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¿El infierno? Una vez escuché esa palabra; no recuerdo dónde - Élmer Mendoza - Zenda
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¿El infierno? Una vez escuché esa palabra; no recuerdo dónde

El escritor mexicano Élmer Mendoza (Balas de plata, Besar al detective, La cuarta pregunta) tiene nueva novela. Zenda reproduce para sus lectores un capítulo del próximo libro del creador del detective Edgar el Zurdo Mendieta. ¿Qué hacer?, ¿dormir en un hotel, ir con su primo a quien le encargó la casa o cortar los alambres?...

El escritor mexicano Élmer Mendoza (Balas de plata, Besar al detective, La cuarta pregunta) tiene nueva novela. Zenda reproduce para sus lectores un capítulo del próximo libro del creador del detective Edgar el Zurdo Mendieta.

Llega. La edificación está rodeada por un cerco de alambres de púas, árboles, yerbas y oscura como todo domicilio abandonado. Ulán Bator experimenta una emoción desconocida, como si no quisiera estar allí, en su pueblo, su casa, sus tierras; como si hubiera cometido un error al regresar. ¿Qué será de su primo Yokna Faro? Ya lo buscará. No tiene problemas de dinero pero en cuanto pueda le pedirá lo que acordaron por la renta de sus tierras. Impasible come una barra proteica y bebe el resto de una bebida energética; luego baja de su troca con una lámpara de mano. No hay alumbrado público o no sirve. La luz de su celular, no le gusta. Divisa la vivienda de su primo que en la oscuridad se vislumbra como la última vez: grande e iluminada lo necesario, con la añeja ceiba al lado. Los alambres, tres líneas, son viejos; el cerco seguramente funcionó para impedir el paso de animales.

¿Qué hacer?, ¿dormir en un hotel, ir con su primo a quien le encargó la casa o cortar los alambres? Como hay distancia suficiente entre los postes para que entre la camioneta, opta por la tercera. De una pequeña caja de herramientas saca unas pinzas que sirven para el caso. Batalla en algo que generalmente no le costaba hacer. Se esfuerza y lo consigue. Quita las líneas rotas, sube a la troca, avanza sobre las yerbas y la estaciona lo más cerca posible de la puerta de entrada. Con la luz del vehículo nota que está bastante deteriorada la pintura. El portal de madera blanca se ve ennegrecido y roto. Los años se le notan a cualquiera. Sólo lleva una mochila de equipaje, la toma del asiento del copiloto y baja. Luego regresará por las cajas del equipo de cómputo y los libros. Sube dos escalones que se quejan bajo sus botas y está en el portal. Algunas enredaderas lo han invadido. Huele a vegetación y desamparo.

"¿Sale o se queda? No sabe. Su corazón se acelera. Su padre, ¿dirá algo?, ¿se moverá? Cada segundo le parece más sólido sobre la silla"

De una pequeña bolsa de cuero donde guarda tres llaves, toma la más grande que es la de la vieja puerta de madera. Es larga, electrónicamente activa. Abre, empuja con cuidado. Está pegada y rechina. Usa su lámpara de mano y encuentra que la sala está atascada de telarañas. Son blancas y oscuras. Algunas han invadido el piso. Ilumina el resto y toda la estancia se halla igual. Sonríe. También tengo ganas de verte, amigo. Con cuidado desprende algunas. Suaves. El aroma a encerrado y añejo es intenso. Regresa por las cajas y las coloca en el piso, al lado de la puerta. Cierra y con cautela camina por el pasillo que conduce a su habitación que es la que da a la calle. Con otra llave que extrae de la misma bolsita, la abre, ilumina y está libre de telarañas. Deja su mochila sobre la cama y mete las cajas. Cierra. Es cuando descubre a un hombre sentado en su mecedora de cuero. Gulp. Es casi transparente pero reconoce a su progenitor. Siente un profundo escalofrío. Se paraliza. ¿Sale o se queda? No sabe. Su corazón se acelera. Su padre, ¿dirá algo?, ¿se moverá? Cada segundo le parece más sólido sobre la silla. Se toma las manos para no temblar, respira hondo y le dice. Su voz de arena suena extraña.

—Te soñé papá.

Respira de nuevo. Nota que el espectro se vuelve lentamente a él, aún clavado junto a la puerta.

Las últimas dos semanas varias veces, algo que no había ocurrido durante toda mi ausencia. Siempre tremendamente preocupado. Nunca supe por qué.

—Creí que nunca regresarías.

Escucha en su pensamiento una voz cavernosa. Horrible.

El mismo día que una periodista, Pechis Longo, me enseñó un video del pueblo; te soñé tan real y desesperado que no pude dormir el resto de la noche.

—Que nunca.

Expresa el fantasma de Ludvick Faro sin mover los labios. Aunque un tanto blanquecinos, sus rasgos son similares a los que tenía en vida: rostro agradable aunque algo deformado, estatura regular, delgado y siempre bien vestido. Ulán sabe que no ha abierto la boca, que es comunicación mental y advierte que su barbilla tiembla.

—¿Desde cuándo estás aquí?

Piensa la pregunta.

Ludvick mira al frente, como si tratara de recordar.

—No sé, pero hace mucho; a veces siento como si nunca me hubiera ido. Todo continúa inalterable.

Ulán Bator intuye que esa voz viene de ultratumba, para distraerse observa la habitación: cama, librero con libros, cómoda, tele, clóset cerrado, cortina color hueso en la ventana.

—Me agrada que estés de vuelta.

—El pueblo ha cambiado.

—No lo he notado, nunca salgo de aquí.

—Hay mucha maleza en el patio

—No la he visto, a veces paseo por la casa pero jamás traspongo la puerta.

Bator se sienta junto a su mochila. El colchón está flojo y el tambor de la cama se queja. Primera vez que conversa con un fantasma.

—¿Atraviesas paredes?

—Puedo, pero no me gusta; la última vez que lo hice perdí algo, no recuerdo qué. En esta habitación todo está en orden, incluso he sacudido un poco; tenía el presentimiento de que tarde o temprano regresarías. Estaba muy acongojado por ti.

El recién llegado se tranquiliza, recuerda que es típico de los padres preocuparse por los hijos, aunque no los vean durante años; pero, ¿también les pasa a los fantasmas?

—Me sorprende.

—Pues no deberías; no sé por qué, pero deseaba tu presencia.

El joven, con barba de tres días, no sabe qué responder.

"Ulán contempla al fantasma inmóvil, vestido con una traje oscuro, corbata del mismo color, camisa blanca y zapatos bicolores"

—Nunca me obligaste a estar presente en nada; además, lo natural sería que estuvieras en el cuarto de ustedes.

—Fui una vez, hice el viaje que es largo y cansado; no hay nada.

—¿Cómo es eso? Su habitación está a unos cuantos metros.

El fantasma clava los profundos agujeros negros donde tenía los ojos en el piso. Ulán Bator trata de mantener su mente en blanco. Pasa un minuto.

—¿Sabes algo de mamá?

—Nada, ni siquiera recuerdo su aroma o la forma en que besaba.

Ulán contempla al fantasma inmóvil, vestido con una traje oscuro, corbata del mismo color, camisa blanca y zapatos bicolores. Su lámpara de mano ilumina una esquina lejana de su padre porque lo ve mejor en la penumbra.

—Qué bueno que Yokna colocó una cerca alrededor de la casa.

—Es un patán.

Ulán cambia de tema.

—¿Qué haces, cómo pasas el tiempo?

—Bueno, hago cosas de fantasmas; aparezco y desaparezco con facilidad, aunque no me gusta asustar o hacer ruidos desagradables.

Bator sonríe, le cae bien su padre. Siempre le cayó bien.

—Debes divertirte.

—Nunca de más, aunque últimamente no podía borrar tu imagen.

—Bueno, ya estoy aquí.

—Lo celebro hijo, deveras, llegué a temer que te pasara algo. Dijiste que nunca me soñaste, por el contrario yo siempre te he tenido presente.

Luego abate la cabeza y se queda quieto. Como petrificado.

—Gracias, papá.

"Como su padre continúa inmóvil, se recuesta vestido. Observa su habitación, es la misma que dejó años atrás"

Ludvick fue un hombre duro, que hablaba claro y fuerte; no obstante, Ulán Bator jamás tuvo problemas con él, creció a sus anchas y nadie se entrometió en los misterios de su vida. Sólo una vez le preguntó qué tanto buscaba fuera de casa, cuando desaparecía los fines de semana. Le respondió: Mañana lloverá fuerte, empezará a las tres de la tarde con cuatro minutos y terminará a las cuatro treinta y seis. Ludvick abrió la boca para replicar pero se mantuvo callado ante la mirada suave y profunda de su hijo. Al día siguiente, a las cuatro cuarenta, entró a la habitación sin tocar donde el joven de catorce años leía Veinte mil leguas de viaje submarino, sentado en la mecedora y lo observó; puso los brazos en jarra, vio la portada de un libro que estaba sobre la cama y aunque su hijo esperó atento sus palabras, sólo expresó: Disculpa. Antes de abandonar el recinto, agregó: Tu madre hizo chocolate y todavía quedan galletas de manzana de las que nos regaló la señora Frenk. A partir de entonces Ulán Bator continuó con sus ausencias sin tener que dar explicaciones. Su madre, que era profesora de primaria, lo más que hacía era llevarle limonada y bocadillos cuando sabía que estaba en su cuarto. En Garfolk era considerada una pareja bien avenida; incluso el día que ambos fallecieron en 2040, después de unos días en Playa Fenicia, distante ochenta kilómetros, el pensamiento general fue que esos tenían un pacto: irse juntos.

Después de las exequias, el joven supo que debía marcharse; solo recordaba esa situación con Kissenia que no le permitía decidir libremente. ¿Era tan importante el sexo?

—Eres raro, extraterrestre; tal vez sólo quieres un acostón y ahora no estoy para eso; ¿sabes que Ney está embarazada? Por eso se fue a vivir con tu primo.

Fue su respuesta cuando le reveló sus intenciones, y durante tres meses no cambió un ápice. Conversaban, paseaban por los alrededores y sin que él lo mencionara, le dejaba muy claro lo qué pensaba. Bator guardaba silencio; se lo dijo una vez y fue suficiente, no tenía más que agregar.

Como su padre continúa inmóvil, se recuesta vestido. Observa su habitación, es la misma que dejó años atrás. Los muebles han durado toda su ausencia pero la cortina está bastante desgarrada; va al baño, orina en un retrete seco y sucio que no funciona. Tampoco el lavabo. No hay agua.  Sale y encuentra a su padre vestido de verde. Elegante, en la mecedora que no se mueve. Ulán Bator lo recuerda admirable y animoso.

—Así que siempre has estado aquí.

—¿Siempre? No sé lo que significa esa palabra.

Ulán observa el cuerpo transparente que se ve tranquilo en su silla. Hasta ahora no se ha mecido una sola vez.

—Yo tampoco, al menos no sabría explicar el significado.

En el librero hay un diccionario pero tiene pereza consultar.

—Papá, ¿ dónde estuviste?

—No tengo la menor idea.

—¿O sea que no sabes que es el cielo o el infierno?

El fantasma se detiene a pensar, mira el techo impecable.

—¿El infierno? Una vez escuché esa palabra; no recuerdo dónde.

En ese momento llega del exterior el ruido de una persecución y una nutrida balacera.

—Tampoco sé que significa.

Revela el padre, que evidentemente no escucha el estruendo que se produce en el camino que conecta la casa con el pueblo. Ulán mira por la ventana y topa con una oscuridad herida, sin estrellas, doblemente rota.

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Élmer Mendoza

Nacido en Culiacán, México, en 1949, es catedrático de literatura en la Universidad Autónoma de Sinaloa, miembro correspondiente de la Academia Mexicana de la Lengua y del Colegio de Sinaloa. Pertenece al Sistema Nacional de Creadores de Arte. Comenzó su carrera literaria en 1978, y en 1999, Un asesino solitario, su primera novela, de inmediato lo situó, a juicio del crítico mexicano Federico Campbell, como "el primer narrador que recoge con acierto el efecto de la cultura del narcotráfico en nuestro país". Con El amante de Janis Joplin obtuvo el XVII Premio Nacional de Literatura José Fuentes Mares y con Efecto Tequila (2005) fue finalista del Premio Dashiell Hammett. En 2006 apareció su cuarta novela, Cóbraselo caro , y en 2008 Balas de plata fue merecedora del III Premio Tusquets Editores de Novela, que lo consagró como escritor de primera fila en el panorama de la novela hispánica. Después de La prueba del ácido (2010) y Nombre de perro (2012), ambas protagonizadas por el detective Edgar el Zurdo Mendieta, Besar al detective, su próxima novela, que publica Literatura Random House en mayo de 2016, continúa esta saga. Élmer Mendoza vuelve a retratar aquí una época y un país de la mano del singular detective que ha traspasado fronteras y es conocido en diez idiomas.

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