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El Joker de Ledger, ese sublime genio maligno - Zenda
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El Joker de Ledger, ese sublime genio maligno

La celebridad merecida y la admiración desaforada hacia la figura de Nolan se remontan a la ya legendaria trilogía de Batman, donde un fornido y musculoso Christian Bale daba vida al renombrado héroe de los cómics de DC. Esta mítica trilogía, compuesta por Batman Begins, The Dark Knight yThe Dark Knight Rises probablemente constituya una...

No soy un devoto feligrés de la parroquia liderada por Cristopher Nolan, uno de los cineastas más célebres, prominentes y aclamados unánimemente por crítica y público contemporáneos. Mis películas preferidas de su ya vasta filmografía se encuentran precisamente entre aquellas más modestas, sencillas y austeras, tales como Memento o Insomnia. Estos iniciales largometrajes ya auspiciaban la poderosa y contundente irrupción de un vigoroso cineasta, sobrio y talentoso. ¡Cómo olvidar esa lúgubre e inclemente desmemoria que atenazaba a un cariacontecido Guy Pearce!; ¡cómo preterir esa gloriosa y memorable incursión por los espeluznantes espectros del protervo insomnio de la mano de un Al Pacino sencilla y llanamente prodigioso!

La celebridad merecida y la admiración desaforada hacia la figura de Nolan se remontan a la ya legendaria trilogía de Batman, donde un fornido y musculoso Christian Bale daba vida al renombrado héroe de los cómics de DC. Esta mítica trilogía, compuesta por Batman Begins, The Dark Knight yThe Dark Knight Rises probablemente constituya una de las mejores y más excepcionales propuestas surgidas del sobreexplotado cine de súper-héroes. Solo desde la intolerancia, el fanatismo y la cerrazón ideológica se puede censurar y execrar esta renombrada triada artística. Dicho lo cual, y centrándonos en el tema que vamos a abordar en estas breves líneas, resulta meridianamente claro que si por algún motivo merece figurar en las enciclopedias de la Historia del Cine esta ilustre trilogía es por la interpretación que del malévolo Joker hizo un joven de 27 años llamado Heath Ledger.

Nos hallamos, en mi modesta opinión, ante una de las encarnaciones más soberbias, pasmosas, fascinantes, cautivadoras, encomiables y cuantos adjetivos positivos se hallen en la prolija lengua del Imperio, por retomar la definición inspirada que del español hizo nuestro venerable Antonio de Nebrija allá por el lejano annus mirabilis de 1492. Nos referimos, qué duda cabe, a la segunda de las cintas que integran la susodicha trilogía, El Caballero Oscuro, en la que Batman se veía obligado a dedicar ímprobos y denodados esfuerzos para tratar de debelar al falaz, taimado y maquiavélico Joker, ese sublime genio maligno que pretende instaurar la anarquía, el caos, el desorden y el apocalipsis en una sombría, delicuescente y proterva Gotham.

"El Joker no actúa movido por una motivación clara, por un objetivo definido, por una meta o un ideal que alcanzar, su propósito no es otro que desconcertar y confundir a todo el mundo"

Un sucinto repaso a las escenas en las que aparece el Joker de Ledger sería motivo más que suficiente para justificar la tesis principal de este texto. A saber: Heath Ledger, con su incomparable representación, una de las más sublimes de toda la historia del cine, se coloca a la altura de colosos de la interpretación como Anthony Hopkins, Daniel Day-Lewis, Denzel Washington o Matthew McConaughey. No obstante, como aquí de lo que se trata es de dar razones y de exponer fundamentos, vamos a tratar de argumentar dicha aseveración. En primer lugar, creo necesario aclarar por qué hemos optado por el título que encabeza este artículo, El Joker de Ledger, ese sublime genio maligno. Como escribió el eximio filósofo Bertrand Russell en su modélica Historia de la filosofía occidental, René Descartes puede ser considerado, con absoluta justicia, el padre del pensamiento moderno. Dicho filósofo racionalista se propuso hallar el fundamento prístino del método que asegurase una correcta investigación en todas las ramas de las ciencias. Ese sustento lo encontró Descartes en su célebre apotegma «cogito ergo sum», «pienso, luego soy» (más bien sería, como atisbó el siempre agudo Unamuno en El sentimiento trágico de la vida, «soy, luego pienso». No obstante, vamos a obliterar las sesudas reflexiones sobre el núcleo de la filosofía cartesiana). Lo que nos interesa de dichas cogitaciones filosóficas es la figura del genio maligno, quien, a juicio de Descartes, nos lleva a dudar de todo. Esta especie de vestiglo vesánico del pensamiento dinamita todas y cada una de nuestras convicciones y certezas. Nos hace desconfiar de todo, de nuestras aparentes verdades apodícticas, de los juicios matemáticos y hasta de las proposiciones de la lógica. Sintetizando, este perverso genio difumina la lábil y delgada línea que separa la verdad de la mera apariencia. Tan solo poseemos, pues, una verdad indubitable: pensamos y existimos porque, de no ser así, no podríamos dudar. Pues bien, el Joker de Heath Ledger, a mi juicio, vendría a transmutarse en una especie de genio maligno que mantiene embaucado a todo el mundo, tanto a los protagonistas de la película como a los propios espectadores que hemos quedado arrobados y confundidos con su icónico personaje. Recuerde usted, abnegado y estimado lector, la secuencia inicial de The Dark Knight, muy deudora, por cierto, del trepidante y frenético estilo que imprimió Michael Mann a las escenas de acción entre De Niro y Pacino en su famosa y nada desdeñable película Heat, de 1995. Una banda de malhechores, ataviados con una peculiar indumentaria, se dispone a atracar un banco aparentemente inexpugnable en el que la mafia de la ciudad deposita sus pingües rentas económicas. Para asombro de todos, esta suerte de payasos-atracadores se van eliminando uno a uno a fin de no tener que repartirse entre ellos tan sustancioso botín. Al final, únicamente queda un bufón con el rostro cubierto: el Joker de Ledger, un genio malvado que no solo ha engañado vil y arteramente a sus correligionarios, sino que también se ha burlado mordazmente de nosotros, los asombrados espectadores. Este tipo, el Joker, no actúa movido por una motivación clara, por un objetivo definido, por una meta o un ideal que alcanzar, su propósito no es otro que desconcertar y confundir a todo el mundo; devastar, incendiar y asolar la ciudad de Gotham, como en el pasado hicieran los romanos de Escipión Emiliano con la derrotada Cartago. El Joker es el adalid de la anarquía, el desconcierto, el sindiós y el caos; un verdadero pirómano que se ajusta a la frase erradamente atribuida a Maquiavelo, con la que el diplomático, político y filósofo florentino zanjaba aquello de que el fin justifica los medios.

"La encarnación de Ledger está claramente inspirada en la de Anthony Hopkins, personajes aparentemente enajenados y delirantes"

Todas las apariciones del Joker en pantalla engrandecen la película, la subliman hasta alcanzar unas cotas de excelsitud insólitas en el resto de la filmografía de Nolan. Cuando Ledger irrumpe en la escena, la cámara de este director gana sobriedad, esteticismo y sabiduría cinematográfica, hasta el punto de que el actor controla y domina la película, se impone sobre el resto ejerciendo un poder omnímodo sobre el metraje realmente pasmoso e irrepetible. No es esta una cuestión baladí, por cierto, pues basta echar un vistazo a la pléyade de actores y actrices que integraban ese admirable elenco: Christian Bale, Morgan Freeman, Gary Oldman, Maggie Gyllenhaal, Aaron Eckhart y Michael Caine, entre otras grandes estrellas de la interpretación. Sin duda, la escena en la que mejor se simboliza esa alegoría que hemos establecido entre el Joker de Ledger y el genio maligno cartesiano, es el legendario interrogatorio entre Batman y el Joker en el interior de una desasosegante y estremecedora comisaría de policía. Al estilo del alevoso y dantesco John Doe de Se7en —imperial Kevin Spacey—, el Joker ejerce el control, ha ganado la partida, se ha impuesto victoriosamente a sus contrincantes. Batman carece de recursos con que amenazarlo y tendrá que someterse a su infame treta para así poder salvar la vida del fiscal Harvey ‘Dos Caras’ Dent y de Rachel Dawes, capturados ambos por los esbirros infiltrados en la policía que controla el Joker. En esta escena inolvidable, Ledger se sitúa a la altura del Hannibal Lecter de Anthony Hopkins, otro protervo genio cuyo objetivo era engañar a todo el mundo, escapar de la cárcel y retornar a los deleites culinarios de la apetitosa carne fresca. En efecto, la encarnación de Ledger está claramente inspirada en la de Hopkins, personajes aparentemente enajenados y delirantes, pero que, a medida en que uno profundiza en su enrevesada y compleja psicología, se tornan auténticos locos racionales. Como previno Rüdiger Safranski en su ineludible ensayo El mal o el drama de la libertad, no hay mal más peligroso que el encarnado por los locos racionales. Basta repasar las acciones inmorales escasamente respetables de los grandes tiranos y déspotas que han desfilado a lo largo y ancho de las numerosas páginas de la Historia Universal. Si el paciente lector así me lo permite, podemos trazar otro evidente paralelismo entre el Joker de Ledger y el Tyler Durden de un hipnótico Brad Pitt en Fight Club. Allí, Durden era el inconsciente idealizado del Narrador —impecable Edward Norton—, un tipo que se dedica a dinamitar los alevosos cimientos de la maquinaria capitalista poniendo en funcionamiento sus particulares clubes de la lucha por todo el orbe.

Tanto en el caso del Joker como de Durden, nos hallamos ante dos caracteres que desbordan el ámbito estrictamente cinematográfico y se convierten en líderes carismáticos de auténticos manifiestos ideológicos nihilistas-anarquistas. De ahí su carácter sublime. Kant fue el primer filósofo que dedicó voluminosas e intrincadas páginas a la reflexión sobre la naturaleza de lo sublime en su ineluctable Crítica del juicio. En ella, en una síntesis tal vez excesiva, el solterón de Königsberg (así se refería a él el ingenioso e ilustre Miguel de Unamuno, un auténtico cachondo nuestro ínclito rector), definía lo sublime como aquello que escapa y trasciende nuestra propia sensibilidad. Pues bien, vamos a intentar nosotros una definición de lo sublime aplicada al cine: estos personajes, el Joker de Ledger, el Hannibal Lecter de Hopkins o, incluso, el Kurtz del ciclópeo Brando de Apocalypse Now, son ídolos sublimes porque desbordan el medio estrictamente cinematográfico hasta convertirse en auténticos númenes con los que el espectador queda religado hasta el fin de los tiempos. Por tanto, la discusión sobre qué película de Batman es mejor queda rápidamente zanjada: El Caballero Oscuro se alza justamente victoriosa por encima del resto porque ninguna de las otras incorpora al Joker de Ledger. Larga vida, pues, a las interpretaciones imposibles, multiformes, indómitas y deíficas que se apoderan del cine, porque, conviene no olvidarlo, los grandes actores también pueden llegar a ser grandes cineastas.

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José Antonio García López

Graduado en Historia y estudiante de Filosofía en la Universidad de Murcia. Lector voraz y cinéfago insomne.

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