El héroe que inventara —o reescribiera al dictado— aquel individuo tan extremadamente cortés que se llamó Chrétien de Troyes no difiere en lo esencial, e incluso en lo accesorio, del pergeñado con anterioridad a Erec y Enid por los más variados artífices. Lo que el especialista —y cierta minoría esnob— conoce por Materia de Bretaña no es más que otra gran disculpa para interpretar al hombre en su faceta más cercana a los dioses, posición mantenida por la épica desde su fundación, en aquel universo y tiempo mágico de rapsodos y aedos.
¿Participaba España de esta novela heroica en la misma medida que los regímenes feudales europeos? Especialmente duro fue el Medievo en Castilla, en Aragón, en los distintos reinos que prefiguraban el Estado español. Los Bernardo del Carpio, Rodrigo de Vivar, etc., poseen, en el edén reservado a los héroes, un asiento distinto del de los paladines hiperbóreos. La fuente que no siempre mana, la tierra quemada para dañar al adversario, una fe ciega y un contraste feroz de pareceres religiosos, fundado en la distinción étnica y cultural de los pueblos que habitaban la Península, todo ese haz de topoi cuidadosamente ordenado, convierte nuestra épica —y me estoy refiriendo a la autóctona en sentido lato, no a la importada— en museo de historia natural más que en pinacoteca celeste. Así estaban las cosas en el Medievo.
UN CABALLERO INVENCIBLE
Muchos siglos después, en 1944, concretamente el 28 de octubre de ese año, tras los horrores de la Guerra Civil y la precaria coyuntura cultural de los primeros años de posguerra, las cosas no distaban mucho de ser consideradas, al menos en su aspecto más superficial, de análoga manera. Los adolescentes de los años 40 se encontraron con una España agotada física y mentalmente, a caballo entre el triunfalismo y la devastación circundante. Se hallaban vacías las vitrinas donde solían exhibirse en el pasado los héroes de alcance universal. El celuloide americano y la nostalgia aria llenaban, y no todo lo insuficientemente que pudiera pensarse, los ocios de la juventud. Pero la patria exigía su Heracles, su Teseo, su Lanzarote a nivel de masas. Se conservarían, cómo no, ciertos perfiles del folletín ochocentista, pero en el centro, en el Yggdrasill del bosque sagrado de los mitos, surgiría de nuevo la ficción del caballero invencible, tocado ahora por la varita mágica de la españolidad, lejos ya del afán universalista que animara a tantos héroes de antaño.
Si Astérix representa el gaullismo en su cénit de los 60, El Guerrero del Antifaz es una necesidad de nuestro medio social en la década de los 40. Manuel Gago, creador de El Guerrero del Antifaz, declaró en múltiples ocasiones que su inmortal personaje está inspirado en una novela de Rafael Pérez y Pérez, Los cien caballeros de Isabel la Católica, publicada originariamente por Editorial Juventud, de Barcelona, en 1934. He leído recientemente esa novela, y me ha sorprendido la inteligente urdimbre de su trama, los preciosos diálogos y el trazo firme, sabio y decidido con que están diseñados sus personajes. De la antroponimia utilizada en Los cien caballeros… Gago solo traslada al tebeo, que yo recuerde ahora, el nombre del moro Mozhafí, uno de los pretendientes de la bellísima Zoraida, que aparece en la saga entre los cuadernos 46 y 90. Manuel Gago se nos revela como un gran conocedor del cómic estadounidense de la Edad de Oro, en especial de las creaciones de Alex Raymond, de cuyo Flash Gordon (creado en 1934) llegará a copiar literalmente no pocas viñetas. Tampoco nuestro Emilio Freixas es ajeno al estilo de Gago. Del admirable Flash han escrito Pierre Couperie y Édouard François: «El cómic puede ser el medio de expresión de ciertas corrientes, de cierto géneros, considerados sin razón como desaparecidos, cuando tan solo han cambiado de forma. La epopeya, en particular, no es un género escrito confinado a tiempos revueltos: está viva, y bien viva, desde hace cuarenta años, pero se expresa ahora en el cine (sobre todo, en el western), el cómic, la ciencia-ficción, allí donde la crítica tradicional, periodística o universitaria, no sabe reconocerla».
Más cerca aún de la consideración habitual de «epopeya» está Prince Valiant de Harold Foster, de quien el propio Couperie ha escrito muy elogiosas frases, llegando a comparar su estructura épica con las de las obras de Chrétien o de Malory. En efecto, ni Valiente ni Flash son simples vástagos del american way of life, productos del New Deal, o la mitificación pararracista de un joven rubio —caso de Gordon— o de un príncipe de sangre real —caso de Val de Thule—. Son también el Gilgamesh de la gesta mesopotámica, el héroe de los poemas indios, el semidiós heleno, toda la tradición mítica y literaria posterior. En ese sentido, la saga del Guerrero del Antifaz adolece de ingenuidad, adopta un tono menor ante la genialidad sin par de las creaciones de Raymond o de Foster.
HÉROES Y ANTIHÉROES
Ya en el primer cuaderno de la serie se localiza la acción en un tiempo, en un espacio. Nos hallamos en algún punto del levante español, entre Alicante y Almería. Fernando e Isabel, o viceversa, los Reyes Católicos por antonomasia, rigen los destinos de una España recién fundada. Gago nos informa pormenorizadamente de los orígenes del protagonista, que, antes de convertirse en Guerrero del Antifaz, se llamaba Adolfo y era hijo del conde de Roca. Una página de viñetas liquida 18 años de la vida del «león cristiano». Quedan 667 cuadernos para el apresurado punto final de la colección. Acompaña al héroe un rubio y temerario adolescente a quien el pérfido antagonista, Alí Kan, privó de hermana y padres. Su nombre es Fernando. Aparecerá en el cuaderno núm. 23 para no abandonarnos ya en lo sucesivo. Algunos críticos se empeñan en hacer de él una especie de amante de su señor. No, no se trata de eso. No es tan simple el problema que podamos reducirlo a un tipo de relación, la homosexual, tipificada a gusto y morbo del intérprete. Subyace una estructura tradicional, un vasto complejo tópico afincado en lo más hondo de una concepción literaria, según la cual en todo libro de caballerías tiene que haber un escudero.
Ella es Ana María, condesa de Torres, una morena virginal que peina su cabello en tirabuzones. A su lado, Sarita, especie de sirvienta, damisela de tocador y confidente al mismo tiempo, corresponde en el sistema de relaciones amorosas al joven Fernando. Sarita sale por primera vez en el cuaderno núm. 50, en el que aparece salvajemente flagelada por su padre, un renegado con pocos visos de amabilidad. El rectángulo ofrece una homogeneidad poco común. Solo un tercero en este esquema de parejas: se trata de don Luis, conde de los Picos, dotado de larguísimas melenas, adorador incondicional de Ana María y pretendiente favorecido por el padre de esta. Su firme amistad con el Guerrero y una admirable voluntad de perdedor harán de él uno de los personajes más simpáticos, y más grises, de la colección.
El antihéroe de la saga, y uno de los personajes mejor trazados de la historia, es el sarraceno Alí Kan, supuesto padre del Enmascarado (raptó a la condesa de Roca cuando esta llevaba en sus entrañas a Adolfito). Su retrato reúne los perfiles menos recomendables. En el cuaderno núm. 300 se convierte a la fe de Cristo, reapareciendo más tarde despojado de buenas intenciones y dispuesto a cobrarse en el infiel con creces el tiempo perdido en estúpidas conversiones. Manuel Gago no desnuda a nuestro maléfico antagonista de alguna astucia —«industria», dirían los barrocos—, pero esa astucia está dirigida, sin ninguna excepción, hacia el Mal. Alí Kan es, pues, un personaje desprovisto de realidad, tan ideal como el propio héroe, rasgo común a todas las materias épicas conocidas. Alí Kan es un ser perverso capaz de fascinar a cualquiera. ¿Qué lector adolescente no quiso alguna vez ser Alí Kan al repasar sus tropelías? Por lo menos en él podía percibirse, perpetuamente viva, la llama del deseo.
Adolfo de Roca, por su parte, es una de esas rarae aves inasequibles a la infidelidad amorosa; su apellido parece el símbolo de su corazón. La persecución de Zoraida, los asedios incontrolados de Aixa o de la Mujer Pirata, el tierno amor de Beatriz, encuentran en él la más decidida de las murallas. Ni el más mínimo desliz, ni la menor aceptación erótica en el purísimo y estrictamente monógamo sentir de nuestro héroe. Su matrimonio con Ana María (cuaderno núm. 362) legalizará su actitud ante la dama, encontrando al fin el merecido descanso, apenas turbado poco después por un incendio pavoroso en el castillo y por la continuación de la serie, la semana siguiente, con la mera adición del epígrafe «Nuevas aventuras».
Maria Montez e Yvonne de Carlo tienen mucho que ver con las guapísimas y lúbricas agarenas que pasean sus espléndidas figuras por las viñetas de la saga. Si el exotismo arabizante de Hollywood desviste generosamente a Maria y a Yvonne en la pantalla, en España —con permiso de la censura— Manuel Gago dibuja borrascosos harenes reprimidos por el látigo de un eunuco gordísimo con ribetes de sádico avant la lettre, hace bailar semidesnuda a Zahara sobre carbones ardiendo, o encadena a preciosas y frágiles favoritas de reyezuelos en poco acogedores salones de tortura. Todo como en las ilustraciones de Virgil Finlay o de Margaret Brundage para revistas pulp como Weird Tales.
Sobre Aixa, una de esas inolvidables chicas de la saga, la que llevaba siempre una airosa guirnalda de flores en las sienes, Enrique Martínez Peñaranda compuso un soneto que no me resisto a transcribir aquí:
Hoy recuerdo las flores de tu frente,
la sombra de tristeza en tu mirada,
tu juvenil temblor de enamorada
besando al héroe emocionadamente.Presa acosada por Hamet Zenete,
por sus Jinetes Negros rastreada,
a una flecha al Guerrero destinada
opusiste tu pecho adolescente.En el refugio de los Kir cuidada,
Santhal y Soleimán se consagraron
a tu servicio para protegerte.Como mujer y reina te adoraron
hasta con la razón extraviada,
más allá de la vida y de la muerte.
LA MÁSCARA DE UN MITO
De algún modo, y sin hacer de menos a las chicas, lo que nos interesa es conectar la saga del Enmascarado con el concepto de epopeya, con sus héroes y sus malvados. Porque El Guerrero del Antifaz no es más que otra piedra en la gran pirámide de la epopeya, puede que laberíntica, pero universal siempre en el espacio —qué importa samurai o caballero de la Tabla Redonda— y en el tiempo —qué más da Gilgamesh, Flash Gordon, Rolando, Beowulf o Brick Bradford—, dentro de la atmósfera idealizada —o demasiado real, que viene a ser lo mismo— que hace posible la existencia del héroe dentro del mito. Karl Kerényi ha escrito inolvidables palabras acerca de esta posibilidad: «Es preciso dejar hablar a los mitologemas por sí mismos, y simplemente aguzar el oído para escucharlos».
Así, el mitologema que «escuchamos», que pretendemos reproducir, sonido por sonido, en la caja de resonancias de nuestro cerebro, nace en 1944 para alivio de excombatientes; crece tímidamente —sus personajes, sus aventuras—, enloqueciéndonos al tomar confianza su endiablada trama, como en las Efesíacas, como en la saga bizantina de Diyenís Acritas, como en Manuscrit trouvé à Saragosse, la novela de Jan Potocki; se reproduce, pleno de madurez y vigor, en cien mil raptos y naumaquias, viajes maravillosos, princesas blancas acosadas por viles sarracenos o mongoles idólatras, amistad masculina elevada al dominio de la mística —como en las películas de Howard Hawks—, patria, razón y sinrazón, extrañas bestias asesinas, tormentos refinados, etc.; y muere, al fin, veinte años más tarde, a mediados de los 60 (aunque llevaba ya bastante tiempo en el pabellón de los desahuciados). El Guerrero del Antifaz no volverá, pues, a derrochar coraje por el mito español subcultural de posguerra. Hoy tan solo es un síntoma histórico, otro más que añadir a la larga lista de afecciones tribales que nos aquejan. Pero debajo de su máscara, lo mismo que debajo de la bacía de don Quijote, brillan los ojos limpios, generosos, del héroe. La epopeya —hoy, ayer, siempre— es inmortal.
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