Imagen de portada: Alegoría de la vanidad, de Antonio de Pereda.
Conocí hace algunas semanas a un escritor importante. Pasé, por cosas de trabajo, un largo rato con él, oyéndole hablar. Fue como una hora que estuvo hablando. También pidió un té. Antes del té, tuvimos que cambiar de sitio en el hotel donde estábamos porque había mucho ruido, una señora estaba pasando la aspiradora, algo que a él le molestaba. Vestía una chaqueta de la marca A.P.C., como tuve ocasión de fijarme. Luego busqué A.P.C. en Google. Su chaqueta costaba 300 o 400 dólares. Citó a Deleuze. Una compañera de fatigas me preguntó, al terminar, qué me había parecido el autor importante. “Un psicópata”, contesté, “un psicópata al que el mundo le ha dado la razón”.
Yo habré conocido, sin esforzarme en absoluto en hacer vida social en el mundo de los libros, a diez escritores muy similares a éste, tan importante. Igual de engreídos, igual de relamidos, igual de vanidosos, de iluminados y de especialitos. Los hay por todas partes, con la buena suerte para la sociedad de que sus libros no acaban siendo best sellers mundiales. Conocemos a pocos psicópatas porque están todos fracasando. Eso es lo que nos separa de una avalancha de escritores famosos insoportables: su fracaso.
El autor importante me hizo acordarme de algo que me dijo un autor sin importancia, hace años. Presentaba nuevo libro y quería que un escritor más importante que él le acompañara, como suele ser habitual. Pero este escritor le dijo que no, y su forma de decir que no irritó a mi amigo, que me dijo: “Cree que los demás no tenemos orgullo”.
El autor importante (habrá ganado dos o tres millones de dólares con su novela) asume que su vanidad y el aprecio que siente por sus libros no pueden compararse con la vanidad y el aprecio que siente por sus libros un autor que haya vendido 500 ejemplares, un autor que haya vendido 5.000 ejemplares o un autor que esté traducido únicamente al portugués. Obviamente la vanidad del millonario es mayor, y su aprecio y amor por su obra, consecuentes. De este modo, interactuar con un autor de menor éxito significa interactuar con un autor con menos ego.
Curiosamente, en estas jerarquías, el que se sitúa arriba piensa naturalmente que su vanidad está completamente justificada, validada por el éxito, pero también piensa que la vanidad del otro, apenas existente, también está plenamente justificada y asumida, y que un autor sin éxito considera sus libros muy poca cosa, como hijos que ha tenido sin querer. No le afecta, por tanto, si alguien los lee, si alguien los traduce, si alguien los recuerda. Para el autor egomaníaco, todos los libros han recibido lo que se merecen desde el momento en que los suyos han tenido éxito.
Así las cosas, un autor sin éxito no tiene nada interesante que decir sobre sus propios libros ignorados, y no va a citar a Deleuze ni a cambiar de sitio a un grupo de personas porque le molesta el ruido de una aspiradora. Eso lo hace él porque es ya un artista, como demuestran los dos o tres millones de dólares que ha ganado con su novela.
La condición de psicópata razonado resulta evidente. Lo cierto es que muchos autores sin éxito, sin inmortalidad, sin titulares en The New York Times, se comportan exactamente igual que el autor importante, al menos, durante los primeros años. Su cálculo es que si consiguen hacer pensar a los demás que son grandes escritores al final acabarán siendo considerados grandes escritores. Es la profecía autocumplida que señalaba la esposa de Billy Wilder cuando decía: “Antes de ser Billy Wilder, Billy Wilder ya se comportaba como si fuera Billy Wilder”.
O, en palabras certeras de Julio Cortázar: “El genio es elegirse genial, y acertar”.
Muchos se eligen geniales, grandes autores, titanes de la literatura, y no aciertan. Nadie se da cuenta de lo titanes que son. Pasan los años, y algunos asumen que a lo mejor no eran tan geniales, mientras que otros siguen paseando su vanidad de psicópata por las ferias del libro y los cafés del centro.
Con este autor súper-importante aún en el recuerdo, enfrenté mis sensaciones con las sensaciones que me han dado otros autores de la misma estirpe, para concluir que no es el ego, ni la lucha de egos, lo que se desprende de ellos, sino la negación del ego de los demás.
Algo como: “Tú mismo no puedes considerar buenos tus propios libros”.
Lo cierto es que cualquier autor tiene un aprecio bastante alto por su propia obra, pero sólo el que ha alcanzado la gloria literaria (curiosamente, “gloria literaria”, tan poético, refleja mejor lo que aquí queremos indagar que “vender muchos libros” o “ser muy traducido”; es ese oro el que enloquece, la “gloria literaria”), digo, sólo el que ha alcanzado la gloria literaria (especie de puerta de acceso preferente a la posteridad) cree detentar el orgullo en exclusiva.
Hace algunas semanas, mi amigo David Pérez Vega publicó un vídeo en el que, entre otras cosas, hablaba del escalafón de los egos. Decía David: “La literatura es un mundo jerárquico, con unas jerarquías que parece La India, esto”. Y añadía: “Hay gente que publica en tal editorial y entonces jerárquicamente se pone por encima de ti, y esta gente se siente con la capacidad de escribirte, oye, ¿te vas a leer mi libro y lo comentas?” Aclaraba David que estos autores nunca se leen un libro suyo.
Ese “ponerse por encima de ti” es lo que yo vi en el autor importante, y en otros autores, menos importantes, que he conocido, cuyo trato siempre exige un principio de vasallaje, el honor de poder ser sus escuderos. Cada autor actúa y habla desde cierta pre-concepción bolsística, como si viera su cotización escrita en el aire, y la de su interlocutor al lado: esto valgo yo, esto vales tú, a partir de ahí nos tratamos.
No niego que quizá yo mismo haya actuado así alguna vez, por supuesto.
El vídeo de David Pérez Vega, ocasionado por su entrada en la cincuentena, me pareció una joya. Ahí tenemos a un hombre que ha dedicado varias décadas a conseguir que le publiquen los libros, y lamenta que nunca se los haya acogido un sello principal. Cumplidos los 50 años, da por hecho que eso nunca va a suceder. Pocas veces verán un testimonio tan puro sobre amor a la literatura. Leo, escribo, envío. Durante décadas. No consigo nada; apenas nada. Sigo.
Por supuesto, alguna novela de David Pérez Vega podría estar publicada en uno de esos sellos que ni siquiera le contestan los correos. Es cuestión de suerte, de moda, de amistad; de muchas cosas que en nada cuestionan un talento literario. Se publica tanta basura que no puede parecernos normal que nunca le hayan publicado un libro a alguien que vive única y exclusivamente para leer y escribir, y que no deja de enviar manuscritos. Pero ha sucedido. Seguramente, ha sucedido muchas veces.
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