En su melancólico soneto a un amigo célebre, Borges decía: “Manuel Mujica Lainez, alguna vez tuvimos una patria —¿recuerdas?— y los dos la perdimos”. Valga este epígrafe poético para referirme a un arte bastardo: algunas de las peores películas de la historia del cine pertenecen al subgénero “monstruo congelado despierta”. Nos refiere desde París el articulista Carlos Mutto que ahora esa ciencia ficción puede volverse realidad: eminentes científicos franceses anticipan que los desórdenes climáticos acelerarán el deshielo y liberarán agentes biológicos patógenos de gran contagio y extrema letalidad. Hibernaban los argentinos en el hielo de la luna de miel política y luego en la cuarentena más larga de Occidente: las discordias quedaron cristalizadas, el miedo construyó consensos, la moderación fue ley obligada y muchas críticas se acallaron. Hace tres semanas, cuando Cristina Kirchner visitó la residencia de Olivos y le exigió una radicalización inmediata a su vicario, comenzó la hora del deshielo, y a partir de entonces no vemos otra cosa que ruidosos desprendimientos de ese glaciar y la reaparición, por fin, del monstruo dormido. Parafraseando el famoso cuento más corto del mundo, del guatemalteco Augusto Monterroso: “Cuando desperté, el dinosaurio todavía estaba allí”. Claro, no había desaparecido frente a la catástrofe sanitaria y económica más grande la historia argenta: apenas permanecía agazapado en su siesta, soñando con su regreso de pesadilla. La escalada populista es tan veloz y tan grave, y nuestro encierro nos tiene tan maniatados, que corremos el riesgo de reaccionar cuando ya sea demasiado tarde, cuando solo nos quede lamentarnos y recitarnos entre nosotros los versos de Borges: alguna vez tuvimos una patria —¿recuerdas?— y todos la perdimos.
A la operación de autoamnistía —pergeñada bajo la consigna “ningún peronista debe permanecer preso o encausado bajo un gobierno peronista”— y el copamiento en ciernes de los juzgados y las fiscalías —con militantes de la encantadora asociación partidaria Justicia Legítima—, se añade la persecución judicial de la oposición: el llamado Ministerio del Venganza. También la necesidad de tirarle los muertos del Covid-19 a la breve gestión anterior, para disimular que los multitudinarios ejidos de la miseria crónica fueron una obra maestra del largo monólogo justicialista y para evadir la gran paradoja de la hora: los herederos de Perón deben enfrentar las consecuencias de un sistema que en nombre de los pobres medró y consolidó la pobreza más infame. Cacareando la presencia del Estado heroico, sus barrios marginales están abandonados desde siempre a la mano de Dios; allí el virus no perdona, amenaza convertir las villas en morideros, y los sensibles caciques del Movimiento, que se escudaron en un pobrismo de doble discurso, están hoy aterrados por la responsabilidad política e histórica. Digo de doble discurso, porque mientras alardean “olor a pueblo”, pernoctan en exclusivos barrios privados, suntuosas mansiones, o lujosos departamentos de Puerto Madero y Recoleta. De igual modo, cuando al inefable ministro de Salud —en plena pandemia— lo aqueja una indisposición, no da el ejemplo y recurre a un hospital público, sino que va directamente a uno de los sanatorios privados más caros de la Argentina. Los medios del oficialismo, al publicar la noticia, le cambiaban al Otamendi la palabra “sanatorio” por “hospital”: la feligresía de los fanáticos debe ser contenida.
El deshielo fundió la concordia y reanimó la grieta, que Fernández había prometido sepultar para siempre. El hashtag #EsAhoraAlberto, pergeñado en usinas cristinistas, remarca que la tropa ha recibido el visto bueno para cancelar la paciencia, y para apurar desde el mismísimo palacio al Presidente. El bufón de la reina, un cómico sin gracia que además es un potentado, manifestó la ansiedad que se siente por la lentitud de Fernández y lo intimó a redoblar su gloriosa marcha hacia el chavismo. Sugirió sanción, censura y cárcel para dirigentes políticos, jueces, empresarios y periodistas. “Seamos Venezuela ahora”, propuso. Ya unos días antes, el exvicegobernador bonaerense y ariete de Cristina contra la libertad de prensa, había decretado el fin de la moderación, táctica engañosa con la que ganaron las elecciones, pero a la que estaban ansiosos por traicionar. Un caso que encaja perfectamente en el rubro defraudaciones y estafas. La idea que escuchó Gabriel Mariotto de sus jefes políticos es muy simple: aprovechar el momento, la debilidad ciudadana, para avanzar como una topadora en una estatización en masa y en la creación de un Nuevo Orden. Alberto Fernández, que resulta víctima directa de este apriete público y sabe decodificar quién maneja la marioneta llamada Mariotto, viaja a continuación hacia una de las provincias más pobres y atrasadas del país, y califica como político ejemplar a Gildo Insfrán, que lleva 25 años ininterrumpidos como gobernador y es el más desastroso emperador de la arbitrariedad y el asistencialismo. El modelo no era Finlandia ni Noruega, sino Formosa, pero con literatura progre.
Mientras estos capítulos de una misma trama sucedían, las ciudades se tapizaban con carteles proselitistas donde el Gobierno les avisaba a los ciudadanos de a pie que les estaba pagando un porcentaje de su sueldo. La publicidad aludía al rescate que todos los Estados democráticos están haciendo en esta emergencia, pero insinuaba que prácticamente subsistíamos porque el gran pater de la Casa Rosada nos sostenía con su generoso bolsillo. Advertidos de la obscenidad, prometieron que cambiarían “gobierno” por “Estado” —nociones que el peronismo no ha sabido nunca escindir—, pero el bruto cartel de la esquina de mi casa sigue orgulloso e incólume en su versión original. Y casi de inmediato, un legislador kirchnerista denunció a un economista crítico del déficit fiscal: se había acogido a ese beneficio —en realidad fue su empleador, como tantos otros— y le advirtieron que a partir de ahora no tenía más autoridad moral para fustigar las políticas estatales. Imaginemos un rescate del Estado francés al diario Le Monde, y luego que uno de los ministros de Macron conminara por redes sociales a que esos editores periodísticos suprimieran sus cuestionamientos en agradecimiento por el salvataje. Pero claro, no disfrutamos de una democracia madura; nos caemos de Maduro y estamos en el feudo de Insfrán.
Se calcula que cerca de seis millones de alumnos recibieron a su vez cuadernillos de enseñanza, donde se realiza una apología del primer gobierno peronista y se sablea al colaborativo jefe de la oposición (el alcalde de Buenos Aires), entre otras formas de adoctrinamiento. Y en esa atmósfera, donde ha regresado la lógica amigo-enemigo, se impidió que Sergio Moro, el juez de Lava Jato, pudiera disertar en la Facultad de Derecho, en un triste episodio que recuerda otro: cuando el kirchnerismo hizo todo lo posible para que Mario Vargas Llosa no pudiera presentar su novela en la Feria del Libro. Actos de censura tolerados por fascistas de izquierda y por “almas bellas”.
La lengua presidencial, obligada a calmar el frente interno, se va inflamando del veneno cristinista; la Constitución está en cuarentena y los poderes que deben controlar al Ejecutivo y mantener viva la República, han desertado bajo prescripción médica. Avanza entonces lo que un importante grupo de intelectuales y científicos ha denominado la “infectadura”. Nos asomamos a la ventana y vemos que el dinosaurio sigue allí, y que se va adueñando día a día de la patria en nuestra ausencia.
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Artículo publicado en el diario La Nación de Buenos Aires
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