Manuel Longares viene de Madrid a Madrid (es difícil hallarlo fuera de la partitura de la ciudad), y lo hace caminando, aparte de los kilómetros de Metro que sean necesarios. Le brillan los ojos, sonríe, abre los brazos generoso. Solo se pone muy serio, y baja la voz, cuando el asunto es grave. Al parecer, hace la vida monacal que todo escritor debería. Pero se trata de un secreto que solo conocen los muchos libros que lee y las herramientas de su mesa de trabajo. Rodeados de oscuridad, flotan en su habitación los mundos de sus personajes, festivos y desdichados. Y en un rincón del techo luce, irreductible, una luna rojiblanca.
No hablamos de fútbol pero sí del Atleti. Hablamos de la España que se ha quedado a vivir en el Callejón del Gato. Hablamos de una literatura innegociable, que solo se reivindica a fuerza de trabajo en la palabra, en soledad. De ello resulta la soledad mejor acompañada: la de poder vivir en libros como los que escribe Manuel Longares.
Son libros musicales donde los perdedores y los perdidos tienen canto. El oído absoluto sería en la literatura lo que Cantando bajo la lluvia es al cine, si Gene Kelly y compañía acabaran la película trastabillando en un calabozo.
El oído absoluto es un musical en letra con querencia de zarzuela, como ya lo era Nuestra epopeya, en estructura y construcción. Pero esta capacidad armónica de las frases y los párrafos sustenta todas las novelas y relatos de Manuel Longares. El oído es absoluto pero también la precisión de lo narrado y la inventiva genial de los diálogos. El texto no rellena la música interna, como ocurre en otros narradores; hace, esencialmente, su música. Todo tiene sentido, todo es auténtico. Como dice uno de los personajes de esta novela: “En un estado de intranquilidad, lo verosímil es lo disparatado”.
Leer a Longares es leer triple, al modo en que presumen las mejores destilerías. Por eso se le suele asemejar con grandes maestros como Galdós y Valle Inclán, de los que podría ser una síntesis contemporánea aunque más acostada hacia el Ruedo ibérico. Yo lo veo también como el reinventor literario del cine de Charles Chaplin: en la exactitud de un expresionismo en movimiento, de ritmo acelerado; en la factura poética de las imágenes; en la acción llena de humor irónico; en la empatía con los personajes humildes; en la crítica al poder.
Pero Longares, aunque ame una tradición que conoce muy bien, es único, y apunta, como ya hizo Valle Inclán, a la novela futura.
En estas páginas, cuajadas de vanguardismo, hay una imagen que concentra la vindicación del pasado contra la ignorancia, cómplice del totalitarismo, y como vía de construcción del porvenir: libros escondidos en una caja de caudales, que se desparraman cuando el curioso abre la tapa prohibida.
Con Manuel Longares hay que atreverse: para encontrar lo mejor de uno mismo en la caja torácica y acorazada, lo mejor desconocido hasta el momento de leerle.
“Eso es talento, y lo demás postura”, como dice uno de sus personajes.
Una vez fui Manuel Longares. Una vez me regaló su entrada para un concierto en el Auditorio Nacional. Me acerqué al asiento que el maestro ocupaba en cada una de las citas del abono. Y sentí que no estaba vacío, como en principio parecía. Me senté en él y noté, primero, que me hacía mejor persona; después, cómo mi oído se afinaba. Se me agudizó la vista. Distinguí cada uno de los rostros que iban a interpretar la Pasión según San Mateo de Juan Sebastián Bach. Leí algo en sus mentes, y un diminuto canto en los invisibles latidos, también en el público de la penumbra. La partitura podría estar más allá de la piel de su sonido. Trabajando hacia el oído absoluto, podría descubrir la autenticidad.
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Título: El oído absoluto. Autor: Manuel Longares. Editorial: Galaxia Gutenberg. Edición: Papel y Kindle
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