Otro personaje a quien suelo ver desde mi terraza es al padre Bonald, capellán del hospital de los Pobres. El padre Bonald administra la extremaunción a un moribundo y, acto seguido, se toma un cortado con sacarina en el bar del chino Pepe.
El padre Bonald siempre sonríe, incluso cuando se enfada, y su expresión risueña parece encerrar una fiereza desconocida, una ferocidad de siglos… Dicen que a comienzos de la pandemia lo llamó el arzobispo con la mejor voluntad, para sustituirlo en la capellanía por un sacerdote guineano más joven, alguien cuya vida corriera menos peligro.
Cuentan las señoras de mi casa que Bonald sonrió iracundo; que sus colmillos asomaron bajo los labios mientras sostenía el móvil con el índice y el pulgar. Acababa de engullir un churro y las yemas de sus dedos brillaban aceitosas, y exclamó: “Excelentísimo y reverendísimo padre, pierda cuidado, que yo no temo al coronavirus. Es más, me encantaría marcharme de este mundo hoy mismo para contemplar el rostro de Nuestro Señor Jesucristo y caminar por las praderas del paraíso sonriente, de la mano de aquellos a quienes despido a diario en el hospital de los Pobres… Ahora bien, ¡lo que usted mande!”.
Dudo que la anécdota sea cierta; aunque, como dice James Stewart en El hombre que mató a Liberty Valance: cuando los hechos se convierten en leyenda es mejor hacer pública la leyenda.
Nunca he hablado con Bonald, lo confieso… Bueno, miento, sí hablé una vez. Caminaba con mis hijos frente a la iglesia barroca del hospital de los Pobres cuando nos lo cruzamos y el capellán paró en seco. Teatral, se agachó y se dirigió a los niños: “¿Vais a misa, jovencitos…?”. Prometió que si acudían guardaba caramelos y chuches en la sacristía.
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Lo dijo con su mata de pelo gris repeinada hacia atrás sin gomina, que confiere a su cabeza cierto parecido con la de Mao Tse Tung. Y con la papada, que se desborda sobre el cuello de la camisa gris y resuda en el alzacuello de plástico blanco.
En el interior de la iglesia, los santos que imploran sobre las columnas extienden sus brazos hacia el infinito y parecen levitar bajo la cúpula, cuya luz cenital proyecta sombras gigantescas de manos sobre los bancos dorados. Hace algunos años pintaron las paredes de color albero, y muchas parejas de novios se casan aquí porque, según afirman los fotógrafos, los reportajes salen muy coloridos.
A Bonald le encanta casar a la gente. Es normal que con tanta extremaunción quiera también celebrar la vida. Tras los enlaces, sale de la iglesia con su misal en la mano. Le gustan las alfombras rojas, los centros florales, los puñados de arroz en el suelo. A veces los lanza con denuedo infantil sobre las mujeres vestidas de gala.
Sí, «¡hay que celebrar la vida y hay que celebrar la muerte!», afirma Bonald en la terraza del chino Pepe, y cuando sus feligresas tratan de invitarlo al cortado, exclama: “¡No, por Dios, faltaría más!”; pero al cabo se mete la cartera de cocodrilo al bolsillo y terminan pagando las feligresas. “¡Padle, padle!”, grita el chino Pepe con su bandeja de zinc redonda entre las manos. Y Bonald responde: “¡Ay, Pepe, Pepe, conviértete al Evangelio, hijo mío!”, y le propina una sonora colleja y ríe y ríe como el conde Draco de Barrio Sésamo.
Terminaré este relato contando lo del anillo. Una vez, a eso de las seis de la mañana, me senté en la terraza de casa y vi al padre Bonald salir de misa, esa que celebra en la cripta, a la que asisten a diario los Caballeros de la Hermandad de los Pobres —un grupo de cincuentones que portan maletines de cuero y visten polos de manga corta recién planchados—. ¿Qué llevarán en los maletines? —me pregunto—. Un maletín es un enigma, nadie sabe lo que hay dentro. ¿Y qué llevará Bonald en el suyo de cuero negro? ¿Portará copias de sus homilías? ¿Las mecanografiará en la sacristía con una vieja Olivetti Lettera?
El caso es que yo estaba allí, desvelado, y vi cómo el padre se colocaba bajo el pórtico. Los caballeros formaban fila frente a él, cada uno portando su maletín. A continuación se agachaban y le besaban un anillo dorado que llevaba en el meñique. Él también llevaba su maletín negro. No se oía el ruido de ni un solo coche, solo el leve piar de los pájaros al amanecer.
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