Si eres poeta y te llamas Machado, pero no Antonio, tienes un problema. Antonio figura entre lo mejor del siglo XX: Machado, a secas, será siempre él. Hay una celebrada ironía, atribuida a don Jorge Luis, que pretende llamar la atención sobre ese otro Machado, también poeta, que no se llamó Antonio. “No sabía que Manuel Machado tuviera un hermano”.
Una inmensa biodiversidad de gran riqueza sobre la que se alzan dos cimas impactantes: el Cancionero y romancero de ausencias, de Miguel Hernández (“muerto mío, muerto mío, haces caliente el frío”), y el salvaje Campos de Castilla, del hermano de Manuel Machado (“un trozo de planeta por donde cruza errante la sombra de Caín”). Sacudidos por descargas de alto voltaje, ambos libros alcanzan la máxima expresividad usando un mínimo de recursos. Y un derroche de sabiduría. O de audacia. En Campos de Castilla, el hermano de Manuel Machado renuncia definitivamente al arabesco, “traiciona” a su adorado Rubén y, de algún modo, a su propio hermano, y se va a vivir en el lado sencillo de la vida. Toda la poesía que ha venido después, empezando por la de los “chicos” del 27, se ha mirado consciente o inconscientemente en las páginas depuradas de artificio de ese libro que cerró una época de un portazo. “Sobre el olivar se vio a la lechuza volar y volar”: nada del otro mundo, al contrario, tan de éste que ningún poeta ha logrado permanecer a ras de tierra con tanta brillantez tanto tiempo. Al hermano de Manuel Machado le bastan cuatro poemas soñados, no pensados ni escritos, para quedar como los atletas de leyenda: dos milésimas por delante.
Su aparente desapego es “apego” a la lengua. Más: al habla de la gente. No, en todo caso, al elaborado “modernismo” (repentinamente viejo por su culpa) ni a “lo esencial castellano”, como se ha dicho, campanuda expresión que en algún momento usó él mismo (los autores se equivocan lo indecible al juzgar su propia obra). A base de picar en la mina, el hermano de Manuel Machado alcanzó la entraña de la lengua, de donde la sacó limpia, pura, clara y directa. La cima de su estilo sería el “sencillo” poema Campos de Soria, uno de los mejores del libro y de toda su producción, por no decir de toda la literatura española. Cada una de sus palabras, escogidas con mimo, es rica y precisa. “Es la tierra de Soria árida y fría”, empieza, para acabar, una buena porción de versos más tarde, con una explosión: una célebre y exaltada bendición urbi et orbe.
“¡Gentes del alto llano numantino
que a Dios guardáis como cristianas viejas,
que el sol de España os llene
de alegría, de luz y de riqueza!”
En esta épica invocación celtibérica, ubérrima y pagana (y, a la vez, modesta y humilde) uno cree adivinar, por un lado, el eco optimista (y, por supuesto, modernista) del ínclito Rubén y, por otro, que el hermano de Manuel Machado juega en otra liga. Y no por “rojo”, como se ha insinuado, sino por poeta. Modernista y tradicional. Realista y simbolista. Popular y culto. Sencillo y complejo. Castellanote y sevillano. Directo y, a la vez, atormentado. “Vivo en paz con los hombres y en guerra con mis entrañas”. Poeta geográfico, poeta pintor, poeta de la subjetividad y también de la objetividad. “El horizonte cerrado por colinas oscuras, coronadas de robles y de encinas; desnudos peñascales, algún humilde prado…”. El hermano de Manuel Machado fue un rebelde que jamás transigió con la impostura ni con el alambicamiento. Por descontado, no duerme el sueño eterno en Collioure ni en ningún lado. Hecho luz, está bien despierto y en estos tiempos rácanos de oscuridad y estulticia nos ilumina desde el centro del Universo. Antonio Machado vive y algunos, incluso, lo oímos respirar.
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NOTA. Excelente la edición de Campos de Castilla que ha hecho Reino de Cordelia con un cuerpo respetable, papel de lujo y texto garantizado por Luis Alberto de Cuenca. ¿Qué más se puede pedir? Un tomo vistoso y atractivo que apetece manosear y releer veinticuatro horas al día los trescientos sesenta y cinco del año.
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