A veces, tras una lectura poco satisfactoria, una se pregunta: ¿a santo de qué se escriben tantas novelas? ¿Realmente era necesario emplear el tiempo en eso y hacer que el lector se arriesgue a perder el suyo? Y la respuesta es que así, a primera vista o primera lectura, por parte de los editores no encontramos más justificación que la económica: hay que defender la industria con mucho publicar, a ver si alguna vez alguien sopla la flauta por casualidad y tumba el patito de la feria. Aunque también hay que buscar los motivos en la ambición, legítima por otra parte, de escritores o que pretenden serlo, empeñados en que el público acceda a obras irrelevantes que no le interesan en absoluto y que además pague por leerlas.
Conclusión: hay libros que, si no aparecieran, nadie echaría de menos. Son una pérdida de tiempo para el lector que intenta leerlos, o que lo consigue, y para el autor o autora que los perpetra. Tiempo perdido, en suma. Y Para morir iguales, como habrán adivinado ya, es uno de esos libros.
La segunda cuestión atañe al oficio. Dando por supuesto que poner una palabra detrás de otra está al alcance de cualquiera, un novelista debería estar ungido por ciertas cualidades digamos especiales, esas que se refieren, entre otras cuestiones, a la capacidad fabuladora, al manejo del lenguaje, a la creación de ambientes y personajes, etc. Que haya asuntos de pluma para los que no todas estas características son imprescindibles (poesía, ensayo, periodismo) y se precise de otras es cosa sabida. Pero una novela es lo que es y, por ello, se puede ser buen, o razonable, o aseado escritor, y al mismo tiempo mal novelista, o viceversa. Nos acordamos de Savater, ameno y brillante en su obra ensayística aunque deficiente narrador; o (el ejemplo que nos viene al pelo) Vázquez Montalbán, eximio columnista, menos eximio autor de la, en mi opinión, prescindible saga del detective Carvalho.
Segunda conclusión (más obvia todavía): leo e invito a leer a mis alumnos y alumnas, y también a mis amistades, solo novelas de buenos novelistas. En otro caso, se trata de tiempo perdido.
A Rafael Reig le seguía el rastro con placer e interés cuando escribía su tira diaria en el periódico Público y sus ingeniosas travesuras en El Cultural. Como editor hay quien lo llama solvente. En su faceta de crítico literario, hay quien lo llama de todo menos bonito, pues sus gracietas machistas so pretexto de campechano, sus filias, fobias, envidias y rencores personales son tan evidentes que suelen borrar cualquier atisbo de objetividad. Y hasta ahí puedo contar. Leí su Manual de literatura para caníbales y me dejó fría (será que soy vegetariana) y me asomé a sus anteriores obras con una prevención que siempre, ay, resultó justificada. Y ahora saca la nueva novela que motiva esta reseña. El astuto lector se hará cargo de lo que me ha gustado, sobre todo a partir del párrafo inicial de la novela, que por cierto, como muestra de estilo, se abre con dos rutilantes leísmos y un discutible signo de puntuación en forma de coma:
«Otros decidieron no entrar a verle, dijeron que preferían recordarle con vida…»
Me juré evitar en esta reseña la palabra mediocre, pero es que no se me ocurre otra. Para morir iguales es un guisillo en plan onanismo autobiográfico a base de los (¡a estas alturas!) apasionantes y originales temas Infancia, Sexo y Transición, con evidente y esperable olor a calcetín masculino sudado, a los que se ha añadido, con extraño criterio culinario, algunos aditamentos al buen tuntún: el asunto de los bebés robados, una parodia de Sherlock Holmes y algunas cosas más. La infancia («En verano también teníamos más oportunidades de encontrar condones en el descampado», pag. 121), el sexo («Las nalgas de Cheluca, inabarcables y punteadas de espinillas rojizas», pag. 273), la Transición («Hay muchos demócratas de toda la vida que son lobos con piel de cordero», pag. 149)… Hay que ser osado para manosear tópicos de lo más sobados y pretender que la cosa resulte, sobre todo cuando el talento para el oficio narrativo, que no para otros, escasea. Aquello de Rilke de que la patria es la infancia, tan sobrevalorado, debería contraponerse con otra cita que seguro alguien acuñó: la vida de un niño y un joven solo le hace gracia al propio interesado, y quizá a su abuela. Ni siquiera a los amigos a los que la editorial va a mandar el libro para que le digan al autor que lo han leído y que muy bien y que escriba otra. Y si la Guerra Civil tuvo su Arturo Barea o Chaves Nogales, tras este intento (uno frustrado más entre cientos) habrá que concluir que la Transición, pese a los miles de libros ya escritos sobre ella, sigue todavía lejos de encontrar su aedo. Y si lo encuentra por orden alfabético, no será, desde luego, en la R de Reig, como tampoco en fácil encontrar al propio Reig en la E de elegante:
«Pensaba en el latido de sus labios vaginales, porque su nariz, como una polla o un chocho, gozaba de bastante autonomía y podía moverse sin contar con la voluntad de su propietaria…» (Pag.125)
El sexo machista y cutre, al estilo del párrafo anterior, impregna de semen rancio toda Para morir iguales («obra culminante de la narrativa de Rafael Reig», insisten sus editores, o él mismo si redactó la solapa), causando un profundo malestar a cualquier lectora que se arriesgue en sus páginas. Apenas consiguen suavizarlo momentos de ingenio, siempre alrededor de la política, donde parece que al autor le cuesta menos trabajo dar con la frase ingeniosa y practicar la reflexión aguda alejándose algo de la caspa habitual (que por cierto también incluye un temerario «mujeres fáciles», pag. 286). Mañas todas ellas inobjetables de columnista graciosillo, en fin, pero en las antípodas de un novelista, que en este caso es de lo que se trata, o trata el autor, o lleva años tratando. Aunque dada su perseverancia (seis novelas publicadas, si no me fallan las cuentas), si lo fuera o fuese, supongo que a estas alturas lo sabríamos.
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