pasos cada vez más audibles de los transeúntes (cuantos menos hay, más resonantes) y las campanadas del reloj del Ayuntamiento.

Pero no sólo era el tiempo de los niños. En Madrid, durante el curso, mi padre contestaba el correo y trabajaba muchas horas en casa, pero luego se iba a pie a la tertulia de la Revista de Occidente; a la cual volvía en segunda sesión también algunas tardes. Cuando enseñaba a extranjeros, iba a sus clases, regresaba, almorzaba, a menudo aparecían visitas sin anunciarse (se estilaba el “pasaba por aquí”), escribía más en su despacho, merendaba con mi madre (¡merendaban!), leía, aún quedaba rato que aprovechar hasta la cena en familia, eso si no salían con amistades o al cine.

¿Qué se ha hecho de todo ese tiempo? ¿Es sólo la edad, que nos lo acelera, o es nuestra época, que nos lo ha ido robando? No sé a otra gente, pero a mí y a las personas que trato los días y las semanas se nos escapan. ¿Otra vez es sábado?, me pregunto perplejo cada vez que me toca un nuevo artículo para esta página. Tengo la sensación de que el anterior lo escribí hace unas horas. Cierto que en aquellos años evocados había menos solicitudes y distracciones. Ni televisión había (o no en mi casa), no digamos Internet ni videojuegos ni emails ni obsesivos smartphones ni Twitter ni Facebook, que exigen tanta tarea. El tiempo, por así decir, estaba libre y se dejaba llenar, pasivamente. No corría detrás de la gente ni la dominaba, era la gente la que dominaba el tiempo y lo administraba con una libertad hoy desconocida o infrecuente. Nadie se aburría si disponía de una tarde sin quehaceres, se inventaban actividades y no se requería que los Ayuntamientos –convertidos hoy en fábricas de imbecilidades ruidosas– proporcionaran entretenimiento en calles y plazas. La gente era imaginativa, no bovina como en nuestro tiempo.

Claro que nuestro tiempo es mejor en conjunto, o eso creo, es difícil saberlo. El pasado es un misterio. Ni siquiera el que uno ha vivido acaba de explicárselo, ni de representárselo. ¿Cómo era posible la elasticidad del tiempo? Niños aparte, ¿cómo hacían los adultos para que les cundiera tanto y andar desahogados? Probablemente será distinto para los incontables parados y para muchos jubilados, pero yo sólo conozco personas permanentemente estresadas y a menudo medicadas, a las que todas las horas (y son veinticuatro, como antaño) se les hacen insuficientes. Que viven a la carrera y aun así no les alcanzan para sus tareas. No digamos para dar un paseo al atardecer o jugar a la canasta.

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Artículo de Javier Marías publicado en El País Semanal el 2 de octubre de 2016.

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Javier Marías

Javier Marías (Madrid, 1951-2022) es autor de Los dominios del lobo, Travesía del horizonte, El monarca del tiempo, El siglo, El hombre sentimental (Premio Ennio Flaiano), Todas las almas (Premio Ciudad de Barcelona), Corazón tan blanco (Premio de la Crítica, Prix l'Oeil et la Lettre, IMPAC Dublin Literary Award), Mañana en la batalla piensa en mí (Premio Fastenrath, Premio Rómulo Gallegos, Prix Femina Étranger, Premio Mondello di Palermo), Negra espalda del tiempo, los tres volúmenes de Tu rostro mañana: 1 Fiebre y lanza (Premio Salambó), 2 Baile y sueño, 3 Veneno y sombra y adiós, Los enamoramientos (Premio Tomasi di Lampedusa, Premio Qué Leer), Así empieza lo malo y Berta Isla; de las semblanzas Vidas escritas y Miramientos; de los relatos Mala índole y la antología Cuentos únicos; de homenajes a Faulkner y Nabokov y veinte colecciones de artículos y ensayos. En 1997 recibió el Premio Nelly Sachs, en Dortmund; en 1998, el Comunidad de Madrid; en 2000, los Premios Grinzane Cavour, en Turín, y Alberto Moravia, en Roma; en 2008, los Premios Alessio, en Turín, y José Donoso, en Chile; en 2010, The America Award en los Estados Unidos; en 2011, el Premio Nonino, en Udine, y el Premio de Literatura Europea de Austria, y en 2012, el Terenci Moix, todos ellos por el conjunto de su obra. Entre sus traducciones destaca Tristram Shandy (Premio Nacional de Traducción 1979). Fue profesor en la Universidad de Oxford y en la Complutense de Madrid. Sus obras se han publicado en cuarenta y tres lenguas y cincuenta y cinco países, con casi ocho millones de ejemplares vendidos. Fue miembro de la Real Academia Española. javiermarias.es

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