Érase una vez, en un lugar remoto de Europa, detrás de siete montañas y siete ríos… La historia de este bonito país no tiene un final feliz.
Slavenka Drakulić (Rijeka, 1949) está sentada entre los asistentes que acuden a la audiencia pública celebrada en el Tribunal Penal Internacional de la Haya. Se juzga a criminales de guerra del sangriento conflicto de los Balcanes. El juicio es frío, aburrido, lleno de tecnicismos formulados en tono monocorde. Los acusados no tienen un aspecto diferente al nuestro, son personas corrientes. No hay en ellos una expresión llamativa, una determinada fisonomía que inquiete. Son personas que, incluso, inspiran confianza. Slavenka piensa en ello sumida en una especie de letargo por la monotonía con que arrancan los primeros discursos, hasta que, de repente, escucha una pregunta formulada por el juez a un acusado que niega haber asesinado a sangre fría a 120 prisioneros ¿Por qué había sangre en las paredes? Manchas, sangre… suciedad. Muerte. Aquello transforma el escenario y le devuelve a ella su dimensión real. Las atrocidades empiezan a salir a la luz, una a una. El veredicto más reciente se emitió en 2017 contra el general Ratko Mladić, antiguo jefe del Estado Mayor del ejército de la República Serbia, acusado de genocidio y violaciones de las Leyes y Costumbres de Guerra en Bosnia entre 1992 y 1995.
¿Por qué no vimos venir la guerra? ¿Por qué no hicimos algo para evitarla?
La periodista, novelista y ensayista Slavenka Drakulić en su obra No matarían ni una mosca (Global Rhythm Press S.L., Barcelona, 2008) nos retrata a las personas que hay detrás de los criminales juzgados en La Haya, e investiga su personalidad para tratar de comprender el mal absoluto que ocasionaron entre 1991 y 1995. Analiza, además, qué fallos encadenados llevaron al desastre a este bellísimo país donde croatas, serbios, eslovenos, macedonios, montenegrinos y musulmanes convivían en total armonía con su mezcolanza cultural y religiosa. Cuenta cómo gestos aparentemente anodinos fueron gestando un credo de odio que acabó convirtiendo al otro en el enemigo hasta que su mismísimo exterminio pareciera justificado.
Al otro se le va despojando de sus rasgos individuales, viéndose restringidos a su condición de miembros del grupo enemigo hasta verse reducido a menos que un ser humano, y ya no hay obligación de tratarle como tal. Como en la Alemania nazi, en Croacia empezabas por dejar de saludar a una persona de otra nacionalidad. Muy poca gente resistió la atmósfera de la normalización del odio. Más de una década después de la guerra de los Balcanes es esencial que comprendamos que fuimos nosotros, gente normal, ordinaria, y no unos cuantos locos quienes la hicieron posible. Fuimos los que dejamos de saludar a nuestros vecinos de nacionalidad distinta, un acto que al día siguiente hizo posible que abrieran campos de concentración.
Drakulić ha sido valiente por haber escrito este libro, además del que dedicó a las violaciones en masa cometidas en Bosnia durante el conflicto bélico (Como si no estuviera allí, Anagrama, 1999). En su antigua patria, ahora sigue reinando el silencio, no se habla de la guerra. De hecho, estos juicios sumarísimos de La Haya fueron reprobados por los habitantes de la ex Yugoslavia, pues consideraban a los acusados héroes de guerra (según fuese el bando al que hubieran pertenecido). Ella sabe que las heridas siguen abiertas en su país natal, Croacia, y que la verdad no se quiere afrontar, igual que sucede en Serbia, o Bosnia. Drakulić, que tuvo que marcharse a Estocolmo a principios de los años noventa tras recibir varias amenazas por sus artículos, afronta la realidad con entereza, que no es otra que asumir la propia responsabilidad en aquel horror que se desató en el corazón de la Europa moderna.
Buscabas algún signo claro de perversidad, algo que te ayudase a identificarlos como criminales. Posiblemente la guerra convirtió a hombres normales ordinarios —un chofer, un camarero y un vendedor, los tres acusados— en criminales por oportunismo, miedo y —no hay que desdeñarlo— por convicción. Cientos de miles tuvieron que creer que hacían lo correcto. Si no, esas inmensas cifras de violaciones y asesinatos no podrían explicarse, y eso es aún más aterrador.
Gracias a este impactante relato conoceremos historias terribles, sorprendentes, especialmente cuando la autora confronta el rostro humano, la vida cotidiana de los acusados, con su salvaje transformación en tan breve espacio de tiempo.
Cuanto más observo los casos individuales de criminales de guerra, menos creo que se trate de monstruos. ¿Y si son gente normal, como nosotros, que se encontraron en determinadas circunstancias y tomaron decisiones morales erróneas? ¿Qué nos diría eso de nosotros?
Es particularmente difícil leer el capítulo dedicado al juicio de Dražen Erdemović, soldado que formó parte de pelotón de fusilamiento en la matanza de Srebrenica en julio de 1995. Este joven soldado se opuso a matar a civiles. Le dijeron que eligiera entre estar delante de los kalashnikov, o detrás, junto al resto de presos. Eligió.
No se puede declarar a toda una nación culpable de crímenes de guerra. Pero sí se puede considerar que todo el país es responsable por los crímenes de guerra, política y moralmente. Si los alemanes fueron responsables de apoyar a Hitler ¿por qué no iban a ser los serbios responsables de apoyar a Milošević y los croatas de apoyar a Tudjman? Al votarles, la gente votaba a favor de la limpieza étnica. La gente lo sabía y siguieron adelante con ello.
Slavenka retrata con especial crudeza al Carnicero de los Balcanes, Slobodan Milošević, el responsable directo de la guerra. Un ser anodino, vulgar, que se convirtió en uno de los mayores villanos de la Historia, con una absoluta falta de empatía hacia la vida ajena. Usaba cualquier ideología —comunista o nacionalista— para permanecer en el poder. Su esposa, Mira Marković, una mujer fría y calculadora, apodada la Lady Macbeth de los Balcanes, es considerada por muchos la auténtica artífice de la feroz estrategia seguida por su marido. La ausencia de carisma de Milošević contrasta con el retrato de otro líder, el general Ratko Mladić, un espécimen brutal, arrogante y atroz, ascendido a la categoría de mito entre sus seguidores.
Milošević intentó hacer algo en lo que los serbios siempre han sido expertos: presentarse como víctimas de los acontecimientos históricos, complots y malentendidos, y cargar contra los errores ajenos. Como la novela de George Orwell 1984, en la Serbia de Milošević las mentiras se convertían en verdad, la guerra se convertía en paz y la derrota en victoria.
He recuperado, mientras estudiaba detalladamente este libro, un insólito reportaje hecho para la televisión serbia en el que aparece Mladić hablando con la población musulmana de Srebrenica, justo antes de la deportación de 30.000 mujeres y niños, y el asesinato de 7.000 hombres. Mladić les decía: A todos aquellos que entreguen sus armas les garantizo que vivirán. Tienen mi palabra de hombre y de general. Creo que no puede existir mayor cinismo y maldad.
Recuerdo el momento en que estalló esa guerra. Fue en 1991, mientras en España vivíamos buenos tiempos, luminosos. Barcelona se preparaba para unos Juegos Olímpicos, no existían crisis de convivencia, y había un sentimiento —tal vez ingenuo— de confianza, de prosperidad. Pero en plena Europa estaba a punto de iniciarse uno de los conflictos más sangrientos y terribles de la Historia reciente. Reaccionamos con incredulidad. ¿Eso era posible, de nuevo, en el Viejo Continente? Escuchábamos perplejos las noticias, veíamos insólitas imágenes de gente corriendo por las calles para no ser acribilladas mientras iban a comprar el pan; y algunos reporteros también morían por contarnos lo que allí sucedía. Pero luego cambiábamos de canal. Lo normalizamos y le dimos progresivamente la espalda a la realidad, como tantas veces ocurre.
La gente creía que los políticos lo solucionarían, confiaron en personas como Slobodan, cuyo único objetivo era mantenerse en el poder, aunque el precio fuese la guerra. Los medios de comunicación serbios agitaban a la gente con el fervor nacionalista, y difundieron propaganda hasta que los serbios de Serbia y de Bosnia estuvieron completamente convencidos de que los “otros” les amenazaban. Los medios croatas y bosnios se unieron muy pronto a aquel frenesí. Nuestros hijos creían que nosotros, sus padres, resolveríamos la confusión política, pero no fue así. Cuando estalló la guerra no comprendían que les tocara a ellos ir al frente a luchar.
A pesar de todas las señales, a ellos también les cogió por sorpresa su propia guerra. A final de los 80 el comunismo se desmoronó en Europa del Este y en la antigua Unión Soviética. Para los jóvenes de esa década, que habían crecido escuchando música de U2 y Madonna, llevaban tejanos y leían a Tolkien, ese sentimiento de identidad colectiva y el culto al General Tito de la generación precedente les era desconocida. Era una generación apolítica. La Yugoslavia que había vivido bajo la dictadura de Tito desde la Segunda Guerra Mundial no estaba preparada para este nuevo panorama, ni había desarrollado alternativas democráticas, como sí sucedió, por ejemplo, en Polonia y Checoslovaquia. El vacío político se llenó de partidos nacionalistas que se aliaron con los comunistas que aún estaban en el poder, todos con el mismo programa: independencia y creación de un Estado-Nación propia. Eslovenia fue la primera en salir de la federación, en 1991. Entonces, aún se conocían los nombres de los muertos. Pero los acontecimientos se precipitaron de una forma vertiginosa y terrorífica. Aquellos que habían ensalzado la riqueza de su convivencia, su unión y fraternidad —Bratstvo i jedinstvo—, que habían formado familias de diferentes lenguas, territorios o religiones, empezaron a odiarse. La maquinaria propagandística encargada de difundir la desconfianza y recelo funcionó a la perfección. Los serbios se convirtieron en enemigos de los croatas, de los bosnios musulmanes y de los albaneses, y los croatas entraron en guerra contra serbios y musulmanes.
La muerte se convirtió en algo normal y ya nadie se molestó en enumerar los nombres de las víctimas.
La guerra comenzó cuando Slobodan Milošević, presidente de Serbia y Yugoslavia, llevó sus tropas a Croacia para proteger a la población serbia que allí había (eran los suyos en territorio enemigo). En 1991 la ciudad croata de Vukovar fue devastada y 10.000 personas murieron. Los croatas, por su parte, hicieron ejecuciones en masa de serbios en Gospić, Pakrac, Sisak y Ahmići; destruyeron el puente de Mostar, un bello lazo pétreo entre Bosnia y Herzegovina. En 1992 la guerra llegó a Bosnia, donde serbios, croatas y musulmanes habían convivido en paz durante décadas. Serbios y croatas querían repartirse entre ellos el territorio de Bosnia-Herzegovina, y aislar a la población musulmana. Milošević proclamó entonces el estado independiente de la República Serbia, su objetivo con ello era crear una Gran Serbia. Los nuevos estados procuraron la limpieza étnica de sus respectivos territorios. Sarajevo fue asediada durante dos años y uno de sus mayores símbolos, su gran biblioteca, fue destruida. Así es como una guerra empieza ser efectiva: cuando se elimina cualquier referencia al conocimiento que te podía haber librado de ella. Más tarde, Srebrenica, el enclave musulmán protegido por la ONU, cayó ante el ejército de la República Serbia. Siete mil hombres musulmanes desarmados —entre ellos había niños— fueron ejecutados. Fue la mayor masacre ocurrida en Europa desde 1945.
La guerra terminó tras los Acuerdos de Dayton de 1995, firmados por el presidente yugoslavo Milošević (por la República federal de Serbia), el presidente croata Franjo Tudjman (por la República de Croacia), y el bosnio Alija Izetbegović (por la República de Bosnia y Herzegovina). Dichos acuerdos reconocían tres estados soberanos independientes, pero los hostigamientos del ejército serbio siguieron en Kosovo hasta que en 1999 la OTAN bombardeó a las tropas de Milošević, poniendo así fin a 4 años de asedio continuado. Al año siguiente Milošević fue arrestado y entregado al Tribunal Penal Internacional de La Haya. Milošević, el mayor incendiario de esta guerra, fue acusado de cometer genocidio en la guerra de Bosnia y crímenes contra la Humanidad en las guerras de Croacia y Kosovo. Apareció muerto en su celda el 11 de marzo de 2006, en el centro de detención de dicho Tribunal.
¿Qué ocurre? ¿La guerra nos convierte en monstruos, o sólo revela los monstruos que llevamos dentro?
La complejidad del tejido social que allí existe y existió, y los terribles enfrentamientos que mantuvieron entre sí compatriotas, amigos y familias, resulta difícil de asimilar. Pero no puedo evitar observar ciertos paralelismos entre lo que vivieron nuestros vecinos europeos antes de que todo estallase por los aires y lo que está sucediendo en España actualmente. El resurgir de los nacionalismos, la señalización del otro, la radicalización, el odio o el uso de la historia como arma arrojadiza (donde cada pueblo tiene también su propia versión) y el olvido deliberado del pasado sangriento más reciente. El silencio cómplice. La normalización de lo anómalo. En una situación anormal, una reacción anormal constituye una conducta normal, afirmó el psiquiatra Viktor Frankl en su extraordinario libro El hombre en busca del sentido, en el que analizaba la respuesta psicológica de los deportados a los campos de exterminio nazis. La capacidad adaptativa adquiere, sorprendentemente, un tinte anómalo ante un dantesco escenario. Parafraseando a Dostoyevski, el hombre es un ser que puede acostumbrase a todo.
Drakulić nos cuenta, además, que aquellos pocos que intentaron prevenir o mediar en el conflicto de los Balcanes no duraron mucho en escena, acosados por unos y por otros. Ensayos como éste vienen a recordar que, como siempre, la Historia se repite, es cíclica, y que lo que creemos imposible sucede de nuevo.
No es agradable asumir que has sido un colaboracionista. Pero es necesario comprender que tuviste una opción y te equivocaste al elegir. ¿Qué habría hecho yo en esa situación?
En la antigua Yugoslavia no supieron interpretar las señales que tenían delante. Parecían insignificantes, inofensivas. Era imposible que a ellos les pudiera pasar lo que se desató poco tiempo después. Mientras se creían inmunes, ambiciosos políticos aprovecharon el momento para sembrar la semilla del odio irracional, con la inestimable ayuda de los medios de comunicación. El miedo se añadió a ese caldo de cultivo, y el resto ya es Historia. Supongo que el tema es que por muchas bibliotecas que se destruyan, por muchas guerras que haya, siempre pensaremos que esa historia no va con nosotros, mientras no nos toque en casa. Resulta tremendamente familiar esta reflexión llevada precisamente al momento actual.
Este es un ensayo tan devastador como necesario. La banalidad del mal, al que aludía Hannah Arendt, expresado en su máxima crudeza, sin filtro. Nuestro conocimiento de nosotros mismos puesto en duda, pues en una determinada circunstancia podríamos todos actuar como héroes, como cobardes o como verdugos, sin siquiera ser eso una constante; aunque supongo que la mayoría acabaríamos siendo, sencillamente, víctimas. Asomarse a esas profundidades produce vértigo y confusión. Nunca había leído algo tan diáfano sobre este brutal conflicto. Drakulić se muestra absolutamente traslúcida en sus exposiciones, cautiva con su desgarradora narración. Está considerada como una de las mejores cronistas de la descomposición de la antigua Yugoslavia, pero en su país natal no se reconoce este arduo trabajo. Está claro que ella sí logró algo. Alguien tenía que limpiar esas manchas de sangre de las paredes.
Si la fraternidad y unidad entre los enemigos jurados de ayer es en efecto el epílogo de esta guerra, nos preguntamos: ¿Por qué se hizo? Contemplando a los chicos felices del centro de reclusión de Scheveningen, la respuesta parece clara: POR NADA.
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