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El ladrón de recuerdos, de Michael Jacobs - Zenda
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El ladrón de recuerdos, de Michael Jacobs

Zenda publica el prólogo de El ladrón de recuerdos (La Línea del Horizonte Ediciones), de Michael Jacobs (Génova, 1952-Londres, 2014). Historiador de arte, escritor, viajero, amante de Andalucía en particular y de España y el mundo iberoamericano en general, fue uno de los grandes escritores de viajes en la larga tradición del género en Inglaterra...

Zenda publica el prólogo de El ladrón de recuerdos (La Línea del Horizonte Ediciones), de Michael Jacobs (Génova, 1952-Londres, 2014). Historiador de arte, escritor, viajero, amante de Andalucía en particular y de España y el mundo iberoamericano en general, fue uno de los grandes escritores de viajes en la larga tradición del género en Inglaterra y un hispanista ferviente, digno discípulo de Gerald Brenan. Se consideraba a sí mismo un «un inglés excéntrico» que llevó a su prosa los mismos elementos con los que había definido a su maestro Norman Lewis (colega y amigo de su padre): «Lucidez, exhaustividad, ausencia de pretenciosidad y una preferencia por la vida vivida al margen de los círculos literarios».

 

PRÓLOGO

EL ESCRITOR RECUERDA

Aun hoy recuerdo los ojos del gran escritor como los vi aquella noche, primero llenos de vida, después por turnos pensativos, vacíos o cansados, mientras los músicos tocaban sin reparar en ello, agasajándolo continuamente con los vallenatos de su juventud caribeña. Por un momento tuve la certeza de que se había quedado dormido. Su cabeza llevaba un rato sin marcar el compás de la música, y sus párpados carnosos parecían bien cerrados. Me quedé sentado a su lado como un acólito tímido y sobrecogido, sudando por el entusiasmo y el calor. Entonces noté que no dormía en absoluto. Tenía los ojos entreabiertos y me clavaba una mirada socarrona, como si se preguntara quién era yo. Por unos instantes, me dio la sensación de haberme vuelto él mismo en su juventud, mientras él se había convertido en un viejo caimán que me miraba adormilado y casi invisible desde la orilla de un río tropical, con los ojos asomando del agua turbia y captándolo todo.

Lo había visto por primera vez la noche anterior. Era enero de 2010, y acababa de empezar un festival literario en la ciudad costera de Cartagena de Indias. Algunos conocidos del circuito internacional de festivales habían entrado en contacto con amplios sectores de la endogámica elite social de Colombia. Todo conato de debate intelectual se había esfumado a la caída de la noche, cuando el colorido pueblo colonial mostraba su alma hedonista en una serie casi ininterrumpida de fiestas. Los juerguistas más curtidos acababan en el Bazurto Social Club, un famoso local nocturno en un barrio lleno de expatriados, prostitutas, turistas con poco dinero y amantes del cutrerío encantador.

Recalé allí un poco antes de medianoche. Los bebedores se desbordaban hasta la calle, como buscando cobijo de los animados ritmos africanos de champeta que palpitaban en la sala interior de techos altos. Entré. Me abrí paso entre bailarines trenzados en abrazos eróticos, dejé atrás a los estudiantes amontonados que bebían cerveza y por fin llegué a la barra. Unos cuantos editores y periodistas jóvenes se habían reunido allí para charlar y beber ron. Uno de ellos, un amigo inglés, me dijo que echara un vistazo al fondo del bar.

—Cuando veas quién vino, no te lo vas a poder creer —dijo con una sonrisa beoda.

Al fondo, entre unas cuantas personas sentadas a una mesa larga, reconocí a un poeta granadino, a su esposa, la novelista de éxito, y a un periodista cultural afincado en Madrid que acababa de publicar un libro de memorias literarias titulado Egos revueltos. A continuación lo vi a él, sentado junto al poeta, pero sin hablar con nadie, totalmente quieto, mirando el aire lleno de humo. El legendario escritor colombiano.

Su bigote era inconfundible, al igual que su tupido cabello rizado y con entradas, sus gafas grandes y oscuras, sus ojos hundidos. Pero nada más ver esa cara casi tan icónica para mí como la del Che Guevara pensé que se trataba, no de quien todos creían, sino de un doble, un impostor, alguien contratado para prestar un toque paródico a aquella velada literaria. Bien podía ser una de esas estatuas vivientes que pasan horas inmóviles para atraer la atención de compradores y turistas. Apenas se movía, haciéndolo solo cuando los inevitables admiradores se acercaban con timidez para pedirle un autógrafo o expresar su devoción. Entonces el brazo se activaba brevemente y una sonrisa seca aparecía en su cara, como si hubieran echado una moneda en un recipiente dispuesto a sus pies.

Bien pensado, su presencia a esas horas en un bar popular poco tenía de sorprendente. Era un hombre del pueblo, amante de los bajos fondos, con el encanto de una estrella del fútbol. Lo más notorio era que por fin hubiera vuelto a Cartagena. Casi se trataba de la reaparición del Mesías. Aunque tenía una casa en el centro colonial, apenas abandonaba su hogar adoptivo en la ciudad de México. Evitaba notoriamente los festivales literarios y no había estado en Cartagena desde 2006, cuando su llegada había causado serios atascos en las calles del casco antiguo. Tenía poco más de ochenta años y había estado gravemente enfermo de cáncer. Yo había oído varios rumores sobre su muerte inminente.

Sin embargo, el hombre sentado en el Bazurto Social Club no daba muestras de mala salud, aunque sí de soledad y desconexión de sus acompañantes. Quizá la enorme fama lo había aislado en su propio mundo, convirtiéndolo en su vejez en lo que habían predicho sus libros: el patriarca otoñal, el coronel a quien nadie le habla, el general en su laberinto, la encarnación de cien años de soledad. En ese momento, mientras lanzaba miradas furtivas al fondo del bar, noté otra cosa. El escritor presentaba un aspecto que yo había advertido a menudo en mis padres ya mayores: una ligera apariencia de enfado y perplejidad, como si deseara que todos cuantos lo rodeaban se largaran, como si hubiera tomado la horrenda conciencia de que no tenía ni idea de quién era esa gente y qué hacía en su compañía. Mi padre había muerto de alzhéimer en 1998, tras perder todo recuerdo de sus dos hijos y de lo que había hecho en su vida. Mi madre, por entonces a pocas semanas de su noventa cumpleaños, padecía demencia senil en estado avanzado.

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Autor: Michael Jacobs. Título: El ladrón de recuerdos. Editorial: La línea del horizonte. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro

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