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El maltratador de libros - Rodrigo Palacios - Zenda
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El maltratador de libros

Así que sigo por donde iba: soy uno de esos monstruos que maltrata libros. Y cuanto más me gustan, más los maltrato. Un libro para mí es una aventura en sí mismo, y espero que el propio libro esté dispuesto a ser parte de ella, a seguirme a todas partes y a sufrir todo tipo...

Lo confieso, aun a riesgo de sufrir represalias. Aun a riesgo de que alguien piense que es una mala idea utilizar la palabra maltratar para el título de este artículo. Lo siento; esta palabra ya existía, antes de que fuera asociada de manera exclusiva a lo que una panda de descerebrados le hace a las mujeres. Me niego a que se quede así para siempre. Quiero contribuir a la liberación de la palabra maltratar, para que no se la maltrate tanto.

Así que sigo por donde iba: soy uno de esos monstruos que maltrata libros. Y cuanto más me gustan, más los maltrato.

Un libro para mí es una aventura en sí mismo, y espero que el propio libro esté dispuesto a ser parte de ella, a seguirme a todas partes y a sufrir todo tipo de calamidades. Los llevo conmigo guardándolos sin ningún respeto en mochilas, bolsas de plástico, maletas, bolsas de tela para ir al campo o a la playa… Mis libros comparten espacio con toda suerte de objetos imaginables, que se rozan con ellos y los arañan, los ensucian, los arrugan y matan sus esquinas. Y no sólo es que no me importe que les ocurra todo eso, sino que siento un especial orgullo al comprobarlo. Porque yo mismo los mancillo cuando los tengo en mis manos. Los abro todo lo que puedo, llevando las páginas hasta el límite de la separación. Cuando son lo bastante finos, llego a abrirlos más allá de los ciento ochenta grados, hasta que las tapas exteriores se tocan, para poder sostenerlos con una sola mano.

"Normalmente, a más esquinas dobladas, más me ha gustado el libro"

Doblo las esquinas de las páginas, las de arriba y las de abajo. Las de arriba para marcar por dónde voy, porque detesto los marca-páginas; me parecen un invento inútil: se resbalan, se pierden, se arrugan, me estorban mientras estoy leyendo, no sé qué hacer con ellos. Interrumpen mi relación con el libro.

Doblo las esquinas de abajo para marcar las páginas en las que he encontrado una frase o un párrafo que merece la pena ser recordado. A veces lo merece por la calidad del texto; otras, simplemente por lo que cuenta.

De esta manera, cuando termino de leer el libro, lo coloco de canto para descubrir cuántas esquinas inferiores están dobladas. Normalmente, a más esquinas dobladas, más me ha gustado el libro. Es entonces cuando cojo un lápiz y empiezo el repaso. Abro el libro por la primera página que está doblada y busco la frase que me llamó la atención. Cuando la encuentro, la subrayo, o escribo un signo en el margen para señalarla. Y no siempre lo hago con lápiz. A veces uso un boli; porque soy así de sádico. Y porque el lápiz, con el tiempo, se borra.

Una vez localizada la frase, me fijo en el número de la página y lo anoto en una de las primeras hojas del libro; una que los impresores hayan dejado en blanco o esté prácticamente vacía, salvo, quizá, por la presencia del título. En ese espacio disponible voy haciendo una lista con los números de página, y al lado de cada uno escribo una pequeña anotación que dé una primera pista de lo que voy a encontrar si acudo a la página en cuestión.

Hago esto para poder regresar al libro. Más adelante. Cuando haya pasado el tiempo suficiente y lo haya olvidado todo. O casi todo. Entonces lo sacaré de la estantería y miraré esa primera hoja con la lista de páginas, y desde ella podré saltar a cada uno de los pasajes que aquel libro me regaló, convirtiendo a esa hoja —en origen seca e insulsa—, en el índice de fotografías de los mejores lugares que visité durante el viaje.

"Maltratar libros es una costumbre que me viene de antiguo. De siempre. Me parece la esencia de lo que es la lectura"

Aunque un buen libro, más que un viaje, es como una relación de pareja. Hay momentos especiales que has compartido con él y que nadie más entiende. Ni siquiera el libro. Ni siquiera, seguramente, el autor. Son tuyos, exclusivamente tuyos, y los recuerdas de modo equivalente a como recuerdas sucesos lejanos en la memoria de la infancia.

Tengo vagos recuerdos del primer libro del que me adueñé; era un cuento infantil de tapas duras y con forma cuadrada. No recuerdo la portada, pero sí una de sus páginas: aparecía un payaso que hacía malabares mientras mantenía el equilibrio sobre una pelota de colores. No recuerdo, tampoco, de qué trataba, pero sí sé que le pedía a mi madre que me lo contara una y otra vez, hasta que llegué a conocer de memoria lo que estaba escrito debajo de cada ilustración. Aunque todavía no supiera leer.

Aquel libro era más que un libro. Estaba siempre conmigo. Lo incluía en todos mis juegos. Lo abría en ángulo recto y lo colocaba de pie, de manera que se convirtiera en la esquina de una casa para mis clics de Playmobil. Lo cerraba y lo colocaba en horizontal para que fuera un barco que navegaba sobre el suelo, entre las alfombras, que eran las islas. Me lo llevaba a la cama para mirarlo antes de dormir. También mancillé algunas de sus hojas con mis lápices de colores, y lo manché de Nocilla mientras merendaba.

Maltratar libros es una costumbre que me viene de antiguo. De siempre. Me parece la esencia de lo que es la lectura.

"Prestar mis libros también me cuesta. No por miedo a lo que les pueda pasar; nadie los va a dejar peor de lo que los dejé yo. Lo que me preocupa es la pérdida"

Se entenderá entonces por qué no me gusta que me presten libros. Es una mala idea. El libro puede acabar por gustarme, y entonces sufriré ante la incapacidad para señalar lo que me vaya gustando. Sufriré ante la conciencia de que no se me permita adueñarme de él.

Prestar mis libros también me cuesta. No por miedo a lo que les pueda pasar; nadie los va a dejar peor de lo que los dejé yo. Lo que me preocupa es la pérdida. Porque mis libros estarán maltrechos, ajados, arrugados, con las páginas más amarillas de lo que pueden llegar a quedar cuando el paso del tiempo haga mella sobre ellos. Pero seguirán teniendo lo que tienen que tener: la historia escrita en su tipografía de imprenta y mi letra ilegible con las notas de lo que alguna vez querré recordar. Por eso son tesoros, de los de verdad: guardados en cofres de madera envejecida y quebrada de arañazos por los cambios de humedad, y conteniendo monedas llenas de muescas y melladuras. Son los accidentes los que les dan valor a las cosas. Sin esas cicatrices, los libros serían todos los mismos, con la misma edad y la misma inexperiencia, como las personas que no le tienen miedo a la rutina.

Se entenderá entonces, también, que muestre cierto recelo hacia los libros digitales. Como idea me parece buena; qué voy a decir. Un libro digital no puede desaparecer, porque tampoco está en ninguna parte. Pero lo que se presenta en la pantalla es un conjunto de letras que ahora son, y ahora no son. Es un reflejo de lo que la memoria de una máquina almacena en algún sitio, pero que no tiene relieve sobre el papel; no tiene un tacto variable ni un grosor variable. No cambia. No envejece. No se inmuta.

"Todas las veces en las que me ha gustado un libro que estaba leyendo en digital he vivido la misma sensación que habría tenido admirando una tarta desde el otro lado de un cristal"

Eso no es un libro, hombre. Eso es otra cosa. Ahí no hay nada que doblar; nada que subrayar. Nada que maltratar llegando casi a romperlo. El libro digital es digital hasta para ser maltratado: a poco que le des mal uso, dejará de funcionar. O funciona o no funciona. El rango de estados intermedios es mucho más limitado.

Todas las veces en las que me ha gustado un libro que estaba leyendo en digital he vivido la misma sensación que habría tenido admirando una tarta desde el otro lado de un cristal: la perfección de su construcción de nata, el brillo de la cobertura de fresa, la redondez de sus bordes… pero sin poder olerla ni tocarla. Una experiencia aséptica y exacta, pero censurada de sensaciones.

El origen de este artículo está en uno de esos aciagos momentos; cuando tuve la suerte de leer la magnífica Anatomía de un instante en soporte digital. El libro de Javier Cercas me enganchó desde el principio, por muchas razones y por ninguna en particular. Nunca había leído nada suyo, así que no conocía esa sinceridad que le caracteriza; esa manera de contar todo lo vivido en sus propias carnes y de humillarse por sus errores, a la vez que comparte con el lector sus mismas disquisiciones sobre lo que les ocurre a los personajes, a los que desmonta y desnuda en el mismo párrafo en el que los encumbra.

"Disfruté de aquel libro como un niño, pero no paré de experimentar la agonía de no tener oportunidad para doblar ninguna esquina"

A mí, que nunca termino de encontrar la mejor manera de decir lo que quiero decir, me abrió los ojos ante su manera de explicarlo todo de una misma vez: lo lejano y lo cercano. Un suceso, y lo que el suceso le transmite al testigo. Disfruté de aquel libro como un niño, pero no paré de experimentar la agonía de no tener oportunidad para doblar ninguna esquina ni de para apuntar en los márgenes. Terminar de leerlo me dejó con un sabor agridulce.

No me he cansado de recomendarlo, pero me he sentido un poco impostor cada vez que lo hacía, porque no creía tener el mismo derecho que tenía a recomendar otros libros que recomiendo porque los conozco bien; porque los he recuperado varias veces de la estantería para releer sus mejores pasajes. Esos libros son referencias; libros a los que vuelvo, para dejar que sus autores me repitan las mismas lecciones, porque si algo me ha enseñado el arte es que una misma enseñanza puede acompañarte a lo largo de toda tu vida y no significar siempre exactamente lo mismo. Por eso es conveniente regresar a ellas; al principio creyendo saber por qué te interesan, y luego creyendo saber que fuiste un ignorante que no terminaba de comprenderlas, para repetir el ciclo una y otra vez, siempre dándote cuenta de que no terminas de entender lo que te están diciendo.

Es por eso que hace algunas semanas que tomé una decisión que no tiene nada de especial: volver a leer el mismo libro. Lo que la convierte en especial es leerlo el papel. Y además lo he comprado de segunda mano, en Iberlibro, esa maravilla de la que poco se habla y a la que hay mucho que agradecer. Y no es que lo haya comprado de segunda mano porque no me quedara otro remedio, es que lo quería de segunda mano para asegurarme de que ese libro ya tuviera rodaje. Ya estuviera maltratado.

Ahora lo maltrataré yo un poco más; ya lo estoy haciendo. Ya estoy marcando sus páginas y adueñándome de él, y haciendo pausas a cada rato para darle la paliza a mi mujer contándole lo mucho que me está gustando y lo mucho que estoy entendiendo por qué me gustó la primera vez, comportándome como el típico niño estúpido que piensa que su libro es más interesante que el de los que están a su lado.

Cuando lo termine —y anote lo que tengo que anotar—, lo guardaré en una estantería y lo miraré de vez en cuando de soslayo, como un triunfo y como si en realidad me estuviera mirando él a mí, y lo rescataré una y mil veces para recordar lo que he apuntado. Y si algún día, por alguna de esas extrañas casualidades me cruzo con Javier Cercas por la calle, le diré lo mismo que me gustaría a mí que me dijera alguien que hubiera leído una de mis historias: “Señor Cercas, puede estar usted orgulloso: he maltratado su libro”.

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Rodrigo Palacios

Rodrigo Palacios (Madrid, 1979) es escritor y guionista. Estudió interpretación, aunque nunca ha trabajado como actor. Ha publicado novelas que van desde el thriller a la fantasía medieval. Su último libro es «La cámara del oro», en el que presenta dos historias paralelas, una en la actualidad y otra en los albores de la Guerra Civil, ambas entrelazadas alrededor de un plan de robo del oro del Banco de España. @rpalacioscom

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