Los solos eternos en los conciertos fueron uno de los excesos contra los que, armado de cuatro acordes, se rebeló el punk. Y de entre esos solos, los más aburridos, a no ser que el oyente los hubiera condimentado con otras especias, habían sido los de la psicodelia, mientras que los más onanistas fueron los de la primera mitad de los 70, en la época en que, como Emerson, Lake and Palmer, había grupos cuyo nombre parecía el de un bufete de abogados y triunfaban discos con temáticas y títulos tales como The Myths and Legends of King Arthur and the Knights of The Round Table de Rick Wakeman.
Si el punk había renegado de dichas muestras de virtuosismo, en ocasiones por convicción pero la mayoría por impericia, eso no significaba que hubieran desaparecido en los 80. Curioso que un grupo como Yes, que tras triunfar en 1983 con su disco 90125, en vez de reflejar su gira en un majestuoso doble en directo, publicasen un mini LP que contenía únicamente dos canciones al uso, pero también una exhibición de cada instrumentista, incluyendo el cantante, titulado apropiadamente 9012live: The solos. Poco después empezaba la moda de los guitar heroes, corremástiles como Yngüi Malstin (soy consciente de que lo escribo mal, pero como ahora no tengo posibilidad de consultar la forma correcta lo escribo como lo pronuncio), Joe Satriani, Steve Vai o Joey Tafolla, divertido apellido éste para nosotros los hispanohablantes.
Pese a su desmedido ego, en sus shows el Heavy del Bigotón siempre concedió un espacio para el lucimiento de cada uno de sus músicos. Ese fue un consejo que le dieron en un curso sobre gestión del tiempo y así, mientras en el escenario se sucedían redobles de batería, escalas pentatónicas de guitarra, toques de bajo, exhibiciones de teclado, y el intérprete de triángulo por fin podía destacar, él aprovechaba para cultivarse y también para sacarse unas oposiciones: si alguna vez su carrera artística entraba en un inexorable declive, podría aferrarse a su plaza de auxiliar administrativo.
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