Hace unos años, casi sin proponérmelo y como consecuencia de la herida de un dolor profundo, de esos dolores que nos citan a solas con lo más íntimo de nosotros mismos, descubrí mi vocación de escribir, y digo “de escribir” y no “de escritor”, por cuestiones de conciencia y anhelo de profundidad. Recuerdo que, en aquel momento escribí un artículo sobre dos filósofos argentinos y a los pocos días, un periódico digital de Córdoba (Andalucía) me invitó a su staff de colaboradores. Cuando al fin observé mi firma en cinco o seis artículos de El Norte de Castilla o cuando cumplida la última navidad, Sánchez Dragó me escribió diciéndome: “aguardo tu artículo como si me lo trajeran los Magos”, algo así como un la menor trémolo y obligante sacudió mi interioridad. Escribir con plazos ordena la vida de los escritores, los hace aflojar las manos, afinar el estilo e ir a la escucha de las cosas de este mundo que está escrito bajo razón de palabra. Desde aquel hito fundacional hasta hoy, la cantidad de artículos se han elevado a un número considerable y me corroe la idea de publicar un libro algún día de estos, un libro que lleve por título El olivo y la ceniza. Las razones del nombre quizás las exponga oportunamente.
El columnismo español, ha sido escuela y expresión de la más alta literatura. Desde Larra hasta Umbral, pasando por Ruano, Camba, Chávez Nogales y Manolo Alcántara; desde Joseph Pla hasta mi amigo vallisoletano José Peláez, pasando por Julio Campmany, De Prada o Raúl del Pozo, las plumas españolas han cabalgado entre periodismo y literatura con la impronta de un lacre personalísimo. Entre los nombres de ese elenco periodístico, apareció un día ante mí, David Gistau. El primer artículo que leí con la firma de Gistau fue “El pajarito de Caillou” e inmediatamente necesité ponerle rostro a esa pluma. Entre las figuras mitológicas de mis retratos interiores, David se me apareció como el amigo que uno siempre quiso tener cuando en el bar, la noche iba poniéndose espesa. Una mixtura entre guitarrista de rock, vikingo y actor de Bonanza. La mano que acaricia a uno hijo y que, al mismo tiempo, se calza un guante de box.
En aquel texto sobre el pajarito de Caillou, Gistau evoca un tema crucial: el descubrimiento de la muerte en la conciencia de su hijo. Un pájaro muere y un hijo que pregunta sobre el sentido del adiós. David se interroga —como nosotros hoy con su ausencia—, ¿cómo se aborda la realidad de la finitud, ese terrible “ya no ser”? La primera reflexión huele a existencialismo sartreano: “Si llega a ser un poco mayor, la conversación habría terminado en un bar, para beber juntos y olvidar la náusea y la ansiedad de la nada que seremos”. Lo cierto es que ese hijo, en esa bahía de silencios interiores que es la adolescencia, comenzaba a ensayar sus primeras respuestas ante el problema de la muerte. El material de esas reflexiones son las pequeñas tragedias cotidianas que, de repente, pintan de seriedad el rostro de ese hijo que va comprendiendo los estragos del tiempo: “[…] cualquier día se me cala una boina, enciende un Gauloises y me escribe un ensayo existencialista”.
El corazón de la columna de Gistau, leída desde nuestro presente, resulta abrumadora. Una daga que se hunde en la carne trémula de nuestra propia contingencia. David cuenta que, durante los primeros meses de vida de su hijo, afectado por las angustias típicas del padre primerizo, se despertaba de madrugada para poner su mano sobre el pecho del niño y asegurarse que respiraba. Ahora su pequeño era quien, merced al descubrimiento de la muerte, despertaba a su padre para constatar que seguía vivo. Gistau firma esta columna en julio del 2014, justo cinco años y medio antes de morir.
La muerte es una barrera infranqueable, una partida sin dejar dirección, un vacío irreductible. La única posibilidad de sortearla (para quien no posee una sólida fe sobrenatural), es aislar ese problema de la conciencia. Claro, no estamos hechos para maquillar el rostro de la nada, tenemos hambre de eternidad: “queremos inmortalidad de bulto, no sombra de inmortalidad” decía el viejo Unamuno, y tenía razón.
En el parágrafo 50 de su eminente obra Ser y Tiempo, el filósofo alemán Martin Heidegger expresa: “La muerte revela la posibilidad más propia, irrespectiva e insuperable. […] La condición de arrojado en la muerte se hace patente en la forma más originaria y penetrante, en la disposición afectiva de la angustia”. El hijo de Gistau no había leído a Heidegger, pero en su vivencia sobre lo infranqueable de la muerte, reivindicaba ese fenómeno tan humano que es la angustia.
Gistau, evocando ese misterio plutarquiano de las Vidas paralelas recuerda que él también, cuando era niño, vivió un episodio similar con su padre. Su padre había matado a un ruiseñor de un escopetazo azaroso. David lo narra así: “Era un animal precioso, un pajarito dandi. Fue tal la pena que el descubrimiento que hice no fue la existencia de la muerte, sino la mortificación por la vida arrebatada”.
Dicen que Enrique Santos Discépolo con apenas nueve años, al volver del entierro de su madre tomó un pañuelo negro y cubrió el globo terráqueo que tenía en su cuarto. Igual que yo, cuando al entrar en esta casa, asumiendo el adiós de mi madre, quise quemar mi biblioteca. Claro, uno comprende con el tiempo, que todas esas voces que moran en los libros, son compañeras de camino, almas hermanas, refugios en tiempos de indigencia.
Gistau, tan íntimamente ligado a mi ciudad de Buenos Aires —venía seguido aquí a enamorar a nuestras rubias—, le enseñó a la nueva generación de periodistas que la endogamia con los políticos de turno es algo repulsivo, que el alma de reportero en diálogo constante con las cosas era algo irrenunciable, que la pose de enfant terrible que suele sobrevenirle al columnista de moda suele ser signo inequívoco de inmadurez.
En 2018 y en el marco de un reportaje oral para El País, Gistau decía “empiezo a tener un peso de la fugacidad, una conciencia de finitud” y agrega: “temo morir prematuramente, faltar en casa demasiado pronto”. David me ha faltado a mí también demasiado pronto, en el Negroni que no he podido beber con él, entre Heidegger y Unamuno, entre su pasión merengue y mi pasión pucelana, entre la vida y la muerte, entre la nada y la fe.
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