Estábamos en Carlstad, una localidad del oeste de Suecia. Era viernes por la noche. Los suecos, a pesar de su fama de civilizados, tienen la costumbre, los fines de semana, de sacar coches tuneados de gran cilindrada y pasear con ellos haciendo ruido y quemando neumáticos. Estuvimos contemplando el espectáculo desde la terraza del bar del hotel a orillas del lago. El Elite era añoso y crujiente como un balneario. Después fuimos a cenar. No había demasiada oferta, acabamos en un italiano. El encargado de los vinos —sumiller suena demasiado pretencioso para aquel local— era español y salió a hablar con nosotros. Le gustaba vivir allí. Aunque el invierno se hacía terriblemente largo y oscuro. También le encantaba Oslo, una ciudad limpia y manejable, construida a escala humana.
Naturalmente, no fuimos. Naturalmente, me arrepiento. Dos años después el escritor murió, faltaba una semana para que cumpliera noventa y dos años. En 2006 la crítica señaló sus textos como la mejor prosa escrita en noruego en los últimos veinticinco años. Era un viejo alto, delgado, huesudo, con el pelo lacio, la mirada clara y el hablar pausado. Una imagen que encaja muy bien con sus cuentos. Aunque él, a diferencia de sus protagonistas, no era misántropo, ni infeliz en su matrimonio, y mantenía unas relaciones razonables con su familiares.
Últimas notas de Thomas F. para la humanidad (1983) es el libro que le dio la fama. Incluye diez relatos breves, menos de setecientas palabras cada uno, que son el legado de un hombre de ochenta y muchos años, hosco, acostumbrado a la soledad y asombrado de seguir viviendo. Aunque tendemos a identificarle con su protagonista, en la fecha de su publicación Askildsen tenía cincuenta y tres años. Antes hubo otros libros. El primero, también de cuentos: Desde ahora te acompañaré a casa (1953). El relato que da título a la colección narra de una forma delicada y deliciosa una primera experiencia sexual. Es conocido que cuando se publicó (el autor tenía veinticuatro años) la biblioteca de su ciudad natal, Mandal, sometió a votación el libro y decidió censurarlo. También se retiraron los ejemplares de la librería local. No es tan conocido que Kjell envió un volumen dedicado a su padre. Este, riguroso pastor luterano, como el de Bergman por cierto, le informó de que lo había recibido, y añadió: «Quiero que sepas que lo he quemado».
Tras el incidente, su proyectada carrera de escritor sufrió un parón. Estaba casado y tenía dos hijos, trabajó en un muelle, fue guía turístico y empleado de periódico. No obstante, siguió escribiendo. Publicó tres novelas: El señor Leonard Leonard (1955), El hermano de David (1957) y Entorno (1969). Respecto a ellas Askildsen opinaba que, a pesar de las críticas positivas, no era de lo que más orgulloso estaba: «Prefiero escribir cuentos».
En las escasas entrevistas, aunque hablaba muy bien inglés y tradujo a Beckett, Pinter y otros, insiste en contestar en noruego para ser más preciso y evitar malentendidos. Medita las respuestas. Con el mismo método construye sus relatos. Piensa cada frase y las va colocando, piedra sobre piedra, aunque no sepa muy bien cuál va a ser el resultado final. «Escribo muy lento. Cada oración debe quedar muy bien para continuar con la escritura. La oración que sigue debe llevar adelante la historia. El ritmo también es muy importante y le presto mucha atención. Cuando los relatos terminan, terminan. Me gusta crear el efecto en el lector de que le hubiese gustado que yo hubiera continuado la historia. Nunca resuelvo los conflictos o finaliza la historia. Lo dejo todo en el aire». «Para mí el relato continúa aunque la escritura no».
Ibsen significó mucho para él, pero el punto de partida fue Hemingway. Luego estarían la nouvelle vague y el existencialismo. Sobre todas las influencias, Julián Rodríguez destaca la de Hermann Broch. El autor de la trilogía de Los sonámbulos, que Askildsen tradujo del alemán al noruego, escribe sobre el derrumbe de los valores y se propuso, en la línea de la tradición centroeuropea, integrar el ensayo en la novela. Lo característico de los personajes de Askildsen, más que los rasgos físicos, que no existen, son sus pensamientos. No paran de pensar. A cada momento reflexionan sobre sí mismos, sobre los demás y sobre su situación en la vida. Están tan solos que no tienen otra cosa que hacer. Así van condensando tentativas de ideas que bien pueden considerarse un ensayo dentro del cuento. Según Rodríguez, sus historias no es que «no planteen conflictos, sino que las tensiones están desdramatizadas según las convenciones teatrales y psicológicas tradicionales». Muchas veces se le ha comparado con Carver y otros representantes del minimalismo. «No soy minimalista», protesta el escritor, «no escribo nunca menos de lo que tengo que decir […]. El pintor solo pone lo necesario y no más». Aunque es cierto que le bastan tres brochazos para describir un clima, un lugar, un personaje.
Los cuentos de Askildsen están llenos de jardines. Son una metáfora de la estable y cotidiana vida burguesa. En esos jardines, o en el bosque cercano, la gente se oculta, vigila a los demás. El escritor reconoce que uno de sus objetivos es provocar en el lector desasosiego. Recuerda, en cierto modo, a algunos libros de Patricia Highsmith donde la aprensión y la opresión son evidentes, solo que aquí la intriga, apenas dibujada, solo se intuye por los diálogos y lo central son las relaciones entre los personajes.
Para empezar, los protagonistas tienen problemas con sus padres. «Por qué, dijo Mardon, no dejamos de ser padre e hijo. Por qué no podemos ser simplemente personas […] no parientes, con quienes, se deben tener determinados derechos y deberes, quiero decir» (La noche de Mardon). Las relaciones, satisfactorias, entre padres e hijos (entre familia) son imposibles. El único consuelo son las relaciones elegidas.
Las parejas, que en sus primeros cuentos todavía funcionan, cambian en la madurez. Hay algo recurrente en ellas, la sensación de que no se conocen: «No soy capaz de entenderla, pensó, creía que la conocía, pero cada vez me cuesta más entenderla» (Pamela). «Ingrid tenía esa distancia en la mirada que a él no le gustaba nada porque le excluía» (Nada por nada). Muy a menudo esos desencuentros se cierran en falso: «Justo antes de que él se corriera, un grito desarticulado salió de ella, y un largo temblor le recorrió el cuerpo. Él no sabía qué creer, pero sabía lo que ella quería que creyese. Se sentía vacío y triste […]. Ahora todo es como antes, ¿verdad? Él se quedó pensando. Sí, contestó» (Todo como antes). El escepticismo y la hipocresía vuelven a reinar.
Pero volvamos a Últimas notas…: su personaje, Thomas, austero y misántropo, mantiene esporádicos contactos con los demás, en los que deja perlas inclasificables. A base de ser un odioso cascarrabias, víctima de su propia soberbia, acaba cayéndonos bien. En el primero de los cuentos, Ajedrez, el anciano decide visitar a su hermano, al que no ve hace tres años. «Me había llevado un bocadillo y él me ofreció un vaso de agua». Así son las relaciones en las familias de Askildsen. La conversación no va por buenos derroteros: «“De modo que tienes miedo a morir. Vaya, vaya”. “Tonterías, lo que pasa es que mi obra no está concluida”. Así de pretencioso se mostró, me entraron ganas de vomitar». Poco después anuncia: «Exactamente así era mi hermano. Por cierto, se murió ese mismo día». Es difícil ser más conciso y menos condescendiente. El narrador evita la lógica causal de que una cosa lleva a la otra. Narra de forma elusiva. Las frases caen por su propio peso. El efecto es demoledor. En ¡Vaya!, el protagonista rompe el enclaustramiento: «Era extraño salir después de tanto tiempo». Se encuentra a un amigo y «estaba tan poco acostumbrado a usar la voz que no me salió gran cosa». El intercambio acaba de forma abrupta: «Cada vez que me encuentro con alguien me encuentro más solo que antes». Pero, a pesar de todo: «¡Cuántos acontecimientos para un solo día!».
El viejo Thomas nos acaba de ganar cuando en relatos como En el café o En la peluquería hace esfuerzos ímprobos por establecer comunicación con alguien y vuelve escaldado. En otro de los cuentos se encuentra con su hija, a la que hace tiempo que no ve: «Pareció alegrarse de verme», deduce, «porque dijo “padre” y me dio la mano». No es extraño que el viejo ya no crea en nada. A los miembros de las sectas religiosas que llaman a su casa no les deja pasar: «Pues la gente que cree en la vida eterna no es racional, no se sabe lo que puede llegar a hacer». En el último relato de la serie, un Thomas terriblemente viejo, al que ya le resulta tan difícil escribir como andar, se encuentra con un joven que también se llama Thomas y que podría ser su nieto o su bisnieto, o él mismo de joven. Le da un pequeño búho tallado que tienen en la librería como quien traspasa un amuleto o un testigo. Después sigue viviendo y esperando, consciente de que debería haber muerto hace mucho tiempo.
A partir de este libro, Askildsen decide no volver a escribir novelas. «Soy de vía estrecha», dice, «y nada épico […] cuando escribo hay una sola historia que se desarrolla, y esa, es el relato». El cuento le da libertad para no tener que finalizarla.
En Un repentino sentimiento liberador, un cuento de una longitud y una densidad que anuncia sus piezas futuras, asistimos a los lacónicos encuentros de dos viejos que han tenido en el pasado un nexo revelador. El tema, sin que sea necesario hacerlo explícito, es la eutanasia, e incluso el suicidio.
Con temas semejantes, parece que lo normal sería ceder al impulso y arrojar los libros de Askildsen al fuego de la chimenea, virtual o real, antes que seguir leyendo. Pero él, y por eso es un maestro, nos los presenta como si tal cosa. Parece decirnos: «No pasa nada, la vida es así, y hay que tener la suficiente serenidad para afrontarla». Hace que la visión del lado oscuro de la existencia sea aceptable.
Los cuentos de Askildsen nos gustan porque son lo contrario de la verborrea vacía que está tan de moda. Cuando algo es escaso se vuelve valioso. Cada frase está pensada para dar valor al relato; si no aporta nada, se desecha en la memoria, antes de ser escrita. Solo se emplea lo que es útil para la narración. «No escribo sobre el temor, ni el amor, ni otros temas, sino sobre las relaciones humanas». Así es, sus personajes dicen y hacen cosas que nos afectan, que nos hablan de la soledad, la incomunicación, el desapego y el desamor. Pero también, a menudo, sobre sentimientos inconfesables, como el incesto, el desprecio a los padres o el hartazgo de la pareja. El objetivo confesado del autor es generar incomodidad. Parece un panorama devastador, pero no lo es. Porque, y ahí está el arte, Askildsen atrapa al lector.
A diferencia de otros escritores más elitistas, el noruego escribe para ser leído: «El cometido del autor es hacer leer al lector […]. Si consigues que muerda el anzuelo, hay que sacar también el pez del agua». Y si puedes, subirlo a tierra y dejarlo dando boqueadas. Prefiere los lectores que son capaces de completar lo que la escritura ha dejado sin decir.
En el siguiente libro, Un vasto y desierto paisaje (1992), hay, al menos, una obra maestra, el cuento que da título a la colección, y otros dos, El rostro de mi hermana y El estimulante entierro de Johannes, que también abordan las relaciones entre hermanos con un enfoque ambiguo, desmoralizador. Nadie es bueno, nadie es enteramente malo. O quizás sí, porque cuando nada tiene sentido, cuando se han derrumbado todos los valores, todo vale. El protagonista del primero se recupera de un accidente de coche en el que ha muerto su mujer, el día del entierro se esconde detrás de una gafas de sol y cuenta: «Todo el mundo me adjudicaba, claro está, un profundo dolor, no podían saber que yo estaba allí tumbado indiferente a todo». En lo que piensa es en su hermana Sonia, que es quien le cuida. En su cuerpo y en el pecho que vislumbra por su bata entreabierta. Mas adelante, ella reacciona con ira a sus alusiones y la madre de los dos intenta entender algo.
Askildsen no es un realista al uso, sus cuentos transcienden el realismo. Cuando sus protagonistas niegan lo evidente, por ejemplo. O sublimando la realidad, en un ejercicio que recuerda un poco a Bergman. En definitiva: «Lo cierto es que ocurrió lo que ocurre de vez en cuando: se te viene encima un gran vacío, es como si la misma falta de sentido de la existencia se te metiera y se extendiera como un inmenso y desnudo paisaje». También es antisentimental, pero su antisentimentalismo es tan radical que acaba apartándose de la lógica, rechaza esta, y termina convirtiéndose en algo parecido al sentimiento romántico.
El territorio de Los perros de Tesalónica (1996) no es más amable. Matrimonios incomunicados, hermanos y hermanas que no se aguantan, pero intentan soportarse. Las historias están ahí. «Si no puedo inventar una intriga soy un escritor pésimo», pero esa intriga oculta en la trama hay que adivinarla, nada es explícito. Quizás porque, como reconoce el autor: «Cuando estoy escribiendo, no sé a dónde me va a llevar la historia».
Los cuentos de Askildsen reflejan un profundo vacío. Leídos en conjunto son un ensayo sobre la nada. No se trata, solo, de la nada que deja la ausencia de Dios en el existencialismo. Lo que anticipan es la nada del yo. Como si un neurocirujano, después de hurgar en los entresijos del cerebro, concluyera que la autoconsciencia, la esencia de lo que creemos ser, es una percepción más, es decir, no es nada.
Pero leerlos no tiene por qué ser un placer masoquista. Elisabeth, un cuento reproducido muchas veces, es un ejemplo de sutileza de sentimientos, no todos positivos, y de complejidad que nos atrae irremisiblemente. Lo que pasó entre los hermanos y lo que separó al protagonista y a la madre apenas se esboza. Lo que pasa delante de nuestras narices, ocurre sin que haga falta ni contarlo.
Poco después de este libro, Askildsen empezó a quedarse ciego. No dejó de trabajar en sus traducciones y siguió escribiendo algunos cuentos, pero a un ritmo menor, hasta que dejó de hacerlo. Casi veinte años después del anterior publicó una última colección, El precio de la amistad, con esos relatos. En ellos mantiene su estilo personal, pero quizás sin la causticidad y el escepticismo de los originales. Después el silencio. «Ya hay demasiadas palabras en circulación por el mundo», dice uno de sus personajes.
Conmueve verlo en una de sus últimas entrevistas. Askildsen en el salón de su casa frente a la chimenea acristalada. Con los ojos glaucos. Intentando expresarse con el laconismo y precisión de siempre. Explicando lo que es para él el arte. Con la misma autoexigencia de siempre: «Si el texto va a resultar merecedor de ser leído, es la forma la que lo hace merecedor de ser leído. Lo que yo he cultivado como autor es la forma». Habla de música y de cómo escucharla le consuela. Recuerda, una vez más, la anécdota de la publicación de su primer libro. La austeridad y disciplina de su padre. Vuelve al origen. Y reconoce que, aunque tiene muchos años, no piensa casi nunca en el tiempo, poco o mucho, que le queda por vivir.
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