Se cumplen 14 años de la muerte del que para muchos fue el mejor jugador de ajedrez de todos los tiempos.
Toda obsesión es mala. Y el ajedrez se presta mucho a ello. De hecho, el que suscribe estuvo a punto de caer en sus garras. Algo parecido cuenta Leo Pérez el “Joputa”, el vecino de al lado en Zenda. Así que no es de extrañar que la historia del ajedrez esté plagada de jugadores paranoicos, la mayoría de los cuales se alejan más y más de la realidad conforme se adentran en el juego. Y la figura del campeón de campeones Bobby Fischer es el ejemplo más claro. Se han corrido ríos de tinta sobre la biografía del ajedrecista americano. Se dice que tenía un coeficiente intelectual mayor que Einstein. Sufría de manía persecutoria, seguramente debido a que creció en un hogar desestructurado —nunca conoció a su padre— en el cual adoleció de una correcta educación, que le llevó a refugiarse tras un tablero de ajedrez hasta albergar una pasión casi enfermiza por el juego. Resulta muy educativo para los padres de niños prodigios visionar la película En busca de Bobby Fischer (1993), donde se atisban los peligros que encierran las obsesiones desmedidas.
Fischer se convirtió en un héroe patriótico tras vencer al soviético Spassky en el campeonato mundial celebrado en Reikiavik durante la época de la guerra fría. Se dice que jugó gracias a la intervención de Kissinger. Durante la celebración del campeonato se agotaron los tableros de ajedrez en Estados Unidos. Como campeón fue recibido por Nixon en la Casa Blanca. El llamado Match del Siglo queda retratado en el libro Bobby Fischer se fue a la guerra (Editorial Debate), de David Edmonds y John Eidinow, y en la película El caso Fischer (2014), que se emitió tarde y mal en un puñado de cines españoles años después y en la cual Tobey Maguire borda el papel del campeón americano. Dicha película está basada a su vez en el libro superventas Endgame (Editorial Teell) de Frank Brady, una de las más completas biografías de Fischer.
Gracias al genio americano, el ajedrez tomó impulso y alcanzó metas nunca vistas, con titulares llamativos en The New York Times y cabecera de las principales cadenas de noticias. Después de lograr el título mundial Fischer se retiró de la vida pública y no se supo más de él en 20 años. Al regresar, en 1992, disputó un encuentro de exhibición contra Spassky en Belgrado, rompiendo el embargo que pesaba sobre Yugoslavia por la guerra de los Balcanes. A partir de ahí todo fue de mal en peor. Acabó bramando contra los judíos, contra su país y contra todo aquel que lo contradecía. Le retiraron el pasaporte estadounidense, acusado de traidor, y volvió a desaparecer hasta que fue detenido en el aeropuerto de Tokio. Pidió asilo político en Islandia, donde murió a la edad de 64 años, los mismos escaques que un tablero de ajedrez, tal día como hoy del 2008. Alguien dijo que la diferencia entre un genio y un loco era que el genio salía —en el momento que creaba— de una caja llamada realidad mientras que el loco vivía siempre fuera de ella. Lo cierto es que en un momento dado Fischer no encontró el camino de vuelta a la caja.
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