Un tenue rayo de luna lucha por abrirse paso a través del cielo lanudo para traspasar la ventana de Palacio y lamer las diferentes vasijas que duermen en una estantería de madera carcomida. Los siglos han perdonado a su dueña, pero no a sus utensilios. El polvo se arremolina alrededor de la doble cabeza desportillada de un aribalo, y dentro de este recipiente cerrado la mandrágora grita sin ser escuchada. Junto a esta una calavera antigua, a la que le falta un trozo de mandíbula que usó una vez como katar para maldecir a la enamorada de uno de sus amantes, custodia con su mirada un kernos de alabastro que aún guarda los ungüentos del último sacrificio. En el siguiente estante antiguas telas de araña arropan lecitos que atesoran extractos oleosos de belladona, opio, cicuta y acónito. Sobre la mesa aún verdean las plantas recogidas en el bosque por la mañana: artemisia, romero, diente de león, menta, eléboro… Al otro lado de la estancia, en una gran mesa de trabajo, dispuestos ordenadamente y señalado su contenido con pequeñas tablillas de madera escritas en griego, se encuentran las vasijas que contienen cardamomo, mirra, lavanda, ajo, ramas y hojas de almendro, tomillo, milenrama, caledonia y otras tantas plantas de nombres impronunciables que solo crecen en estas latitudes. Sobre la mesa se mezclan cuernos de animales, huesos humanos, los restos de algún navío hundido, la piel de ranas que fueron despellejadas y hervidas vivas para preparar alguna poción de transmutación, con hidrias repletas de líquidos viscosos.
Un caldero de patas anchas burbujea en la lumbre, y el vapor verdoso se tambalea movido por el aire caliente que llega desde el mar y esparce su nauseabundo olor por la estancia. Hoy es un día especial, nada más y nada menos que el trece del mes de agosto, y Circe, asomada a la ventana con los brazos levantados y sus palmas hacia el cielo, intenta conectar con la luna y las estrellas. Lleva esperando todo el ciclo lunar que llegue el día, el día de su maestra, el día dedicado al culto de la diosa Hécate, el día que sus poderes se multiplican y Circe tiene la posibilidad de crear las pociones más poderosas que usará durante todo el año.
Aunque vive en una isla alejada de la humanidad, a la que detesta, desde que, siendo joven, aprendió a base de decepciones que no se podía confiar en ella, no le faltan seres humanos con los que practicar sus conjuros. Suelen ser marineros cuyos navíos se encallan en sus costas y llegan a su isla desesperados y pidiendo ayuda.
El Palacio, que por sus grandes piedras de roca labrada parece haber sido construido por los mismos Cíclopes, se erige en el corazón de la isla. El bosque lo cubre con la frondosidad de sus álamos de troncos grisáceos, sus altos cipreses y sus pinos cargados de piñas. Lo custodian cientos de animales salvajes, animales que en otras circunstancias causarían pavor por su fiereza. Sin embargo, los leones, osos, zorros, cuervos, serpientes, jaguares, lobos y jabalíes muestran una docilidad extraordinaria. También hay una cantidad ingente de cerdos, que no se multiplican de forma natural y sirven para dar de comer a los marineros extraviados. Estos náufragos suelen llegar allí muertos de hambre y de miedo, momento que aprovecha Circe para ofrecer sus banquetes envenenados.
Llega la hora del sacrificio, la luna llena se muestra enorme, está en su perigeo. Y Circe eleva su voz, suena profunda y metálica, como si saliese del mismísimo Hades.
—Ven, infernal, terrestre y celeste triforme Bombón, diosa de los trivios, guiadora de la luz, reina de la noche, enemiga del sol, amiga y compañera de las tinieblas; tú, que te alegras con el ladrido de los perros y con la sangre derramada, y andas errante en la oscuridad cerca de los sepulcros, sedienta de sangre, terror de los mortales, Gorgón, Mormon, luna de mil formas, ampara mi sacrificio.
Toma un cuchillo cuyo mango ha sido fabricado con tejo, madera consagrada a la diosa, y con magistral arte traspasa el corazón de un negro gallo, animal tótem de Hermes, otro de los dioses al que debe obediencia y que la asiste en conjuros y sacrificios, pero olvida algo: su plegaria. Vierte la sangre caliente en el caldero, que comienza a derramarse hasta apagar el fuego. En ese preciso momento los aullidos de los perros la sacan de su trance.
—Ya está. El conjuro ha terminado. Esta es una gran poción.
Se da cuenta que en este momento no tiene rehenes con quien usarla, así que decide volver a alzar sus plegarias a la diosa, esta vez pidiendo que la luna atraiga a sus costas algún navío. Está ansiosa por ver sus efectos, aunque sabe que la pócima transformará a quien la ingiera en el animal que lleva en su corazón. Los cobardes se transformarán en ratones, los valientes en leones, los que tengan fortaleza en su alma en osos, los nobles en caballos, los tramperos en zorros, los comilones en ardillas y así cada cual. La potencia de esta nueva poción no radica en el poder de transformación, sino en el tiempo: se supone que será instantánea y no tendrá que asistir al doloroso y lento proceso de transmutación cuando se ingieren los venenos.
Pasa la noche mirando hacia el horizonte con la esperanza de que una vela rompa la barrera entre el mar y el cielo. Justo al amanecer sus plegarias son escuchadas. Se apresura en preparar las viandas para el banquete: frutas, pan, pistachos, carnes y pescados son aderezados con el líquido verdoso del caldero. No envenena el vino, sabiendo que es lo primero que beben y los hombres pueden descubrir su trampa y huir. Antes de que lleguen a la isla, sus monstruos marinos se han encargado de dejarlos hambrientos, sedientos y exhaustos.
Las horas pasan para la diosa como un suspiro y llega el momento en el que Helios, el dios del sol, conduce a sus caballos al establo para que descansen hasta el día siguiente, cuando ve al primer marinero aparecer por la senda que va de la playa al Palacio. Tras él otros se arrastran. El banquete está dispuesto, los animales los rodean, se han dado cuenta de que son mansos y les han perdido el miedo. Circe baja las escaleras y se presenta majestuosa a las puertas de Palacio.
—Bienvenidos extranjeros a mi Palacio. Mi nombre es Circe, dueña y señora de esta isla, Eea.
Los hombres se arrodillan ante la majestuosidad de la mujer.
—Nuestro barco ha encallado cerca de sus costas y se ha quebrado la proa. Llegamos a vos como náufragos, perdidos y hambrientos. Y le pedimos que se atenga a las normas del hospedaje, que todos los griegos respetamos. —dice un tal Euríloco, el que parece llevar la voz cantante del grupo.
—Así sea. Es tradición ofrecer auxilio y hospedaje al que está perdido. Levantaos y pasad a mi palacio. He preparado un banquete y os invito a que aplaquéis vuestra sed —dice Circe, mientras le ofrece al hombre una crátera con vino aguado.
Euríloco apaga su sed sentado en una esquina de la sala de banquetes, a donde Circe los ha hecho pasar. No come nada, tiene las tripas sueltas y prefiere calmarlas con vino. Mira cómo sus compañeros devoran las viandas de la mesa con fruición. Se percata de cómo Circe se acerca al primer hombre, mientras los demás están concentrados en la comida, lo toca con su varita y este instantáneamente se convierte en cerdo. Euríloco abre los ojos de par en par, ninguno de los demás se ha percatado del asunto, decide esperar, pues piensa que ha sido un efecto del vino. Circe se dirige al segundo y repite la operación. Euríloco se escabulle sin que nadie se percate y huye.
Otro que se convierte en cerdo, y ya van cinco —piensa Circe—. Estoy segura de que todos estos se transformarán en lo mismo, pues llevan en su negro corazón la guerra y la muerte. No ha tardado más de tres minutos en convertir a los treinta hombres en cerdos, y piensa que ya están todos, pero se equivoca…
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