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El operativo - Benito Olmo - Zenda
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El operativo

No es bonito. No tiene que serlo. Es tan solo una solución al problema de vivienda que asola cualquier ciudad del siglo XXI. En cada barrio, por bucólico y acogedor que parezca, asoman a cada tanto estas construcciones monstruosas entre los edificios centenarios como un bofetón de realidad, con más sentido práctico que estético. Borheim...

El edificio desentona tanto como un libro en la casa de un terraplanista. Tiene veinte plantas y asemeja más a una colmena que a un lugar al que alguien podría llamar hogar. Con seis pisos por planta, el cálculo de la cantidad de gente que puede llegar a vivir en este mamotreto de acero y hormigón resulta abrumador.

No es bonito. No tiene que serlo. Es tan solo una solución al problema de vivienda que asola cualquier ciudad del siglo XXI. En cada barrio, por bucólico y acogedor que parezca, asoman a cada tanto estas construcciones monstruosas entre los edificios centenarios como un bofetón de realidad, con más sentido práctico que estético. Borheim no se libra, y tiene varios de estos edificios-colmena estratégicamente situados para deformar un skyline que alguna vez fue hermoso.

El que está cerca de mi casa rezuma actividad. En los bajos siempre hay grupos de chavales con aspecto de no estar haciendo nada en absoluto. Cualquiera diría que son centinelas que se encargan de vigilar que ningún extraño se adentre en sus dominios.

No hay que ser muy listo para saber qué hacen ahí.

"Miran a cada desconocido que pasa cerca de su territorio con osadía. A mí también"

Tienen entre quince y veinte años. Estacionan sus ciclomotores sobre la acera y es habitual verles cambiándoles algunas piezas allí mismo. Visten ropa deportiva y calzan Jordan y Adidas. No escatiman en gorras, bolsos y otros complementos, a cual más hortera. Da la impresión de que los patrocina Foot Locker. Los que tienen edad para conducir dejan sus coches en doble fila, expuestos sin el menor pudor. BMW y Mercedes son las marcas más habituales, aunque he llegado a ver algún que otro Porsche.

Miran a cada desconocido que pasa cerca de su territorio con osadía. A mí también, a pesar de que llevo ya varios meses residiendo en las inmediaciones de esta colmena. Nunca van más allá de esas simples ojeadas de perdonavidas, conscientes de que no les conviene causar problemas. La buena salud de sus ingresos depende en gran medida de su discreción y de su capacidad de no llamar la atención. Deben de estar convencidos de que son muy buenos en eso, a pesar de que tanto su aspecto como los cochazos que gastan ponen en evidencia su condición sin demasiado margen de error.

Reconozco a los habituales. Uno de ellos va siempre de blanco, como si viviera en una perenne fiesta ibicenca. Tiene un Mercedes también de color blanco con un grotesco alerón en el maletero. El accesorio convierte un vehículo diseñado para ser elegante en una horterada con ruedas que causa más sonrojo que envidia.

También lo hace inconfundible.

"No sólo los delatan esos cochazos; también su forma de mirar"

El chico de blanco es uno de los líderes. Dos o tres de esos muchachos sobresalen en la estrecha jerarquía de la colmena. No sólo los delatan esos cochazos; también su forma de mirar y, sobre todo, la manera en la que los demás se dirigen a ellos, con un respeto que raya en el vasallaje; todos aspiran a convertirse en el chico del Mercedes blanco.

No suele haber líos, aunque en un par de ocasiones la policía se ha dejado caer por aquí para identificarlos. Tanto los agentes como los muchachos se toman esos encuentros como aburridos trámites burocráticos, como si supieran de antemano que no van a ir más allá de una simple identificación y puede que alguna advertencia por parte de los policías. A estas visitas siempre le siguen algunos días de tranquilidad en los que disminuye el trasiego de muchachos, aunque el efecto no suele durar demasiado y en poco tiempo la colmena vuelve a estar tan concurrida como de costumbre.

* * *

Si alguien quisiera tomarle el pulso a Frankfurt, el lugar escogido para aplicar el estetoscopio sería sin duda Konstablerwache. Cada mañana, cientos de trabajadores pasan por aquí rumbo a sus respectivos lugares de trabajo, al ser uno de los lugares en los que coinciden más líneas de metro.

"Detecto a varios grupos de muchachos repartidos con una precisión que me hace pensar en una complicada partida de Risk"

Hoy la plaza rezuma actividad. En una de las esquinas hay un pequeño puesto donde preparan un expreso bastante decente. Pido uno de esos y el muchacho que me atiende reconoce mi acento y me responde en perfecto castellano. Dice que es de Huelva, aunque su acento latino delata que en realidad es de mucho más lejos. Intercambiamos un par de frases y me alejo con mi café en un vaso de cartón.

Camino hasta un banco que está cercano, tomo asiento y observo. Detecto a varios grupos de muchachos repartidos con una precisión que me hace pensar en una complicada partida de Risk. Se parecen mucho, demasiado, a los chicos que frecuentan la colmena que hay junto a mi casa.

Están ahí con aspecto de no estar haciendo nada en absoluto. Charlan entre ellos; se enseñan unos a otros vídeos en sus teléfonos móviles; juegan a lanzar una botella de plástico para intentar que caiga de pie.

No tengo que esperar mucho hasta que se produce la primera transacción.

"El tipo se sienta junto a ese muchacho y, con nerviosismo, saca un par de billetes arrugados del bolsillo y se los pasa"

Un tipo con gafas se acerca a uno de esos corrillos. Prácticamente dobla la edad de los chicos, así que es llamativo que se dirija a ellos con tanta familiaridad. Intercambian un par de frases y los muchachos señalan a otro grupo que permanece apostado en una escalinata junto a la salida del U-Bahn, muy cerca de mi posición.

Mientras el de las gafas se acerca a esos chicos, lo observo y trato de hacerme una idea de la clase de persona que es. No tiene aspecto de yonki, aunque tampoco va tan bien vestido como para pensar que se dirige a su lugar de trabajo. La fijeza con la que mira hacia delante lo delata; parece no tener ojos para nadie más que para ese grupo de muchachos. En su avance choca con otro joven, pero no se disculpa y sigue su camino como si no lo hubiera visto.

Los chicos lo reciben con aparente desidia. Ni siquiera lo miran cuando les pregunta algo. El que responde a su petición le habla de soslayo.

El tipo se sienta junto a ese muchacho y, con nerviosismo, saca un par de billetes arrugados del bolsillo y se los pasa. Mira a su alrededor mientras lo hace, convencido de que nadie se ha dado cuenta de lo que está haciendo. Debe de creerse el hombre más discreto sobre la faz de la tierra, a pesar de que hasta un martillo neumático a plena potencia pasaría más desapercibido que él.

El que recibe la pasta se guarda el dinero sin mediar palabra. Lo hace de una manera tan natural que resulta mucho más discreto. El chico que está a su lado saca un móvil del bolsillo y teclea algo. Después vuelve a guardarse el teléfono con rapidez. Si hubiera parpadeado ni lo habría visto.

"Hay tanta gente a su alrededor que pasan fácilmente desapercibidos, como si sólo fueran dos conocidos que se han encontrado de manera casual"

El comprador permanece en el banco un rato, más nervioso a cada minuto que pasa. No deja de recolocarse las gafas y su pierna derecha oscila arriba y abajo sin parar. Le dice algo a los chicos, que esta vez lo ignoran sin pudor y ni siquiera se molestan en responder.

Mientras bebo mi café a sorbos, detecto a otro muchacho que aparece por un extremo de la plaza y se encamina en dirección a la salida del U-Bahn. Si me fijo en él es precisamente porque no hay nada en su aspecto que llame la atención, en realidad. Camina mirando al frente, moviendo la cabeza al ritmo que le marca la música que sale de sus auriculares, aunque no creo que estén encendidos siquiera.

El de las gafas también lo ve y se levanta como un resorte. Va a su encuentro con prisas, incapaz de seguir conteniéndose, con lo que desmorona la desastrosa fachada de tranquilidad que tan cuidadosamente ha intentado elaborar.

Sonríe como un niño la mañana de navidad.

Cuando llega hasta el chico de los auriculares, este extiende la mano sin detenerse, como si fuera a chocar los cinco. El cliente imita el gesto y se dan la mano con rapidez. Hay tanta gente a su alrededor que pasan fácilmente desapercibidos, como si sólo fueran dos conocidos que se han encontrado de manera casual.

"Sólo los idiotas creen que la policía no se entera de nada"

El gesto no dura más que unas décimas de segundo. Acto seguido, el de los auriculares sigue su camino con determinación, mientras su cliente tira para otro lado. Lo delata la manera en la que mira a un lado y a otro para asegurarse de que nadie ha presenciado la transacción. Lleva el puño apretado con fuerza para que no se le escape lo que sea que le haya dado el de los auriculares. Se dirige a toda velocidad a una calle cercana, donde supongo que se meterá en un portal para comprobar que la cantidad y calidad del material adquirido se corresponde con el precio pagado. Casi puedo imaginármelo acurrucado en el hueco de una escalera, salivando por la avidez y el deseo mientras comprueba la mercancía. Tal vez incluso se la inyecte allí mismo, incapaz de esperar hasta llegar a alguna de las narcosalas.

Busco al de los auriculares, pero se ha esfumado.

Me digo que el método es bastante bueno, en realidad. Los chicos apostados a lo largo y ancho de la plaza hacen de señuelo, captando a los posibles clientes y vigilando que no haya patrullas en las inmediaciones. Supongo que también se encargan de detectar a los posibles agentes de paisano que puedan dar al traste con sus precauciones. Cuando tienen una transacción a la vista, envían a los clientes a los chicos que están junto a la escalinata del U-Bahn, que se encargan de anotar el pedido y cobrar.

Si algo nos han enseñado las novelas de Don Winslow y las series como Breaking Bad, Narcos y The Wire es que nunca hay que guardar el dinero y la droga en el mismo lugar. Estos muchachos, o quien esté por encima de ellos organizando el tinglado, deben de ser conscientes de esto y actúan en consecuencia.

Luego está el de los auriculares. Debe de esperar en las inmediaciones con el material, en un piso franco, o puede que en un coche. Cuando recibe un mensaje con la cantidad que tiene que suministrar y puede que una breve descripción del cliente, toma la dosis indicada y sale a cumplir con su parte lo más discretamente posible. No en vano es el elemento más expuesto de la cadena.

Doy un sorbo a mi café, que ya se ha quedado frío. Me digo que si yo he presenciado la venta, cualquiera puede haberlo hecho. La policía debe de tener controlados a estos muchachos, aunque supongo que ellos ya lo saben. Sólo los idiotas creen que la policía no se entera de nada.

Un chico pasa frente a mí y se me queda mirando.

En un primer momento no le doy importancia, pero entonces noto que hay otros tipos en un banco cercano que no me quitan el ojo de encima.

Me termino el café de un trago, mientras me digo que he subestimado a la banda. Debe de ser mucho más numerosa de lo que parece. Docenas de chicos apostados aquí y allá, prestos a desenmascarar a los curiosos y a los posibles testigos. Me siento observado, pero trato de aparentar tranquilidad. Espero ser más convincente que el tipo de las gafas.

"Mientras camino en dirección a mi barrio me pregunto cuál es la mejor manera de incluir lo que acabo de presenciar en mi nueva novela"

Saco mi teléfono y finjo escribir algo. Todavía no han ido a por mí, aunque dudo que lo hagan. No les conviene causar problemas que puedan hacer acudir a las autoridades. No obstante, siguen mirándome con fijeza. Quieren dejarme claro que me han descubierto. Le sostengo la mirada a un par de ellos, que tienen pintado en el rostro la gallardía de quien se sabe respaldado por un buen puñado de colegas. Si hay problemas, seré yo solo contra un maldito ejército.

Dejo pasar varios minutos. Después me pongo en pie y me marcho. Compruebo con disimulo que ninguno de esos muchachos me sigue. Se contentan con seguir observándome desde las improvisadas atalayas desde las que cumplen con su cometido. Me han hecho huir y lo más probable es que se hayan quedado con mi aspecto. Puede que alguno incluso me haya fotografiado sin que me dé cuenta, así que mi rostro circulará por varios grupos de Whatsapp, pero no vale la pena romperse la cabeza por ello.

Mientras camino en dirección a mi barrio me pregunto cuál es la mejor manera de incluir lo que acabo de presenciar en mi nueva novela. Es demasiado tentador como para ignorarlo. Me fascina la profesionalidad con la que esos muchachos acometen su trabajo y sospecho que es un buen punto de partida para una trama que transcurra de forma paralela a la principal.

Sigo pensando en ello cuando paso junto a la colmena. El tipo de blanco anda por allí, apoyado con indolencia en el capó de su Mercedes. Se me queda mirando con curiosidad, como si supiera que algo pasa conmigo pero fuera incapaz de dilucidar de qué se trata.

Lo dejo pensando en ello y vuelvo a casa, ansioso por encontrarme de nuevo frente a mi ordenador para escribir todo esto.

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Benito Olmo

Benito Olmo (Cádiz, 1980) es un escritor exiliado en Frankfurt am Main, a pesar de su nulo dominio del idioma alemán. Ha desempeñado oficios muy diversos, como el de rellenador de saleros, constructor de castillos en el aire, agente secreto y huelebraguetas sin licencia. En otro orden de cosas, es autor de varias novelas. Las últimas son La maniobra de la tortuga (Suma, 2016), La tragedia del girasol (Suma, 2018) y Desajuste de cuentas (Storytel Original, 2019). Ha sido finalista del I Premio Aragón Negro/La Trama, del III Premio Santa Cruz, del Premio Tormo Negro-Masfarné 2019, del I Premio Negra y Mortal y del III Premio Cartagena Negra a la mejor novela publicada en 2018.

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