Solo en un país degradado y en emergencia total permanente, sin demasiada conciencia histórica ni cultura política, y condenado a vivir un eterno presente de dimes y diretes pudo haber pasado sin pena ni gloria una noticia significativa: ha puesto punto final esta semana a su extensa tarea de articulista acaso uno de los intelectuales latinoamericanos más combatidos e influyentes, y sin duda quien más ha cuestionado durante los últimos treinta años las diferentes formas del populismo. Mario Vargas Llosa fue un puntal de esa batalla ideológica, y confesó al abandonar voluntariamente su pluma cuatro cosas: su memoria ya no es lo que era, durante su carrera no ha pensado en congraciarse demagógicamente con sus lectores, ha luchado siempre para acercar sus ideas a la realidad y se ha permitido transparentar con sus notas “el debate que un columnista tiene consigo mismo a lo largo del tiempo”.
Es sabido que el Nobel de Literatura —bestia negra del kirchnerismo— no se ha privado de confesar su fe liberal, pero también que ha discutido no pocas veces con liberales prominentes de distinto pelaje. Un ejemplo de esa admiración crítica —es decir: nunca incondicional— es su texto sobre Friedrich August von Hayek, máximo exponente de la Escuela Austríaca, y gurú del presidente Javier Milei: “Podía defender, en nombre de la libertad individual, cosas que le disgustaban, como el derecho a ser homosexual sin verse por ello perseguido o discriminado, y, al mismo tiempo, nunca renunció a un cierto pragmatismo como cuando, en lo que concierne a la venta libre de armas de fuego, defendió la idea de que sólo probadas personas de cierto nivel intelectual y moral pudieran ejercer ese comercio”. El autor de La ciudad y los perros exhibe sin cortapisas el núcleo de su gran discrepancia: “Algunas de las convicciones de Hayek son difícilmente compartibles por un auténtico demócrata como que una dictadura que practica una economía liberal es preferible a una democracia que no lo hace. Así, llegó al extremo de afirmar en dos ocasiones que bajo la dictadura militar de Pinochet había en Chile mucha más libertad que en el gobierno de Salvador Allende, lo que le ganó una merecida tempestad de críticas, incluso entre sus admiradores”. En este tramo, Vargas Llosa no sólo estaba fustigando a Hayek, sino a muchos otros falsos liberales que apoyaron luctuosos regímenes de facto durante el siglo XX. Hace unos años y fuera de micrófono, el propio Vargas Llosa le confió a Joaquín Morales Solá: “Yo estaba de acuerdo con la economía de Fujimori, pero no estaba dispuesto a apoyar a alguien que quería cerrar el Congreso”. Es por eso mismo que, para Mario, el propio ideólogo de Milei se contradecía, puesto que su obra entera estaba consagrada a demostrar que la libertad de producir y comerciar no servía de nada “sin un orden legal estricto y eficiente que garanice la propiedad privada, el respeto a los contratos y un poder judicial honesto, capaz e independiente del poder político. Sin estos requisitos básicos —apuntaba—, la economía de mercado es una retórica tras la cual continúan las exacciones y corruptelas de una minoría privilegiada a expensas de la mayoría de la sociedad”. O dicho de otro modo: sin el respeto a la debida institucionalidad, la economía abierta caería en un mero “mercantilismo”. Es por eso que resulta lícito preguntarse si, a pesar de estos principios de fondo, el desdén por las reglas republicanas, que a fin de cuentas fueron confeccionadas por la “casta” y que resultan por lo tanto sospechosas, y sin duda un obstáculo para una política decisionista, no sobrevive en el inconsciente de los alumnos más fanáticos de la Escuela Austríaca. ¿Pudo haber incidido esa misma tentación en el lanzamiento del espectacular y controversial Decreto de Necesidad y Urgencia que fue presentado esta semana por cadena nacional y que luego fue cuestionado por relevantes constitucionalistas y por notables figuras del republicanismo? ¿O se trata de una simple treta política, consistente en anunciar una revolución, abrir una escandalosa discusión distractiva, colar todo el maximalismo que se pueda, ceder después a cambiar decreto por leyes puntuales que podrían encontrar voluntad parlamentaria para ser votadas y, de ser necesario, acusar a la clase política y a las corporaciones del Estado por frenar las grandes innovaciones desreguladoras? Milei, que hoy se presenta como la encarnación del pueblo, siente una predilección por los paleolibertarios, que son ortodoxos en lo económico y ultraconservadores en moral, pero que a su vez han adoptado una praxis populista en lo político. Y todas estas características del disco rígido de La Libertad Avanza deben tenerse en cuenta hoy, porque ayudan a comprender su lógica primera, aquella que surge como pulsión incluso antes de las modulaciones y filtros generados por la realpolitik y las conveniencias de coyuntura.
Advertido este sesgo en el genoma mileísta, que podría ser corregido en este caso específico con un simple paquete de leyes en espejo —habría voluntad mayoritaria para aprobar muchas de ellas—, se hace necesario reconocer la audacia de mostrarle a la opinión pública, en detalle y bajo una luz distinta, un régimen económico nuevo, y también que la mayoría de las medidas a remover fueron implantadas por las dictaduras de Onganía y Videla; el largo reinado de Cristina Kirchner y su populismo autoritario ocupa el tercer lugar en ese podio de normas amañadas y retrógradas. El propósito padece, sin embargo, de gigantismo y su tamaño es inversamente proporcional a las exiguas fuerzas reales y objetivas con que cuenta el Presidente en materia política, social y legislativa. Una vez más: como jugada revulsiva y virtuosa, que va en la dirección correcta, y también como dominio de la agenda pública, puede ser aplaudida, pero prima facie el megadecreto luce improvisado, no porque Federico Sturzenegger no haya elaborado un programa serio de desregulaciones, sino porque no se ha consultado a los sectores involucrados y no se sabe cómo funcionaría la ecualización total de esos movimientos: no hubo tiempo de preguntar a los especialistas, ni de reflexionar en cada tema ni de aplicar una mirada macroeconómica completa para asegurarse de que el remedio no sea peor que la enfermedad. Un plan estabilizador, en una situación financiera límite como la que atravesamos, necesita indudablemente de un shock. Pero una metamorfosis profunda del orden económico y jurídico no puede sino llevarse a cabo mediante un natural proceso de gradualismo, palabra que los libertarios abominan. Cuidado con la ansiedad, que es siempre mala consejera: las mejores intenciones naufragan por precocidad; el sexo tántrico triunfa exactamente por lo contrario. Y no todo objetor a las decisiones presidenciales puede ser tachado de lacra o de parásito, como el populismo de derecha —amigo de simplificaciones y anatemas— suele hacer en otras latitudes. Menos defendibles serán, por supuesto, algunos de los más grandes culpables de este modelo hambreador y fracasado, como por ejemplo los burócratas multimillonarios de la CGT, que después de cuatro años de complicidad y brazos caídos y de haber abandonado a sus afiliados a la superinflación y la miseria más oscura, de pronto entran en pánico y lanzan una manifestación, demostrando que solo los mueve el poder y el negocio. Tragicómicos resultan también aquellos militantes bien rentados que durante dos décadas lucharon para acabar con la división de poderes y otras “rémoras” de la Revolución Francesa (Cristina dixit), y ahora se rasgan las vestiduras por la institucionalidad violada. Ha nacido en estos días, como irónicamente señaló nuestro gran observador político Martín Rodríguez Yebra, el “kirchnerismo republicano”. Un oxímoron que, no obstante, les permite a los dirigentes que más hicieron por cargarse la democracia republicana aparecer como ofendidos adalides de ella, y a sus militantes de base, pasar de repudiar y reírse cruelmente de los “caceroludos”, a agarrar la cacerola en estas agradables y conmovedoras noches estivales. Aunque las urnas demostraron que son minoría, hay todavía mucho progre sin autocrítica que está orgulloso de su mala praxis, y que ruega a los gritos insistir con ella.
He procurado seguir en este artículo el último consejo de Mario Vargas Llosa, para quien es preferible reconocer “la incertidumbre antes que defender una verdad de manera deforme o escondida; siempre será factible opinar con reticencias, con dudas, antes que equivocarse garrafalmente”. Adiós, maestro, y feliz año nuevo.
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*Artículo publicado en el diario La Nación de Buenos Aires
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