Otro 8 de noviembre, el de 1929, hace hoy 94 años, el recién inaugurado Museo de Arte Moderno de Nueva York recibe a sus primeros visitantes. En realidad, el MoMA, como será conocido cuando se convierta en una de las principales pinacotecas del mundo, abrió sus puertas un día como el de ayer, el 7 de noviembre de 1929. Pero los asistentes a la jornada inaugural fueron los invitados de sus impulsoras —Abby Aldrich, Lillie P. Bliss y Mary Quinn Sullivan—, tres damas de la élite financiera estadounidense. Auténticas amantes del arte moderno, y perfectamente conscientes de la desafección que el común de los mortales siente por él, han decidido sacarlo de las galerías y demás cenáculos —siempre minoritarios— donde se expone. Hay que llevarlo a las mayorías, al menos al alcance de cuantos lo quieran descubrir y, llegado el caso, admirar. Nada mejor para ello que aportar las obras que atesoraban en sus propias residencias a la primera colección del museo, además de su mecenazgo económico.
Bien es cierto que de las alturas no suelen desprenderse más que mentiras. Pero no lo es menos que la fundación del MoMA obedeció a un auténtico ejercicio filantrópico. Porque al ser humano le enriquecen más cosas que los bienes materiales y la comida no es su único alimento. El arte nutre el espíritu y exalta el corazón.
Así como el Prado —cuyo fondo anterior al siglo XX, cuando se inaugura el MoMA, ya hace del museo madrileño una de las dos mejores pinacotecas de arte figurativo del mundo— obedece a la donación de las colecciones de los reyes de España, el MoMA se debe a las colecciones de las damas ya citadas —entre las que, desde el principio, ya destaca la de la familia Rockefeller— y del resto de los amantes del arte contemporáneo, a quienes se han sabido ganar.
Entre los donantes no faltan empresas. Dada la primera norma del museo —albergar sólo a obras rechazadas en otras salas— resulta chocante que algunas compañías y entidades financieras, por naturaleza dadas a lo tradicional, hayan decidido financiar económicamente la iniciativa. Pero en Estados Unidos, como la patria del dólar que es, la cultura está en manos de la iniciativa privada, que no en las de los políticos que la compran para ponerla al servicio de sus correligionarios y secuaces y, de este modo, manejarla a su antojo.
Pero dejémonos de las miserias que conlleva la corrupción de la cultura por la política y vayamos a la grandeza del MoMA. En sus salas tendrán cabida obras maestras de artistas hoy tan incuestionables como Paul Cézanne —El bañista (1887)—, Vincent Van Gogh —La noche estrellada (1889)—, Picasso —Las señoritas de Avignon (1909), Tres músicos (1921)—, Joan Miró —El cazador / Paisaje catalán (1923)—, Max Ernst —Dos niños amenazados por un ruiseñor (1924)—, Salvador Dalí —La persistencia de la memoria (1931)—. De las primeras vanguardias del siglo XX hasta Andy Warhol —Doble Elvis (1963)—, pasando por Frida Kahlo —Autorretrato con pelo corto (1940)—, en la colección del MoMA está lo mejor del arte de la centuria pasada representado. Allí encontrará su última sala el Guernica (1937) antes de ser devuelto a España en 1981, según el deseo de Picasso.
En el MoMA hay sitio para todas las manifestaciones artísticas del siglo XX posteriores a las vanguardias. Así que tampoco falta la fotografía o las obras maestras del diseño. Actualmente se hace notar el Tetris, el popular videojuego fechado en 1984, llegado mientras el museo se iba agrandando hasta convertirse en uno de los más importantes del mundo en lo que al arte moderno —o «del siglo XX» quizás debamos decir— se refiere.
Sería difícil cuantificar cuántos de sus visitantes han descubierto en sus salas el arte ajeno a la figuración, tal era el deseo de sus fundadoras. Pero que 94 años después sea una visita obligada en el viajero a Nueva York puede darnos una idea. Como también sería difícil valorar el daño que podrían causar aquí esos energúmenos del activismo climático de nuestros días, esos que arremeten contra las obras de arte —pruebas irrefutables de la grandeza de la humanidad en el planeta—, porque el arte no se puede defender de la barbarie de los que buscan su realización personal en el agravio.
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