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El fantasma de Marley, Cuento de Navidad de Dickens - Zenda
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El fantasma de Marley, Cuento de Navidad de Dickens

Nocturna Ediciones nos ofrece el clásico navideño de Dickens en una nueva edición con las ilustraciones en color de Quentin Blake, el célebre ilustrador de Roald Dahl, y traducción íntegra. ¡Una preciosa y divertida versión del viejo Scrooge y sus fantasmas! Ofrecemos un adelanto del libro, el cuento El fantasma de Marley. Para empezar, Marley...

Nocturna Ediciones nos ofrece el clásico navideño de Dickens en una nueva edición con las ilustraciones en color de Quentin Blake, el célebre ilustrador de Roald Dahl, y traducción íntegra. ¡Una preciosa y divertida versión del viejo Scrooge y sus fantasmas! Ofrecemos un adelanto del libro, el cuento El fantasma de Marley.

Para empezar, Marley estaba muerto; de eso no cabe la menor duda. El certificado de su entierro lo habían firmado el clérigo, el oficial de la sacristía, el director de pompas fúnebres y quien presidía el duelo. Scrooge lo firmó, y el nombre de Scrooge contaba mucho en el Royal Exchange para todo lo que él quisiera. El bueno de Marley estaba más muerto que el clavo de una puerta .

¡Ojo! Con esto no pretendo decir que yo sepa qué tiene de muerto el clavo de una puerta. Personalmente, habría considerado que el clavo de un ataúd es la pieza de ferretería más muerta que existe. No obstante, la sabiduría de nuestros antepasados forma parte del símil, con lo que mis manos impías no lo van a alterar, no fuese a significar la ruina del país. Así pues, permítanme que insista en que Marley estaba más muerto que el clavo de una puerta.

¿Sabía Scrooge que Marley estaba muerto? Pues claro que sí. ¿Cómo no iba a saberlo? Los dos habían sido socios no sé cuantísimos años. Scrooge era su único albacea, su único administrador, su único cesionario, su único legatario del remanente, su único amigo y su único doliente. Y ni siquiera a Scrooge le afectó terriblemente el triste suceso, sino que se portó como un excelente hombre de negocios el mismo día del funeral y lo solemnizó consiguiendo una innegable ganga.

La mención del funeral de Marley me devuelve al punto de partida. No hay duda de que Marley estaba muerto. Esto ha de entenderse con toda claridad, o no podrá haber nada portentoso en la historia que voy a relatar. Si no estuviéramos totalmente convencidos de que el padre de Hamlet ya está muerto antes de que comience la obra, no habría nada más que destacar en que se pasee por sus propias murallas de noche, bajo el viento del este, que si lo hiciera cualquier otro caballero de mediana edad que, después de oscurecer, apareciese de pronto en un lugar ventoso —el cementerio de la catedral de San Pablo, por ejemplo—, para literalmente dejar pasmado a su hijo de pocas entendederas.

Scrooge no había borrado el nombre del bueno de Marley. Ahí seguía, años después, sobre la puerta del almacén: Scrooge y Marley. Todo el mundo conocía la empresa como Scrooge y Marley. A veces alguien que no estuviese familiarizado con el negocio llamaba Scrooge a Scrooge y otras lo llamaba Marley, pero él respondía a ambos nombres, que lo mismo le daba.

¡Ay, con qué mano más férrea lo manejaba todo Scrooge! Era un viejo pecador agarrado, aprovechado, ahorrativo, cicatero y codicioso. Duro y afilado como un pedernal del que jamás acero alguno había extraído un generoso fuego; reservado, independiente y más solo que la una. El frío de su interior helaba sus ancianos rasgos, le cortaba la nariz puntiaguda, le arrugaba las mejillas, lo agarrotaba al andar; le volvía rojos los ojos y azules los finos labios, y hablaba con astucia a través de su chirriante voz. Tenía una gélida escarcha sobre la cabeza, las cejas y la enjuta barbilla. Siempre llevaba su baja temperatura con él; congelaba su despacho en la canícula y no lo deshelaba ni un grado en Navidad.

El calor y el frío externos tenían poca influencia en Scrooge. No había calor que lo calentara ni tiempo invernal que lo enfriase. No había viento más cortante que él mismo, ni nevada más resuelta en su propósito, ni aguacero menos abierto a los ruegos. El mal tiempo no sabía cómo ganarle. La lluvia más fuerte, la nieve, el granizo y el aguanieve sólo podían alardear de llevarle ventaja en un aspecto: ellos «untaban» a la gente con generosidad, mientras que Scrooge nunca lo hacía.

Nadie lo paraba jamás en la calle para decirle con cara de alegría: «Mi querido Scrooge, ¿cómo está usted? ¡A ver cuándo lo vemos por casa!». Ningún mendigo le suplicaba que le diese algo, ningún niño le preguntaba la hora, ningún hombre o mujer jamás inquirió de él por dónde se iba a tal sitio. Hasta los perros lazarillos parecían conocerle y, cuando lo veían aproximarse, tiraban de sus amos para meterlos en portales y patios, tras lo que meneaban el rabo como si dijeran: «¡No hay peor ojo que el maligno, mi invidente amo!».

Pero ¿y qué más le daba a Scrooge? Eso era justo lo que le gustaba. Apartarse de los abarrotados caminos de la vida, advirtiendo a toda simpatía humana de que guardase las distancias, era lo que más «chiflaba» a Scrooge, como dicen los entendidos.

Érase una vez —de todos los días buenos del año, el de Nochebuena— en que el viejo Scrooge estaba muy ocupado en su contaduría. Hacía un tiempo frío, crudo y cortante, y encima había niebla; Scrooge oía a la gente del patio de fuera que iba y venía resollando, golpeándose el pecho con las manos y dando patadas en las losas de la acera para calentarse los pies. Los relojes de la ciudad acababan de dar las tres, pero ya estaba bastante oscuro; no había habido mucha luz en todo el día, y las velas llameaban en las ventanas de las oficinas vecinas como manchas rojizas sobre el tangible aire parduzco. La niebla se metía por cada rendija y ojo de cerradura, y fuera era tan espesa que, aun siendo el patio de los más estrechos, las casas de enfrente sólo eran meros fantasmas. Al ver descender la lúgubre nube, oscureciéndolo todo, cualquiera habría pensado que la Naturaleza vivía muy cerca y estaba preparando té a gran escala.

Scrooge tenía la puerta de la contaduría abierta para poder vigilar a su empleado, que en una celda lúgubre y pequeña, como una especie de pecera, copiaba cartas. El fuego de Scrooge era muy pequeño, pero el del empleado lo era tanto más que parecía compuesto de una única brasa. Sin embargo, no podía alimentarlo, pues Scrooge guardaba el carbón en su habitación y, si al empleado se le ocurriese entrar con la pala, el jefe predeciría que era necesario que finalizasen su relación laboral. Así pues, el empleado se ponía la bufanda blanca e intentaba calentarse con la vela; esfuerzo este en el que siempre fracasaba, ya que no era hombre de gran imaginación.

—¡Feliz Navidad, tío! ¡Que Dios lo bendiga! —exclamó alguien con alegría. Era el sobrino de Scrooge, quien apareció tan de súbito que esa fue la primera indicación que tuvo su tío de su llegada.

—¡Bah! —dijo Scrooge—. ¡Paparruchas!

El sobrino había entrado tan en calor, de caminar deprisa entre la niebla y la escarcha, que estaba resplandeciente; tenía el rostro rubicundo y apuesto, le brillaban los ojos y el aliento le volvía a echar humo.

—¿Que las Navidades son paparruchas, tío? ¡No lo dirá en serio!

—Pues sí que lo digo —afirmó Scrooge—. ¿Feliz Navidad? ¿Qué derecho tienes tú a ser feliz? ¿Qué motivo tienes para ser feliz? ¡Con lo pobre que eres!

—Bien, en ese caso —replicó el sobrino en tono jocoso—, ¿qué derecho tiene usted a estar triste? ¿Qué motivo tiene para estar taciturno? ¡Con lo rico que es!

Scrooge, al no tener mejor respuesta que dar así de improviso, repitió el «¡bah!», seguido de otro «¡paparruchas!».

—No se enfade, tío —le dijo el sobrino.

—¿Y cómo no me voy a enfadar —contestó Scrooge—, cuando vivo en semejante mundo de imbéciles? ¡Feliz Navidad! ¡Conque feliz Navidad! ¿Qué es la Navidad para ti sino la época de pagar facturas sin tener dinero; la época de ver que eres un año más viejo y ni una hora más rico; la época de cuadrar las cuentas y comprobar que hasta la última entrada te ha sido desfavorable a lo largo de todo el año? Si me pudiera salir con la mía —añadió indignado—, a cada idiota que va por ahí diciendo «feliz Navidad» lo herviría en su propio budín navideño y lo enterraría con una estaca de acebo clavada en el corazón. ¡Ya lo creo que sí!

—Venga, tío… —le rogó su sobrino.

—Mira lo que te digo, sobrino —masculló con severidad—, tú celebra la Navidad a tu modo y déjame que yo la celebre al mío.

—¿Que usted la celebre? —repitió el otro—. ¡Pero si no la celebra!

—Pues entonces déjame que no le haga ni caso —dijo Scrooge—, y tú que disfrutes mucho las fiestas. ¡Como si alguna vez te hubieran sido del menor provecho!

—Pues yo creo que sí que hay muchas cosas que me podrían haber sido de provecho, pero de las que no me he sabido beneficiar; la Navidad entre ellas —contestó el sobrino—. No obstante, sé que, cuando llegan, siempre pienso que estos días de Navidad (aparte de sentir por ellos la veneración que se merecen su nombre y orígenes sagrados, si es que puede haber algo más aparte de eso) son unos días buenos: unos días agradables en los que ser amables, caritativos e indulgentes; es la única época que conozco del largo calendario del año en que los hombres y mujeres parecen ponerse de acuerdo para abrir sin restricciones sus cerrados corazones, y ven a la gente que está por debajo de ellos como si de verdad fuesen sus compañeros de viaje hacia la tumba, y no una raza diferente de seres que viajan con rumbo distinto. Así pues, tío, aunque nunca me hayan aportado ni una pizca de oro o plata al bolsillo, creo que sí que me hacen mucho bien y me lo seguirán haciendo; y por eso digo que bendito sea Dios.

Sin que pudiera contenerse, el empleado de la pecera aplaudió, pero como de inmediato se diese cuenta de la incorrección que había cometido, se puso en su lugar a atizar el fuego, con lo que apagó definitivamente la última débil chispa que quedaba.

—Como le vuelva a oír hacer algún otro ruido —le dijo Scrooge—, va a celebrar usted la Navidad perdiendo el puesto. Vaya, estás hecho todo un orador, señor mío —añadió dirigiéndose a su sobrino—. Me extraña que no te presentes para el Parlamento.

—No se enfade, tío… ¡Vamos, venga mañana a comer con nosotros!

Scrooge contestó que antes prefería verlo en el… Sí, lo dijo, con todas las palabras y culminando con esa situación límite.

—Pero ¿por qué? —clamó el sobrino—. ¿Por qué?

—¿Por qué te casaste? —le preguntó Scrooge.

—Pues porque me enamoré.

—¡Porque te enamoraste! —bramó Scrooge, como si fuera la única cosa del mundo aún más ridícula que una feliz Navidad—. ¡Buenas tardes!

—Pero, tío, si usted nunca venía a verme antes de que eso ocurriera, ¿por qué lo pone ahora como razón para no venir a casa?

—Buenas tardes —repitió Scrooge.

—No quiero nada de usted; no le pido nada. ¿Por qué no podemos ser amigos?

—Buenas tardes.

—Lamento de todo corazón verlo tan decidido. Nunca he dado pie a que discutamos por nada. De todos modos, lo he intentado en homenaje a la Navidad y pienso conservar mi buen humor navideño hasta el final. Así que ¡feliz Navidad, tío!

—Buenas tardes —dijo Scrooge.

—¡Y feliz Año Nuevo!

—¡Buenas tardes! Aun así, su sobrino salió de la habitación sin decir una sola palabra de enojo. Se detuvo en la puerta de fuera para desearle felices fiestas al empleado, el cual, pese al frío que tenía, estuvo más cálido que Scrooge y le devolvió la felicitación con mucha cordialidad.

—Otro que tal —murmuró Scrooge al oírlos—; mi empleado, con quince chelines a la semana, mujer e hijos, hablando de Navidades felices. Esto es para terminar en el manicomio.

El lunático en cuestión, al abrir la puerta para despedir al sobrino de Scrooge, dejó entrar a otras dos personas. Eran unos caballeros corpulentos, de aspecto agradable, que se quitaron los sombreros y pasaron al despacho de Scrooge. Iban provistos de libros y papeles y se inclinaron ante él.

—Esto es Scrooge y Marley, si no me equivoco —dijo uno de ellos consultando una lista—. ¿A quién tengo el gusto de dirigirme, al señor Scrooge o al señor Marley?

—El señor Marley lleva siete años muerto —contestó Scrooge—. Murió hace siete años esta misma noche.

—No nos cabe duda de que su generosidad tiene un buen representante en el socio que le sobrevive —dijo el caballero mientras le entregaba sus credenciales.

Ciertamente lo tenía, ya que habían sido almas gemelas. Al oír tan funesta palabra, «generosidad», Scrooge frunció el ceño, negó con la cabeza y le devolvió las credenciales.

—En esta época festiva del año, señor Scrooge —dijo el caballero cogiendo una pluma—, es aún más deseable que ayudemos en algo a los pobres e indigentes, quienes en la actualidad padecen muchísimo. Muchos miles carecen de lo básico; cientos de miles carecen de las mínimas comodidades, señor.

—¿Es que no hay cárceles? —preguntó Scrooge.

—Sí, hay muchas cárceles —contestó el caballero dejando la pluma.

—¿Y los asilos de pobres? —insistió Scrooge—. ¿Todavía funcionan?

—Sí, todavía funcionan —respondió el caballero—, aunque me encantaría poder decir que no.

—O sea, que la rueday la Ley de pobres siguen en pleno vigor, ¿no?

—Y ambas a todo rendimiento, señor. —¡Ah, bueno! Me había pensado, por lo que ha dicho usted al principio, que había ocurrido algo que impidiese su misión de provecho —dijo Scrooge—. Me alegro mucho de saberlo.

—Como tenemos la impresión de que apenas pueden proporcionar alegría cristiana de cuerpo o mente a la multitud —replicó el caballero—, unos cuantos estamos intentando recaudar fondos para comprarles a los pobres comida y bebida y medios para calentarse. Elegimos estas fechas porque, de todas, es cuando la miseria más se hace notar y la abundancia más espléndida es. ¿Cuánto le apunto?

—¡Nada! —contestó Scrooge.

—¿Es que quiere hacerlo de forma anónima?

—Lo que quiero es que me dejen en paz. Puesto que me preguntan por lo que quiero, esa es mi respuesta, caballeros. Yo no soy feliz en Navidad ni puedo permitirme hacer felices a los vagos. Ayudo a mantener las instituciones que he mencionado, que ya cuestan bastante, y ahí es adonde deben ir los que no disponen de medios.

—Muchos no pueden ir ahí, y otros muchos antes preferirían la muerte.

—Pues si prefieren morirse, lo mejor es que lo hagan, y así contribuyen a que disminuya el exceso de población —dijo Scrooge—. Además, perdóneme, pero no estoy yo tan seguro de eso.

—Pero podría llegar a estarlo —observó el caballero.

—No es asunto mío —replicó Scrooge—. Uno ya tiene bastante con ocuparse de sus propios asuntos y no interferir en los de los demás. Y los míos me tienen constantemente ocupado. Buenas tardes, caballeros.

Como vieron con toda claridad que no serviría de nada que insistieran, los caballeros se retiraron. Scrooge retomó el trabajo con mejor opinión de sí mismo y un humor más jocoso de lo que era habitual en él.

Mientras, la niebla y la oscuridad habían espesado tanto, que algunos iban por la calle con antorchas ofreciendo sus servicios para ir delante de los caballos de los carruajes y guiarlos. La antigua torre de una iglesia, cuya vieja campana bronca siempre estaba espiando con picardía a Scrooge por una ventana gótica de la pared, se volvió invisible, y daba las horas y los cuartos en las nubes, a lo que seguía una vibración trémula como si le castañetearan los dientes en su cabeza helada allá en lo alto. El frío se tornó muy intenso. En la calle principal, a la vuelta del patio, unos trabajadores que reparaban las tuberías del gas habían encendido un gran fuego en un brasero, alrededor del cual se congregaba un grupo de hombres y muchachos harapientos que se calentaban las manos y pestañeaban ante la fogata en pleno embeleso. La boca de incendio se había quedado sola, con lo que se le derramaba hoscamente solidificado hasta transformarse en misantrópico hielo.

La luminosidad de las tiendas, en las que ramitas y bayas de acebo crepitaban al calor de las luces de los escaparates, volvía rubicundos los pálidos rostros que pasaban por delante. Las pollerías y tiendas de ultramarinos se convertían en una espléndida broma: en una gloriosa fiesta con la que era casi imposible creer que tuvieran nada que ver principios tan aburridos como los de la compra y venta. El alcalde, en su fortaleza de la imponente Mansion House, daba órdenes a sus cincuenta cocineros y mayordomos para que celebrasen la Navidad como correspondía en casa de un alcalde; e incluso el pequeño sastre al que había multado con cinco chelines el lunes anterior por ir borracho y pendenciero por la calle removía en su buhardilla el budín del día siguiente, mientras su escuálida mujer y la criatura salían a comprar la ternera.

¡Y todavía más niebla y frío! Un frío cortante, inquisitivo, penetrante. Con que el bueno de san Dunstán le hubiese dado un pellizco en la nariz al Maligno con un poco de ese tiempo, en lugar de usar sus famosas armas , sin duda este habría rugido aún más de dolor. El dueño de una escasa y joven nariz, roída y mascada por el hambriento frío como los perros roen huesos, se agachó ante el ojo de la cerradura de Scrooge para obsequiarle con un villancico; pero en cuanto oyó:

«¡Dios os guarde dichosos, caballeros! ¡Que nada os turbe! »,

Scrooge agarró la regla con tanta energía que el cantante huyó aterrorizado y dejó la cerradura a la niebla y la escarcha más simpáticas.

Finalmente llegó la hora de cierre de la contaduría. De muy mala gana Scrooge se bajó del taburete, con lo que de forma tácita reconoció ese hecho al expectante empleado de la pecera, el cual de inmediato apagó la vela y se puso el sombrero.

—Supongo que mañana querrá todo el día libre, ¿no? —le dijo Scrooge.

—Si le viene bien, señor…

—No me viene bien —espetó Scrooge—, ni tampoco es justo. ¿A que si le quitara media corona por eso usted se consideraría agraviado?

El empleado sonrió débilmente.

—Y, sin embargo —añadió Scrooge—, no me considera a mí agraviado por pagar el sueldo de un día a cambio de ningún trabajo.

El empleado comentó que sólo era una vez al año.

—¡Una excusa muy pobre cuando se trata de robarle a uno cada veinticinco de diciembre! —dijo Scrooge mientras se abotonaba el gabán hasta la barbilla—. En fin, supongo que tendré que darle todo el día libre. ¡Pero estese aquí bien temprano al siguiente!

El empleado le prometió que así lo haría, tras lo que Scrooge se marchó con un gruñido. El otro cerró la oficina en un santiamén y, con los largos extremos de su bufanda blanca colgándole por debajo de la cintura (ya que no podía presumir de gabán), en Cornhill se tiró veinte veces por un tobogán, al final de una fila de chicos, en homenaje a la Nochebuena, y luego se fue corriendo lo más deprisa que pudo a su casa de Camden Town a jugar a la gallina ciega.

Scrooge se tomó su triste cena en la triste taberna de siempre y, después de leer todos los periódicos y de pasar agradablemente el resto de la velada repasando su libreta de ahorros, se fue a casa a dormir. Vivía en un piso que había pertenecido a su difunto socio. Eran unas habitaciones lúgubres de un maltrecho edificio al final de un patio, donde tenía tan poco sentido que estuviera, que no costaba mucho imaginarse que se habría metido ahí cuando era una casa joven y jugaba al escondite con otras casas, y luego no habría sabido cómo salir. Ahora, además de bastante vieja, era bastante lóbrega, pues no vivía nadie más aparte de Scrooge, ya que el resto de pisos estaban alquilados para oficinas. El patio estaba tan oscuro que hasta Scrooge, que se conocía hasta la última piedra, tuvo que ir por él a tientas. La niebla y la escarcha pendían de tal manera sobre el negro y viejo portalón de la casa, que parecía como si el Genio de la Meteorología se hubiera sentado triste y meditabundo en el umbral.

Puedo afirmar que la aldaba de la puerta no tenía absolutamente nada de especial, a excepción de que era muy grande.

También puedo afirmar que Scrooge llevaba viéndola día y noche desde que residía en ese lugar, y también que Scrooge tenía tan poco de eso que se llama imaginación como cualquier hombre de la City de Londres8 , lo que incluso incluye —y son palabras mayores— a los regidores de su organismo regulador y a los miembros de los gremios. Tengamos asimismo en cuenta que Scrooge no había dedicado el menor pensamiento a Marley desde que esa tarde había mencionado su muerte siete años atrás. Y, dicho todo esto, que alguien me explique, si es que puede, cómo fue que Scrooge, mientras metía la llave en la cerradura, y sin que mediase ningún proceso de cambio, no vio en la aldaba la propia aldaba, sino el rostro de Marley.

El rostro de Marley, que no estaba envuelto por sombras impenetrables como todo lo demás del patio, sino que irradiaba una débil luz, como una langosta en mal estado en un sótano oscuro.

No se le veía enfadado o feroz, sino que miraba a Scrooge como siempre lo hacía Marley: con las fantasmagóricas gafas sobre la fantasmagórica frente. Llevaba el pelo muy despeinado de un modo curioso, como a soplidos o con aire caliente, y aunque tenía los ojos muy abiertos, estaban totalmente inmóviles. Eso, junto con su color lívido, lo volvía horrible; pero su horror parecía ser algo que el rostro no podía controlar, más que formar parte de su propia expresión.

Mientras Scrooge observaba detenidamente semejante fenómeno, volvió a ser la aldaba de siempre.

Sería falso decir que no se sobresaltó o que no notó en la sangre una terrible sensación que le era ajena desde la infancia. No obstante, puso la mano en la llave que había soltado, la giró con energía, entró y encendió la vela.

Sí que se detuvo, en un momento de indecisión, antes de cerrar la puerta; y sí que miró primero con precaución detrás de esta, como si casi esperara espantarse al ver la coleta de Marley saliendo de ella. Sin embargo, no había nada en la parte trasera de la puerta, salvo los tornillos y tuercas que sujetaban la aldaba, así que, con un gran «¡bah!», la cerró de un portazo.

Este resonó por la casa como un trueno. Cada habitación de arriba y cada barril de la bodega del vinatero de abajo parecieron tener un eco distinto. Scrooge no era la clase de hombre al que asustaban los ecos. Echó el cerrojo y, lentamente, atravesó el vestíbulo y, mientras despabilaba la vela, subió por la escalera.

A veces se habla vagamente de poder subir con un carruaje tirado por seis caballos por un buen tramo de antiguas escaleras, o también de conducirlo a través de las lagunas legales de una mala ley del Parlamento , pero lo que yo digo es que por esa escalera podría haber subido con facilidad un coche fúnebre de lado, con el balancín hacia la pared y la puerta hacia la barandilla. Había anchura y espacio de sobra, lo cual tal vez fuese la razón por la que a Scrooge le pareció ver en la oscuridad que subía un coche fúnebre delante de él. Ni media docena de lámparas de gas de la calle habrían iluminado bien la entrada, así que ya se pueden figurar lo muy oscuro que estaba con la única ayuda de la vela de sebo de Scrooge.

Pero él siguió subiendo sin que le importase un pimiento; la oscuridad es barata, y a Scrooge le gustaba. Aun así, antes de cerrar la pesada puerta de su piso, recorrió las habitaciones para comprobar que todo estaba en orden. Todavía tenía el rostro de Marley lo bastante presente para querer hacerlo.

Salón, dormitorio, trastero. Todo bien. No había nadie debajo de la mesa ni del sofá; un pequeño fuego ardía en la chimenea; el tazón y la cuchara puestos, y el cazo de gachas (Scrooge estaba resfriado) sobre el hornillo. No había nadie debajo de la cama ni dentro del armario; nadie en su bata, que colgaba de la pared con actitud sospechosa. El trastero, como siempre: una pantalla retirada de chimenea, zapatos viejos, dos cestas de pesca, un palanganero de tres patas y un atizador.

Satisfecho, cerró la puerta y se encerró por dentro; dio dos vueltas a la llave, lo que no tenía costumbre de hacer. Una vez que estuvo así a salvo de sorpresas, se quitó el pañuelo del cuello, se puso la bata, las zapatillas y el gorro de dormir y se sentó ante el fuego a tomarse las gachas.

El fuego, que estaba muy bajo, no hacía nada en una noche tan gélida. Tuvo que sentarse muy cerca e inclinarse sobre él para obtener una mínima sensación de calor de ese escaso puñado de combustible. Era una chimenea antigua, que había construido un comerciante holandés mucho tiempo atrás, y estaba alicatada con pintorescos azulejos holandeses con ilustraciones de las Escrituras. Había Caínes y Abeles, hijas del Faraón, reinas de Saba, ángeles mensajeros que descendían por el aire sobre nubes que eran como colchones de plumas, Abrahames, Baltasares, apóstoles que se hacían a la mar en mantequilleras: cientos de figuras para distraer sus pensamientos; y, aun así, ese rostro de Marley, que llevaba siete años muerto, los devoró a todos como el bastón del antiguo profeta10. Si cada uno de los lisos azulejos hubiese estado en blanco y hubiera tenido la capacidad de formar alguna imagen en su superficie a partir de los pensamientos inconexos de Scrooge, habría aparecido una copia de la cabeza del viejo Marley en todos ellos.

—¡Paparruchas! —dijo Scrooge, quien se puso a caminar por la habitación.

Después de varias vueltas, se sentó de nuevo en la butaca. Al echar la cabeza hacia atrás, dio la casualidad de que posó la mirada en una campana, fuera de uso, que colgaba en la habitación y que, por algún motivo ya olvidado, comunicaba con una estancia del piso más alto del edificio. Con gran estupor, así como con un terror extraño e inexplicable, vio que la campana empezaba a balancearse. Al principio lo hizo con tanta suavidad que apenas emitía ningún sonido, pero pronto estuvo sonando con fuerza, al igual que todas las demás campanas de la casa.

Por más que tal vez sólo durase medio minuto, o uno a lo sumo, pareció una hora. Las campanas dejaron de sonar igual que habían empezado, todas a la vez. Les siguió un ruido metálico procedente de muy abajo; como si alguien arrastrara una pesada cadena sobre los barriles de la bodega del vinatero. Entonces Scrooge recordó que se decía que los fantasmas de las casas encantadas arrastraban cadenas.

La puerta de la bodega se abrió con estrépito, tras lo que oyó el ruido mucho más fuerte en los pisos de abajo, luego subiendo las escaleras y después dirigiéndose hacia su puerta.

—¡Paparruchas! —afirmó Scrooge—. No me creo nada.

El color le mudó, no obstante, cuando, sin detenerse, eso atravesó la pesada puerta y entró en la estancia. Al hacerlo, las mortecinas llamas se avivaron como si exclamaran: «¡Lo conocemos! ¡Es el fantasma de Marley!», para a continuación volver a reducirse.

La misma cara: la mismita. Era Marley, con la coleta, el chaleco, las medias y las botas de siempre; las borlas de estas últimas estaban erizadas, al igual que la coleta, los faldones de la levita y el pelo de la cabeza. Llevaba la cadena atada a la cintura; era larga, se le enroscaba como una cola y estaba hecha (pues Scrooge la observó detenidamente) de cajas.

Sinopsis de Cuento de Navidad, Charles Dickens

Ebenezer Scrooge es un viejo agrio, avaro y cruel que no cree en la generosidad, el buen humor y el cariño, sólo en los negocios y el dinero. Pero todo cambia cuando una noche, la víspera de Navidad, recibe la visita de un espectro conocido y los espíritus de las Navidades pasadas, presentes y futuras… El clásico navideño de Dickens en una nueva edición con las ilustraciones en color de Quentin Blake, el célebre ilustrador de Roald Dahl, y traducción íntegra.

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Autor: Charles Dickens. Título: Cuento de Navidad. Editorial: Nocturna. Colección Noches Blancas. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro

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