Lo que uno recuerda, grabado a fuego en la retina imperecedera de los recuerdos, de El hombre del oeste (Man of the West, 1958), es el rostro sollozante, la viva imagen de la intimidad vulnerada de Billie Ellis (Julie London), tras ser golpeada y violada por el vicioso Dock Tobin (Lee J. Cobb), su vestido rosa quisquilla en medio del desolado paisaje del desierto, su amor inesperado e imposible por Link Jones (Gary Cooper), que había esperado toda la vida, descubre en dos días y que guardará para siempre. O la mirada azul gris de Cooper, que encierra todo un mundo de violencia y crímenes que parecían amnistiados por su tranquila vida en el pueblo de Good Hope, y que reabre la confluencia con Tobin y su banda, un padre putativo de resabios bíblicos psicóticos, una muestra rezagada de un Oeste, de una frontera ya sin futuro para ellos, como el abandonado pueblo minero de Lasso cuyo banco esperan atracar. Ese tercio final de la película lo rueda Mann con la consciencia de que sus imágenes deben parecer mineralizadas, cómo su cámara hubiera viajado hasta Marte u otro remoto lugar de la galaxia.
La película, cuyo rastro seguirá, junto con las de Boetticher, Sam Peckinpah en Duelo en la alta sierra, supone un antes y un después en el western de siempre. Un magnífico guión de Reginald Rose, un comediógrafo responsable de la dramaturgia de 12 hombres in piedad, adapta una novela sin brillo de Will C. Brown, explora la imaginería del género, la destripa y la vuelve a mostrar más descarnada pero no menos romántica, moral y combativa. El reformado bandido que es Cooper viaja en tren a Fort Worth para contratar a una maestra para la escuela que los ciudadanos de Good Hope necesitan. Escuela y ferrocarril, dos elementos de la colonización del Oeste que preconizan el final de la frontera, como testificará John Ford en El hombre que mató a Liberty Valance. Cuando unos bandidos asaltan el tren y se llevan su equipaje con el dinero para contratar a la maestra, Cooper sabe que debe emprender, para recuperarlo, otro viaje, un regreso a los infiernos de su pasado. Es un viaje doblemente peligroso, física y moralmente, y le dejará huellas indelebles, como lo hará en Billie y en Sam Beasley, el jugador fullero que encarna Arthur O’Connell. La película se nos ofrece descarnada, Mann filma con sobriedad pero moralmente el striptease que la banda de Tobin exige a Billie, de igual manera que filma, no menos sobriamente pero detalladamente, la salvaje pelea a puñetazos entre Cooper y Coaley (Jack Lord). Los duelos finales en Lassoo, el pueblo fantasma abandonado, los rueda Mann, en cambio, clásicamente, con un completo dominio, de cara al espectador, de la topografía y la geografía espacial del escenario de esos duelos. Y es que El hombre del oeste, dotada de una soberbia fotografía de Ernest Haller, ofrece una verdadera y magistral sinfonía de cómo filmar, componer y planificar, especialmente en los planos generales, una película en scope, un formato que exige a los cineastas olvidarse de los cánones de la pantalla cuadrada.
Tras El hombre del oeste, aún Ford y Hawks pueden navegar, pese a todo, afinando personajes y situaciones, en el sendero del western clásico, pero para los demás cineastas, la hermosa y devastadora película de Antony Mann, una brutal historia de violencia humana y una sutil y no menos devastadora historia de amor, supone abrir una puerta al futuro del género que no todos aprovecharán con el estilo y la fuerza épica y lírica de Mann.
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El hombre del oeste (Man of the West, 1958). Producida por Walter Mirisch. Dirigida por Anthony Mann. Guión de Reginald Rose, basado en la novela The Border Jumpers, de Will C. Brown. Director de fotografía, Ernest Haller. Montaje de Richard V. Heermance. Música, Leigh Harline. Vestuario, Yvonne Wood. Dirección de arte, Hilyard M. Brown. Interpretada por Gary Cooper, Julie London, Lee J. Cobb, Arthur O’Connell, Jack Lord, John Dehner, Royal Dano, Robert J. Wilke, Tina Menard y Joe Dominguez. Duración, 100 minutos.
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