«Yo me iba, madre,
las rosas a cortar,
hallara la muerte
dentro del rosal.
Dentro del vergel,
moriré,
dentro del rosal,
matar me han»
En 1933, tres años antes de su muerte, en Buenos Aires, Federico García Lorca terminaba con estos versos la famosa conferencia que tuvo por nombre Juego y teoría del duende. Contaba Pepín Bello, compañero de habitación de Federico en la Residencia de Estudiantes de Madrid, que cuando Lorca recitaba, el mundo enmudecía. Todas las criaturas vivas quedaban prendadas de su voz, así como de su estilo interpretativo para declamar y darle vida a las palabras escritas. Poco importaba que fuesen actos u obras enteras de Lope de Vega, por ejemplo, referente predilecto de Federico en cuanto a dramaturgia se refiere, o un poema que él mismo había escrito, e incluso una pieza musical que se arrancaba a tocar en el piano o en la guitarra, pues también en esto Lorca era un virtuoso y genio indiscutible. Era, decían, la magia lorquiana la que los envolvía; teatro y poesía viva. Aquello que entraba en el cuerpo de Federico a través de los sentidos, a través de los «sonidos negros», que tan bien expresó Manuel Torres, y que Lorca definió en aquella conferencia como “el misterio, las raíces que se clavan en el limo que todos conocemos, que todos ignoramos, pero de donde nos llega lo que es sustancial en el arte”, se convertía en una creación única. En una pieza irrepetible y perpetua. Y es que si algo podía definir a Federico García Lorca era el Arte con mayúsculas. Arte que engloba y encierra en sí mismo el gran misterio que todos ansiamos resolver, o para lo que nos gustaría tener una respuesta y que, como mínimo, pudiéramos comprender; que no se escapase de nuestro entendimiento ni razón. Sin embargo, es inevitable que así suceda, y que aun queriendo atraparlo y mantenerlo y retenerlo, este nunca se deja. Sí, “el duende es un poder y no un obrar, es un luchar y no pensar”. Es, más bien, un dejarse poseer, arrastrar y transformar. En lugar de querer prenderlo, dejar que sea él quien nos capture a nosotros porque somos sus siervos, pero también su canal y su medio. “Para buscar al duende no hay mapa ni ejercicio, sólo se sabe que quema la sangre como un trópico de vidrios, que agota, que rechaza toda la dulce geometría aprendida, que rompe los estilos, que se apoya en el dolor humano que no tiene consuelo (…). La llegada del duende presupone siempre un cambio radical en todas las formas. Sobre planos viejos, da sensaciones de frescura totalmente inéditas, con una calidad de rosa recién creada, de milagro, que llega a producir un entusiasmo casi religioso”. Y si el Arte es duende y es, al mismo tiempo, misterio, también Federico lo fue, así como lo fue su muerte. Por eso resulta llamativo, o casual, que Lorca eligiese esa canción popular para ponerle el broche de oro a una de las conferencias que pasó a la historia por ser, no sólo la primera vez en la que se definió el duende en boca de García Lorca como aquello que posee en su haber el verdadero poeta, músico, cantaor, bailarín… artista, en definitiva, sino porque aun desconociendo dónde le mataron, lo cierto es que Federico halló la muerte en el rosal y vergel de los Rosales. Ahí donde cantaba y tarareaba mientras sacaba las espinas de su alma escribiendo y componiendo nuevos actos y versos; ahí donde creyó sentirse protegido, y lo estaba, por la madre de Pepiniqui y de Luis, falangistas y amigos de García Lorca que en esos momentos no se encontraban en casa. Y aun así, refugiado y escondido en una habitación del segundo piso, se ensimismaba durante las madrugadas contemplando la luna y soñando con las noches cerradas, estivales y frescas, en las que la brisa acaricia y consuela dándonos tregua en medio de nuestras tormentas internas. Sin embargo el sueño, en vez de reponer y aliviar las esperanzas, las debilitaba, pues sentía cómo la muerte se le acercaba. Oía sus pasos en una mañana que no quería que llegara, y aun negándola, tarde o temprano, no podría evitarla.
Los primeros golpes retumbaron por toda la estancia, y fueron sentidos como el filo frío de una navaja que se clava bien adentro y atraviesa el cuerpo y la carne hasta fundir la sangre con el hierro, provocando una herida con nombre de traición más honda que cualquier espina. “No os atreveríais si estuvieran aquí mis hijos”, escuchó decir a la matriarca de los Rosales. Y el que había sido cautivador de todos los públicos con su Barraca se sintió por primera vez cautivo y presa de un destino que se acababa de convertir en su peor enemigo. Federico García Lorca fue un prisionero clave. Un blanco escrupulosamente escogido, motivado por el odio de quienes tienen el corazón corrompido y no dudan en mostrar su asco y desprecio hacia el que piensa diferente, hacia el que siente diferente. ¿Para quién, o quiénes, representaba Lorca un peligro? ¿Qué mal había hecho, qué falta había cometido contra Ramón Ruiz Alonso, Juan Luis Trescastro o José Valdés? ¿Qué amenaza podía ejercer semejante criatura de sensibilidad desmedida? Ninguna. Federico era un alma pura que ante todo amaba y se dejaba amar. Era una personificación de la grandeza y la bondad. De la calidad humana que a veces cuesta ver y más aún encontrar. En todo caso, sobra decirlo, el peligro fueron ellos, sus verdugos y asesinos, que como turba no dudaron en personarse con un documento que a saber qué invención o argumento guardaba en su interior para proceder y justificar con él la detención del poeta que aseguró ser «católico, comunista, anarquista, libertario, tradicionalista y monárquico». «Canto a España y la siento hasta la médula, pero antes que esto soy hombre del mundo y hermano de todos. Desde luego, no creo en la frontera política». No, el poeta granadino no creía en la frontera política ni en nada ni nadie que le impusiera unos límites, que él, con gusto, habría derribado y quebrantado. Tampoco permitió que las afinidades o simpatías hacia un gobierno o una forma de gobernar marcaran y definieran sus amistades. Precisamente Lorca podía ser, y era, amigo de Miguel Hernández, de Buñuel, de Dalí y de Pepín. De Manuel de Falla o de Ignacio Sánchez Mejías, y para aquellos que vayan a rasgarse las vestiduras al leerlo, sepan que entre sus amistades también se encontraba el fundador de la Falange, a quien llamaban «el político poeta»: José Antonio Primo de Rivera, con quien Federico afirmó encontrarse algunos viernes en el café Lyon, espacio elegido donde, si en el piso de arriba él celebraba sus tertulias, Primo de Rivera tenía reservado los bajos del local para las suyas. «Federico, ¿no crees que con tus monos azules y nuestras camisas azules se podría hacer una España mejor?», reza una nota que le firmó el político al poeta.
Así pues, sólo los necios e ignorantes podían ser capaces de arrebatarle la vida a sangre fría a quien se desvivía por su duende y por su Arte, por la auténtica Cultura, que no hace sino (re)construir, pulir y perfeccionar el espíritu del hombre. Decía Jorge Guillén que cuando se estaba en compañía del poeta granadino no hacía ni frío ni calor, hacía Federico. Ciclón como era, allá por donde pasaba alteraba. Imantando, hechizando, seduciendo a todos por igual, deslumbrando, derrochando su encanto… y en ese sentido no sorprendería que el dolor y el miedo que padeció fuesen tan fuertes como intensos, e incluso violentos, dada la fragilidad y vulnerabilidad de la víctima en la que se convirtió en la madrugada del 18 ó 19 de agosto (ni siquiera la mancha de su asesinato se ha podido esclarecer todavía) de 1936. Mas los disparos que sonaron en tierra de nadie, en tierra baldía, dejaron a España huérfana y entumecida. Igual que a la luna, que aquella noche no se atrevió a salir y optó, en consecuencia, por mostrar su cara más sombría, como si con ello tratase ya no sólo de velar su rostro, sino de esconder la vergüenza por haber sido, sin quererlo, testigo vivo del crimen cometido. ¿Cuatro, cinco, seis…? ¿Cuántos disparos hicieron falta para derribar el cuerpo del mejor poeta y dramaturgo del siglo XX? ¿Dudó, tembló la mano antes de apretar el gatillo, antes de acabar con el duende cuya vida, arte y leyenda no haría sino agrandarse? Quién sabe. Tal vez de haberse apiadado alguien con un poco de sentido común, Federico García Lorca siguiera vivo, pero lamentablemente sólo los brazos ejecutores que escupieron, torturaron y golpearon su cuerpo como saco de boxeo conocían la verdad y la arrastraron como cruz y condena hasta el día que la justicia hizo acto de presencia, personándose con rostro de calavera. A pesar de ello, sigue sin ser suficiente, pues hoy, ochenta y siete años después, es un crimen sin resolver, un caso abierto, una herida que no ha dejado de supurar y continúa escociendo.
Suele decirse que en los instantes previos a la muerte la vida pasa fugaz, como una especie de película y revelación en la que el gran misterio le es desvelado a quien se halla en dicha transición. Y puede que Federico se viera a sí mismo el primer día que ingresó en la Residencia, o en la habitación que le asignaron, él en el centro rodeado de sus compañeros y siendo contemplado bajo la atenta mirada de quienes sabían reconocer el talento desmesurado y se dejaban transportar donde sólo Lorca les podía llevar; o de gira, en la carretera, de pueblo en pueblo, acercando el teatro popular a todo el que quisiera escuchar, a los humildes, curiosos e inquietos que gracias él apreciaron el valor de lo clásico y descubrieron una nueva manifestación artística, pasión u oficio. Puede que incluso recordase el calor de los aplausos o el sabor amargo y salado de las lágrimas que nacen del desgarro por un amor no correspondido y truncado. O puede que justo antes de suspirar, sonriera al escuchar un leve sonido parecido al tintineo de un cascabel y viera, a lo lejos, al ser con quien más se había enfrentado. Ya no era necesario luchar contra él, debió de pensar. Su duende lo rescataría y se lo llevaría al reino donde sólo hay música, danza y poesía; allí donde nunca más moriría.
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