La que vive en esta casa es Emilia Landaluce, pero quien abre la puerta es Rosa Belmonte. Después de escribir juntas un libro como Sobre nosotras, sobre nada, lo de menos es cuál de las dos recibe a la prensa. De haber sido otros, u otras, las que se propusieran este ejercicio, habría salido un diario aburrido, empalagoso y prescindible, como los que ya se publican a título individual, pero está claro que Landaluce y Belmonte podrían haber corrido muchos riesgos, excepto ese. ¿Aburrir ellas? Jamás.
¿Sobre qué escriben Belmonte y Landaluce? De su amistad, pero también de las madres de cada una, dos criaturas prodigiosas y casi mitológicas; de la educación que recibieron y en la que un manotón al desobediente o al poco aventajado estaban a la orden del día; hablan de la gordura o de la percepción del propio cuerpo con una ligereza que pasma en tiempos en los que todo es pasto de trauma; y también sobre películas, y música, y telenovelas, y marqueses coprófagos e internados de otro tiempo que convierten cualquier instituto en un oasis.
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—A mí lo de la palabra diálogo no me convence —se adelanta Emilia.
—Todo esto de «poner a dialogar», no sé… suena raro —interrumpe Rosa, sonriendo—. En el libro está explicado. Carmen Martín Gaite hablaba de ser interlocutoras…
—Eso, interlocutoras —remata Landaluce.
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Las dos columnistas más relevantes y subversivas del periodismo actual, Belmonte en ABC y Landaluce en El Mundo, se cuentan a sí mismas con la naturalidad con la que pueden llegar a hacerlo en sus artículos de opinión o con el desparpajo que les concede la tertulia radiofónica, un salero que esta tarde queda impreso en cada respuesta. “Prefiero que me llamen puta en lugar de gorda”, suelta alguna de las dos, o las dos tal vez, al momento de posar para las fotos. Landaluce y Belmonte en estado puro; y que sea lo que Lola Flores quiera.
Sobre nosotras, sobre nada está dividido por temas, pero si algo los une a todos es lo propio, lo íntimo, incluso una idea continua de infancia que sostiene el humor del libro como un hilo bien trenzado que lo sujeta todo. La de Emilia transcurrió entre el colegio Los Rosales, los armarios en los que cotilleaba la toga del abuelo con botones dorados del yugo y las flechas, o, ya adolescente, retenida en el aeropuerto de Fiumicino con una china de hachís en el equipaje de mano, mientras la madre mira perpleja la escena.
Las cuitas de Rosa tienen de todo. Comienza en la parte de atrás de la furgoneta en la que su madre repartía donuts, la misma mujer que antes de morir la conminó a «no tener críos» y que el día de su comunión escandalizó a las monjas con un disco Philips ilustrado con la foto de un negro rezando. «Pero es que entonces no veíamos negros ni en la televisión. Vale, en los telediarios, sí», escribe. Rosa Belmonte no se queda ahí: estruja bien las anécdotas hasta exprimir de ellas la verdad que hoy incomoda, ese tiempo en el que las cosas se hacían y se decían porque sí y a nadie se le ocurría hacer de eso un tema de agravio.
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—Hablan de los hijos, de las madres, del cuerpo… pero sin ápice de reivindicación. ¿Evitaron que fuese un libro femenino?
—Rosa: No creo que en este libro haya usado una manera de escribir distinta a la que uso en una columna. No tengo conciencia de haber escrito de manera diferente. No sé si la forma es más o menos femenina. Es la mía.
—Emilia: Ni Rosa ni yo somos nada identitarias. Si me tengo que describir a mí misma, que soy mujer puede que sea la sexta cosa que diga. Quizá antes me describa como española.
—¿El tema de la madre está desmitificado con respecto al agravio o la victimización? El libro no blande contra la madre.
—E: Yo es que no quiero que me pegue más (risas).
—R: Cuando me topo con ese tipo de persona que escribe sobre lo horrible que fueron sus infancias, me pasa como con Miguel Bosé, que termina por caerte bien Dominguín, que a mí ya me caía bien, por cierto. ¿Pero de qué se quejan? La mayor parte hemos tenido vidas privilegiadas, incluso no siendo privilegiadas aparentemente.
—En este mundo atildado pasáis por el tema de los hijos como los jinetes de Atila, y sin un ápice de complejo.
—R: A mí ni se me pasa por la cabeza algo distinto que pasármelo bien escribiendo. No creo que tenga la razón, no pretendo adoctrinar ni convencer a nadie, ni siquiera que estén de acuerdo o que me hagan caso, yo sólo cuento mis cosas.
—“La educación se proporciona observando a quien merece ser observado”, escribe Rosa. ¿El cine, los periódicos y los libros educan más y mejor?
—R: Cuando veo gente que no sabe coger los cubiertos, no puedo entenderlo. Si eso sale en las películas, en cualquier sitio. No tenían ni siquiera que habértelo enseñado en tu casa. Se trata de fijarte en las cosas.
—¿En esta amistad quién aprende más de la otra?
—E: No es porque Rosa sea mayor que yo, que no es tanto, sino porque realmente es una persona que sabe y tiene una percepción muy amplia de las cosas.
—R: No es verdad. Aprendemos mutuamente, porque yo tengo unas referencias que probablemente ella no tiene por edad, pero además tiene otras referencias: un tipo de cine o de música que en un comienzo no me interesó me ha interesado a partir de su percepción y su punto de vista.
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Rosa Belmonte renunció a estudiar literatura, se matriculó en derecho (descubrió que valía para algo más que la formación profesional, dice) y gracias a eso acabó en Comisiones Obreras de pasante y saludando a Marcelino Camacho. «Si se llegan a enterar las monjas». Fue abogada de oficio y descubrió que escribir en periódicos era mucho más divertido que ir a los juzgados. Emilia, que había estudiado Humanidades, cuenta su metida de pata en las cuentas de resultados del Ibex, el atracón de medio kilo de foie, su insistencia para que Rosa venciera su timidez y le presentara su primer libro y el inicio de una amistad que parece ya un lazo de familia. «Rosa es una Landaluce más», escribe Emilia.
En estos tiempos pacatos, este libro es un bello acto pirómano. Hace reír, enternece, conmueve. Está escrito con ironía, humor, elegancia, sarcasmo. Habría que repartirlo a las puertas de los colegios, porque ambas blasfeman con una gracia que no está al alcance de todos. “El humor no tiene por qué evitar la profundidad. Puedes contra todo con humor, incluso lo más trágico”, explica Rosa en el extremo del sofá blanco en el que ambas conversan … sobre ellas, sobre todo.
—El libro recoge bastante de la cultura popular, desde música hasta melodrama. ¿Es por periodistas o les viene por una sensibilidad previa?
—E: Siempre me han gustado las telenovelas. Esos valores le hablan a todo el mundo. ¿Por qué Planeta y Netflix han comprado los derechos de Corín Tellado? ¡Porque funcionan! Esas series sobre feminicidios o transexuales no funcionan, porque la gente prefiere la telenovela turca a las ficciones más complicadas.
—»El periodismo, el bueno, es muy mal educado», escribe Rosa. ¿Estás de acuerdo, Emilia?
—E: Bueno… yo hago LOC (La Otra Crónica), pero es que, además de eso, he sido muy maleducada.
—¿Por qué?
—E: Le he preguntado a un señor por teléfono si era gay y si se iba a casar…
—R: Si se iba a casar con una mujer —apostilla Rosa.
—E: Eso, con una mujer —asiente Emilia—. Y yo me moría de vergüenza. Creo que el buen periodismo es faltón, pero no ha de ser irrespetuoso cuando lo escribes.
—El libro está escrito con una mirada aparentemente frívola que no llega a ser tal…
—R. Eso también lo hemos hecho las dos, continuamente, en nuestras columnas.
—E: Este es un libro del siglo XX, no del XXI. Yo llegué tarde a Friends y Sexo en Nueva York, y por eso te digo que este libro es del XX. Si hicieran un Sexo en Nueva York del siglo XXI habría un negro, o una persona a la que le hagan bullying. Es un libro del siglo XX en el sentido de que está escrito de esa manera. No está pensado para reivindicar ni para herir sensibilidades. Es inocente en la ofensa.
—Hay anécdotas hilarantes, hiperbólicas, incluso alguna que parece ficción.
—E: Mi mayor suerte es haber nacido en una familia muy graciosa…
—R: Y exagerada…
—E: Si no nos gusta una historia la cambiamos, para entretener. Además, en casa propiciamos que nos pasen cosas divertidas.
—Es un libro muy íntimo, por mucho que exista un humor mordaz.
—R: Ya, pero yo no tengo la conciencia de hacer algo distinto de lo que hago en mis columnas. No he hecho nada especialmente nuevo, alguna cosa ya las habré contado en alguna columna.
—¿Cuál es el texto más emotivo de la otra en el libro?
—E: Pues en el que Rosa me describe a mí. En realidad, yo no me acuerdo de nada de lo que ella cuenta —Landaluce se refiere a su accidente el año pasado— y leerlo me conmovió mucho. También me gustó mucho el de los perros.
—R: A mí me encanta el que escribió sobre mí, porque es inmerecido, emocionante y me pone colorada. Me gustan también los textos de las madres
—El tema perpetuo: periodismo y literatura. ¿Cómo conviven?
—R: No me reconozco como escritora —zanja Rosa—. Soy escritora de periódicos, pero de la misma forma en que es escritora una señora que escribe catálogos publicitarios. Escribir es escribir y, con algún estilo o ninguno, soy escritora de periódicos. En este libro no hago nada distinto de lo que hago en prensa.
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