El profesor que hizo llorar a Javier Milei tiene un puñado de convicciones inflexibles: los libertarios y los anarcocapitalistas encarnan el “bien” y el resto de la política representa directamente el “mal”; hay por lo tanto una sola verdad en Occidente, el mundo ha vivido equivocado y “la democracia se ha convertido en un sistema perverso”. Jesús Huerta de Soto es el Jesús ibérico de la Nueva Derecha y el pensador vivo a quien más admira el León: el catedrático lo arropó intelectualmente durante su última gira por España, y después de un vibrante encomio leído a voz en cuello, le obsequió un retrato ciclópeo y dedicado “al titán de la libertad”. El alumno aventajado subió al escenario con lágrimas en los ojos para abrazarse con su gran maestro, que acababa de recitar un catecismo común según el cual “ningún líder político, parlamentario, embajador o alto funcionario de ningún ministerio tendría que estar autorizado a realizar su labor sin conocer previamente la teoría básica de la economía, la libertad y la ética que enseña la Escuela Austríaca”. Puede tomarse como una boutade de mitin, un delirio de cenáculo o un indicio de totalitarismo —cada cual elija sus opciones—, pero a esa pretensión contra todo pluralismo, sumó de inmediato otra idea no menos extravagante: Huerta de Soto considera que el Estado de bienestar —máximo logro pacificador y multiplicador de bonanza por el cual todavía Europa resulta admirada en todo el planeta— es “una gran mentira”. La lujosa justicia social que esa democracia republicana y próspera ha conseguido está “prostituida”, según sostuvo, porque se basa en la coacción de los impuestos, y debería ser reemplazada por “la simple solidaridad humana voluntaria basada en el amor” (sic). A voluntad, compañeros, a voluntad, y que Dios se apiade de nosotros. Aunque últimamente Dios también está sospechado de ser un marxista cultural. Don Jesús llamó a combatir —esta vez la idea es de Hayek— “el zurderío de todos los partidos, sean de izquierdas o de derechas”. Es muy creativo este nuevo perfil: el zurdo de derecha. Es decir, un liberal que evita los fanatismos.
Para mantener coherencia con todos estos preceptos, el ideólogo del Presidente sugirió que en algún porvenir deberían ser privatizados incluso la Justicia con mayúscula y “el orden público, la prevención, represión y sanción de delitos”. El paraíso en vida de los anarcocapitalistas es una bella anarquía donde incluso el capitalismo estaría en serias dificultades: una libertad absoluta para que los depredadores cacen a los más débiles que no puedan pagarse la protección o la reparación judicial, o carezcan de algún amoroso benefactor privado que consienta en regalarles desinteresadamente esas prestaciones. Podrán aducir los paleolibertarios argentos y su ilustre instigador de la Universidad Complutense que ese es un mero propósito utópico o futurista, y con ello relativizar esas ocurrencias descabelladas mientras el Estado federal —solventado con impuestos— intenta hoy por todos los medios resolver la dramática desaparición de Loan. También sería interesante imaginar cómo actuarían una justicia y una policía privatizadas —a cargo de empresarios— con el mercado libre de los narcos o con la causa Cuadernos, donde otros empresarios más poderosos pueden ser condenados o alegremente absueltos. Más allá de la teoría y su aplicación en el larguísimo plazo, subyace en el disco rígido de este pensamiento un desdén por la actual independencia de poderes, y la sospecha de que cualquier institución estatal —los tribunales, por ejemplo— está penetrada por el virus estatista. Va de nuevo: “La democracia se ha convertido en un sistema perverso que se basa en la mentira y en la compra de votos con dinero robado mediante impuestos”. Y para Huerta de Soto su alumno más eminente es un modelo: hoy todos los países deberían tener un Milei. El óleo que le obsequió al titán lo muestra con su melena revuelta y sus patillas rebeldes, con su campera roquera y con la banda presidencial cruzada. Más que los detalles de la macroeconomía, que el argentino se empeña en divulgar por las tribunas europeas, lo que les interesa en el Viejo Continente son precisamente su estética, su lenguaje, su marketing, su temperamento: no quieren copiarle los trucos para bajar la inflación —no los necesitan—, sino aquellos que les permitan ganar elecciones poniendo a la defensiva al “zurderío”. Algo similar ocurría en los primeros años de Hugo Chávez, que se paseaba por distintos países ufanándose de las supuestas bondades del “socialismo del siglo XXI”. A muchos dirigentes de la izquierda caviar no les interesaba entonces la experiencia real del chavismo, que luego llevó a la ruina a Venezuela, sino su argumentario lleno de falacias eficaces y psicopáticas, la desfachatez con que maltrataba a los liberales y el discurso colorido del populista. A los europeos, sean de una u otra vereda, les encantan los experimentos del patio de atrás y sus caudillos providenciales: les copian sus mañas y argumentos y algunas de sus consignas, y después se desentienden de los resultados finales: somos nosotros, los latinoamericanos, quienes debemos lidiar con ellos. Pero no intenta este articulista comparar al déspota de Caracas con el general Ancap; sólo examinar ese mecanismo tilingo que adoptan cíclicamente ciertas facciones antagónicas de la Unión Europea, y que consiste siempre en usarnos como cobayos de laboratorio y en traducir después civilizadamente esos fenómenos a sus elegantes culturas.
Tampoco pretendo poner en pie de igualdad aquí el populismo de izquierda con el populismo de derecha, o más bien comparar a Cristina con Javier. Son ciertamente incomparables. Y sólo se parecen en su vocación “revolucionaria”, su carácter antisistema y su sesgo plebeyo; en su obsesión agonal y divisionista —pueblo y antipatria, gente de bien y casta—; en su desconfianza hacia las instituciones —para ella, infestadas por las corporaciones del neoliberalismo; para él, por “socialistas” de diverso pelaje—; en su búsqueda de un esquema decisionista de poder, en su desprecio por el consenso del Nunca Más y en su apelación regresista a un pasado glorioso: el 45 y los 70 para los cristinistas; la generación del 80 y la era menemista para el mileísmo. A esto se podría añadir que comparten la práctica de una “democracia delegativa”, como la bautizó Guillermo O’Donnell y evocó hace unas semanas Roberto Gargarella: quien gana asume que está autorizado a gobernar el país como le parezca, se siente por encima de los partidos y renuncia a “la democracia conversacional o dialógica”. Fuera de esos parecidos, las diferencias son ciertamente abismales, no sólo por el rumbo ideológico sino porque el kirchnerismo fue un proyecto ampliamente desarrollado y se pueden geolocalizar con mucha facilidad sus debilidades y sus espantosos delitos; también sus mitos, pecados, yerros y devastaciones puntuales. El mileísmo, en cambio, es todavía un work in progress y con pronóstico reservado, puesto que debe lidiar con las terribles y condicionantes secuelas que le dejó su némesis. A los dirigentes de La Libertad Avanza, para tomar un solo ejemplo, todavía no se le han descubierto grandes casos de corrupción; sí de impericia y de radicalización, y también una tendencia a la agresividad y a la construcción permanente de enemigos. Es por lo tanto apresurado e injusto asimilar a unos con otros. Eso no impide examinar con atención crítica esta evolución y desentrañar no sólo la eficacia del reordenamiento económico —hoy puesta en duda por los propios ortodoxos— y la necesaria desregulación del Estado, sino también la pulsión por empujar reformas controversiales de “segunda generación”, como las que surgen de los exóticos ensayistas en los que se referencian el jefe de Estado y algunos de sus cófrades de la extrema derecha actual. Que no tiene las mismas características de la antigua —expresa y unánimemente antisemita y operativamente violenta—, pero que conforma un club reaccionario con chances electorales gracias a las cancelaciones y los adoctrinamientos progres, la negación de preocupaciones populares genuinas y los errores de la globalización. Cuando uno escucha al profesor que hizo llorar a Milei y a otros voceros de esa corriente —algunos autopercibidos “liberales austríacos”— descubre que no son ellos quienes vendrán a salvar a la democracia liberal. Porque esa democracia les parece, como ya quedó dicho, “un sistema perverso”. Tétrica paradoja.
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*Artículo publicado en el diario La Nación de Buenos Aires
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