Tal y como había pronosticado, la transformación es instantánea: solo tiene que esperar unos segundos y la magia surte efecto. Lo que era un cuerpo de hombre con sus extremidades largas, su columna recta, su lengua locuaz, sus ojos expresivos, su cráneo bien formado y su alma humana, se convierte en un esqueleto de animal cubierto por piel gruesa, pelaje más o menos largo, una columna que se extiende más allá del cuerpo hasta formar un rabo, cuatro patas cortas que tocan el suelo, un cráneo al que le crece el hocico, en el que la nariz desaparece y los ojos se hunden, aunque el brillo que les hace humanos no se evapora, una lengua incapaz de proferir palabras y un alma humana.
Nunca supo su nombre, jamás se interesó por su vida. Llegó poco después que ella a la isla de Eea. Era un náufrago, el único superviviente de una expedición de la que jamás supo el número ni la procedencia. Había llegado andrajoso y sediento a su palacio. Ella fue hospitalaria e intentó agasajarlo según las leyes de la hospitalidad, pero la codicia le pudo. El hombre, al ver la riqueza que inundaba aquel palacio recién estrenado en el que los regalos de su padre el dios del sol aún relucían en las estanterías de olorosa madera de cedro recién cortado, quiso arrebatárselo todo. Tomó una daga que escondía entre los andrajos que le cubrían la piel y se la puso en el cuello. Ella se asustó muchísimo, tanto que quedó paralizada por un momento. Desde lo más profundo de su ser, muy dentro, en las mismas entrañas, mientras sentía el frío del hierro sobre la fina piel de su cuello, el calor comenzó a ascender, primero por su estómago, luego a través de su esófago, hasta llegar a la garganta y desparramarse por su boca. Aquel bramido de ultratumba despistó al extraño. Trastabilló, se enredó con su propio pie y cayó al suelo. En el cuello de Circe la sangre se agolpó en una herida poco profunda. Cogió una espada y todo el valor que tenía escondido en su corazón, y le asestó un golpe certero y mortal. El cadáver estuvo unos días tendido en el suelo. La sangre que produjo el golpe que le partió el cráneo en dos se había coagulado y convertido en una masa marronácea a la que acudían diferentes insectos. Ella lo contemplaba sin saber qué hacer con aquel cuerpo. Se debatía entre enterrarlo, incinerarlo o descuartizarlo; al final una idea se cruzó por su mente como un rayo lanzado desde el mismo Olimpo por Zeus. Lo usaría de sacrificio para Hécate, lo quemaría y sus restos los enterraría lejos del Palacio. En contacto con la tierra honrarían a la diosa de la brujería, a la maga que le había enseñado todo cuanto sabía, que por aquel entonces solo eran los rudimentos básicos. Pero su piel… Comenzó a verla de forma diferente. Tal vez podía curtirla, allí había bastante piel para fabricar un grimorio, su primer libro de conjuros, donde apuntaría todos aquellos hechizos que tenían éxito, solo los importantes, solo los que mereciera la pena conservar. Y así fue como aquel hombre del que nunca conoció su nombre, su procedencia ni su pasado se convirtió en su libro viviente, en su confidente y compañero, pues tras la confección y los sacrificios que realizó con las otras partes de su cuerpo, no dejó descansar nunca a su alma en el Hades, sino que la llamó para que habitara siempre aquel libro mudo que guardaba todos los secretos de su arte.
Circe toma con una pluma la tinta fabricada con sangre de animales salvajes, abre el grimorio y con sutil arte tatúa sobre su piel la composición y medidas del nuevo brebaje. El título: transmutación instantánea. En la página anterior está el conjuro de la transmutación que había usado hasta ahora. Pero ese conjuro, aunque efectivo, tiene algunos inconvenientes que nunca le han convencido. En realidad, no le gusta contemplar el dolor, y cuando lo ha usado se ha obligado a mirar, a ver el proceso para apuntar mentalmente todos los efectos. Las metamorfosis anteriores eran muy lentas y dolorosas, los huesos se retorcían y la víctima no paraba de gritar, no soporta los gritos.
Aún se acuerda de cómo embrujó a Escila. Todo fue culpa del amor y del rechazo. Solo se ha enamorado dos veces en la vida, las mismas veces que ha sido rechazada. La primera fue de un hombre llamado Pico, la segunda de un pescador que debido a la casualidad terminó convertido en una especie de monstruo, mitad pez mitad alga.
Aún ve a Pico de vez en cuando, suele sobrevolar la isla para recordarle lo que le hizo y el corazón de Circe se revuelve. Piensa en la historia que no pudo ser: una historia de amor entre un famoso adivino, reconocido en el mundo por sus artes proféticas y ella, una importante hechicera, la pareja ideal —piensa—. Pero no, se permitió la osadía de rechazarla.
—No, Circe, no. Para mí la única mujer que existe sobre la faz de la tierra es Canente —le dijo, mientras ella intentaba besarlo infructuosamente.
Fueron esas palabras las que sellaron su destino. Bloqueados los avances amorosos de Circe, los celos no le dejaron otra alternativa que truncar el amor que Pico tenía por su mujer. Eligió vengarse de él y que Canente jamás supiera qué le había ocurrido a Pico. Lo transformó en el ave que ahora recorre la isla de lado a lado y que se para junto a su ventana para tallar en madera la historia de su sufrimiento.
Circe se levanta de la escribanía. Necesita tomar aire fresco, el laboratorio huele demasiado a polvo y a pócimas pestilentes. Se sienta en las escaleras de palacio, un león se acerca a ella moviendo el rabo. Qué dócil es, piensa. Ese león ha sido su confidente desde que se enamoró de Glauco. A él le contó cómo Glauco había acudido a ella pidiendo una pócima de amor para Escila. Glauco sentía el rechazo, tal y como había sentido ella con Pico. Enseguida lo vio como su alma gemela, y deseó que todo ese amor que él tenía por Escila fuera para ella. Así que trazó su plan infalible: en vez de transformar a Glauco en animal transformaría a Escila en monstruo, para que Glauco se desenamorara de ella y cayera en sus brazos. La pócima que debía provocar el amor de Escila por Glauco provocaría el rechazo de Glauco por Escila.
Nada sucedió como ella había imaginado. Al ver Glauco que su amada se había transformado en un abominable monstruo sospechó de Circe, a la que atacó con vehemencia. Circe lloró y lloró, primero días, luego semanas y finalmente meses, hasta que al cabo de un año sus lágrimas se secaron. Y fue él, aquel león de ojos amables y alma bondadosa el que, aun siendo víctima de sus hechizos, la acompañó en su desdicha.
Mientras acaricia al animal, Circe escucha ramas crujir y algo que camina decidido. Será un animal —piensa—. No puede ser otra cosa. Los náufragos que acaba de transformar están junto a las viandas de comida oliéndose unos a otros y terminando con los restos del banquete…
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