Un veterano de la Segunda Guerra Mundial, que ha perdido un brazo en una batalla, llega un día a un diminuto pueblo detenido en el tiempo y en medio de una planicie desértica, y ante la mirada recelosa de sus habitantes comienza a preguntar por Komako, un granjero japonés que solía tener una finca en los alrededores. Las preguntas provocan creciente inquietud, y el clima se va volviendo espeso. Finalmente, el forastero descubre que la granja en cuestión fue incendiada hace mucho, y se dedica a interrogar con más insistencia y agudeza a cada lugareño en busca de una respuesta: ¿qué pasó y dónde está Komako? El clima se va enrareciendo y se nota de inmediato que todos conocen una verdad indecible y que deben cerrarse sobre ella a cualquier precio para que no salga a la luz. A medida que avanza la película de John Sturges —director magnífico, aunque irregular—, la violencia pasa de ser latente a ser verbal y finalmente física. El forastero se defiende con inesperada habilidad y sobrevive a los hostigamientos; por último, se revela lo que todos intentaban ocultar: para vengar Pearl Harbor, los habitantes en horda habían asesinado a Komako, sin saber en verdad que su hijo único luchaba en el ejército norteamericano. El veterano había arribado precisamente al pueblo para entregarle al granjero la medalla póstuma que había recibido su hijo por el valor en combate. El manco había sido su jefe en la trinchera. La omertá de ese poblado se quiebra cuando el más débil confiesa en un susurro: “Estábamos borrachos. Ebrios de patriotismo”.
Cualquier argentino de mi generación o incluso de la anterior habrá visto varias veces Conspiración de silencio, donde se lucía con traje y sombrero negros Spencer Tracy, que ganó el premio al mejor actor en Cannes: solían darla cada tanto en las tardes inolvidables de Sábados de Cine de Súper Acción. Se pueden rastrear naturalmente en la prehistoria cinematográfica inquietantes complots sociales en pequeños pueblos, secretos ocultos por la voluntad y la complicidad colectivas, y de hecho esa clase de relatos con sus variantes modernas llega hasta nuestros días y hace furor en Netflix, pero aquel filme de Sturges significó un verdadero hito, y no pocos ensayistas de la cinefilia señalan que debajo de su dosificado suspenso yace una denuncia contra el nacionalismo y los caciques de grupo que, con su uso y carisma, proveen una coartada moral, dirigen a la manada a cualquier insensatez y la persuaden luego de cerrar la boca. La película recrea ese clima de tensión que suele formarse cuando una tragedia, un drama inconfesable, un crimen se instala en el centro de una sociedad, pero se sustrae de la conversación diaria (de eso no se habla), y cómo fermenta esa suerte de enfermedad invisible en cada uno de los guardianes del silencio.
Comprenderán que me resuene esta película de mi infancia al pensar en la corrupción kirchnerista, que no acaba sino que comienza en la causa Vialidad y que tiene, se pruebe judicialmente o no, dimensiones océanicas y nunca vistas en la historia argentina. Es mucho más que un secreto a gritos. Ya no es siquiera secreto para casi nadie que tenga dos dedos de frente, en la política y la ciudadanía de a pie; otra cosa es que los tribunales puedan penalizar a los distintos responsables de ese latrocinio. Lo interesante es que entre los fanáticos del núcleo duro hay muchos impermeables a la multitud de indicios, testimonios, documentos y pruebas, pero también conviven con ellos dirigentes y militantes lúcidos que saben lo que sabemos todos, aunque lo nieguen por conveniencia. Su argumentación interna se presenta, aunque parezca mentira, también como “heroica”: los conservadores y los liberales cuentan para financiarse con fondos privados de las grandes corporaciones; los sectores “nacionales y populares” no acceden a esa posibilidad y por lo tanto deben procurarse el dinero por otros medios: cobrándoles el “impuesto revolucionario” (coimas) a las empresas con negocios en el Estado y direccionando obras y otorgando facilitades para amigos que puedan constituirse en la “burguesía nacional”. Para ser parte del “poder permanente” es necesario tener poderío económico, y la única manera es crear esa riqueza desde las palancas del gobierno. “¿Por qué dicen que le robamos al pueblo? —se defienden en la intimidad—. En todo caso, le sacamos negocios y dinero a compañías privadas para equilibrar los tantos y para seguir jugando este juego a favor precisamente del pueblo. Si algunas obras quedaron sin hacer o se hicieron mal, son accidentes menores. No nos vamos a rasgar las vestiduras. Y no nos pongamos en exquisitos; el peronismo es brocha gorda”. Robar para la revolución, robar para la corona, robar para el proyecto… no es robar. Y en todo caso es menos cruento que los secuestros y los atracos a bancos y extorsiones que operaba la Orga de los 70 en su fase armada. Néstor Kirchner formuló un axioma —se necesita plata para hacer política— que fue recibido como una legitimación del mecanismo y en cierta medida como una orden indirecta. Una cosa se vincula con la otra, puesto que tanto estas justificaciones como la adoración acrítica de los métodos “épicos” de la “juventud maravillosa” se murmuran puertas adentro, pero se niegan puertas afuera porque son piantavotos. Todo se llevó a cabo, en realidad, con racionalidad pura o en todo caso con “ebriedad patriótica” y siguiendo la inspiración de los grandes caciques, y luego se tiende sobre ello un conveniente manto de silencio: el vulgo no está preparado para comprender. A quien llega y comienza a interrogar sobre lo ocultado, sobre la gangrena muda que se intenta escamotear pero que devora los nervios de los conspiradores, hay que hacerle la vida imposible y echarlo del pueblo.
Otro punto ciego, otro pecado impronunciable (no hay que ser nunca “funcional a la derecha”) que hierve y se pudre en la oscuridad, y corroe el alma del grupo, es la evidencia de que las fórmulas que alguna vez construyeron su identidad ya no funcionan, que repetirlas ciegamente es por lo tanto un signo de necedad e impotencia y que sería necesario lo más delicado: hacer una autocrítica profunda, admitir los errores y modificar los procedimientos. Si algo probó definitivamente el cuarto gobierno kirchnerista fue que ya no hay populismo posible sin disciplina fiscal y con destrucción de la moneda; que “vivir con lo nuestro” a esta altura del siglo XXI es un verdadero dislate, que espantar las inversiones y enconarse contra la clase media, son políticas suicidas. Y que con una inflación al 100% la carrera de precios y salarios, o la presión policial sobre los comerciantes y los importadores, son medidas vanas, recesivas e inflacionarias, y que su repetición resulta un sádico ensañamiento terapéutico. Ese modelo está muerto y enterrado, y cuando alguien baja del tren y lo señala, es atacado con furia por cipayo o “neoliberal”. Ya ni la nueva izquierda latinoamericana, que busca superar la etapa del desastre chavista, sostiene esas supersticiones económicas: ni Lula ni Boric, ni Evo Morales ni López Obrador tragan ese vidrio, que devastó a Venezuela y hundió a la Argentina.
Aludimos aquí a los dos factores que más daño le hicieron al propio kirchnerismo. La venalidad —un inexcusable escándalo de Estado— y las pifiadas de un sistema económico obsoleto —la “ideología” que los trajo a ellos mismos hasta esta hecatombe— deben negarse como se niega una infidelidad o un crimen; deben cerrarse sobre esos temas a cualquier precio para que la verdad no salga a la luz. Y patrullar esta planicie desértica en que se ha transformado la patria, y agredir a cualquiera que haga preguntas inconvenientes o lance críticas certeras. Pero como en Conspiración de silencio la procesión va por dentro, y todos saben que las cosas fueron mal hechas y que tarde o temprano deberán asumirlo y cambiar para seguir sobreviviendo.
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*Artículo publicado en el diario La Nación de Buenos Aires
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