Un hombre de traje gris y bigote, sin demasiadas ilusiones, se entera de que dos ladrones de banco se escaparon por los techos del barrio con una fortuna; piensa que en su fuga —acechados por la policía— quizá escondieron el botín, y recuerda más tarde que esa misma madrugada había oído ruidos extraños en el tanque de agua de la terraza de su propio edificio. Cuando vuelve sobre sus pasos y revisa la azotea, unas líneas de agua movediza lo rodean y lo sorprenden: el tanque se está desbordando. Trepa y descubre sumergida una bolsa de nailon con “cuatrocientos millones de pesos (de los nuevos)”: estamos en 1977 y eso equivale a sacarse la lotería. A partir de ese momento, el hombre de traje gris y bigote se considera tocado por la suerte y avanza por la vida con esa maleta fabulosa, que ahora considera toda suya. Ochenta y cinco minutos después —un prodigio de economía narrativa— habrá traicionado sus convicciones, a su familia y a sus más entrañables camaradas. El final es dramático: sucede de noche en una ruta desértica y la esposa de su mejor amigo lo insultará antes de abandonarlo y dejarlo solo en su honda derrota. “La parte del león” fue votada como uno de los grandes clásicos de la cinematografía nacional de todos los tiempos; Aristarain filmó ese pequeño “policial francés” con un tema crucial de la mitología argentina: encontrar un tesoro y “salvarse” para siempre. La amarga parábola de su protagonista hace acordar, salvando las distancias correspondientes, al premio mayor que sorpresivamente le cayó del cielo a Alberto Fernández, político profesional que apenas aspiraba a una embajada en Madrid y que un buen día resultó tocado por la varita mágica del hada kirchnerista, quien no tenía una carnada más apetitosa para pescar peces moderados e ingenuos y lo consagró con un golpe de tuit. El jueves último, después de un largo y escabroso proceso de trastadas administrativas y desestabilizaciones internas, la dama resolvió abandonarlo en la ruta y enviar a un vocero a decretar oficialmente que “la fase moderada” se había agotado; parece que ahora pasamos de nuevo de “Cristina cansada” a “Cristina eterna”, y que retornamos con alegría al socialismo del siglo XXI.
A esta cuarta gestión kirchnerista le ocurrió —al igual que a la criatura de Aristarain— toda clase de desventuras; como decía Somerset Maugham: “Sólo una persona inepta rinde siempre al máximo de sus posibilidades”. Vale para personas, para coaliciones y también para gobiernos. En los últimos tramos los aliados naturales del Presidente se fueron sintiendo traicionados por su incompetencia: la Liga de Gobernadores Peronistas para Salvar la Ropa se puso en la vereda de enfrente, el Club de los Sindicalistas Multimillonarios de la Carta del Lavoro profirió gruñidos de ruptura, los ministros justicialistas fueron a llevar la bandera blanca al Instituto Patria y los barones del conurbano metieron, como el avestruz, sus cabezas en el hoyo de sus feudos. Ya cualquiera vapulea al Presidente de la Nación en la ruta nocturna y desértica, hasta la mejor amiga de la arquitecta egipcia: Hebe de Bonafini lo acusó esta semana de ser responsable de la pobreza, de ser una “vergüenza” y de habérsela creído: “Se la creyó de tal manera que en el velorio quiere ser el muerto”. Todos se están poniendo a salvo de una posible explosión nuclear: puede ser una megadevaluación no gestionada o un estallido social, o ambas cosas. Cómo serán las llamas, que hasta recurrieron al diablo: el “neoliberal” Carlos Melconián le dijo en la cara a la doctora que este gobierno estaba acabado (ella al parecer no lo negó y se dedicó todo el rato a insultar al vicario de Olivos), y el economista le rogó que hicieran algo para que el susodicho no sufriera un accidente macroeconómico y pudiera cumplir así su mandato constitucional. Pocas horas después el articulista Jorge Liotti, con privilegiadas fuentes en el petit comité, anticipaba que Alberto vagaba por los pasillos con “sensación de ciclo terminado” y que ya estaba tomando notas para sus memorias: atención Planeta y Random House Mondadori. Otra vuelta de tuerca al cepo y la consecuente escalada alarmante del dólar acompañaron estas conversaciones tan tranquilizadoras: haciéndole caso a su mentora, el primer magistrado usó la lapicera y apretó el torniquete; decenas de empresas que utilizan insumos importados deberán suspender o despedir, o directamente bajar sus persianas. Más inflación y más recesión. La trituradora de Cristina no se detuvo ante estas menudencias; continuó con su canibalismo devastador, aunque los temblores que ella misma produjo (con la ayuda inestimable del ahora renunciado pichón de Stiglitz) la obligaron a enviar otro mensaje perentorio: su cadete senatorial, José Mayans, salió entonces a formular un llamado para que “Fernández llegue en buenos términos” al final de su período, aunque aprovechó para arengar la candidatura de su ama.
La monarca de la calle Juncal necesitaría, como Natalia Denegri, su derecho al olvido. No sólo la sociedad debería olvidar las cajas, el éxtasis, los bolsos, los monasterios, las estancias, los secretarios convertidos en magnates y otras deliciosas imágenes del pornokirchnerismo. También debería olvidar que ella fue la ideóloga insomne y obsesiva de esta experiencia calamitosa, y no una mera reina distante o engañada. Gran parte de los desquicios los produjo ella misma con sus reclamos y con la obediencia debida que les exigió a Guzmán y a su regente. Celebrando a Gelbard y pretendiendo regresar al espíritu setentista, ella estacionó a la Argentina al borde de un Rodrigazo. Y ya que estamos en el revival de esa época notemos que a Emilio Pérsico lo acaban de echar por segunda vez de la Plaza. La primera fue cuando Perón, después de alentar a los montoneros, les declaró la guerra; la segunda, cuando Cristina Kirchner, luego de haber propiciado a los piqueteros, ordenó enviarlos a cuarteles de invierno. Una ironía del destino, similar a la que sacudió a su gran elegido, que impostando un alfonsinismo de opereta, lo único que consiguió de los años 80 fue su trágica inestabilidad financiera y su superinflación. Cada uno de los Fernández, infelizmente casados, tienen más del 70% de imagen negativa. Ambos se presentaban como antítesis de Isabel Perón —se cumplen 48 años de su asunción al poder—, pero han logrado una duplicidad errática que el Movimiento no tenía desde aquellos infaustos años. Efeméride que, dicho sea de paso, no se recordó durante las conmovedoras liturgias peronistas de este fin de semana. También se presentaban como la antítesis de Fernando de la Rúa, pero están a cinco minutos de establecer un corralito para las tarjetas de crédito en el exterior, privilegiando “la producción” a “los viajes”, como sugirió Alberto Fernández, aunque todo el mundo sabe que esa medida es inconstitucional y que por su carácter fuertemente simbólico desataría un escándalo. La brusca dimisión sabatina de su fracasado ministro de Economía es la última carta de un juego perdido. Vale hoy para todos la meditación de Gracián: “Es desgracia habitual en los ineptos la de engañarse al elegir profesión, elegir amigos y elegir casa”. Y también la perfecta metáfora del gobernador Capitanich, que mientras presentaba los Torneos Intercolegiales del Norte Grande en Chaco y presumía de estar “haciendo la mejor infraestructura”, fue castigado por un apagón eléctrico que lo dejó sin micrófono, a oscuras y a solas con sus camelos populistas. La Pasionaria del Calafate mandó construirse un “operativo clamor”, un estrafalario vehículo que la rescate de esa carretera inhóspita, y deje definitivamente atrás a su malogrado socio, sólo y abrazado a aquella valija mágica que a la postre resultó ser su peor condena.
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*Artículo publicado en el diario La Nación de Buenos Aires
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