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El debut novelístico inédito (y a medias frustrado) del joven airado Vázquez Montalbán - Zenda
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El debut novelístico inédito (y a medias frustrado) del joven airado Vázquez Montalbán

Se publica Los papeles de Admunsen, que no ganó el Biblioteca Breve pero ya contenía el corpus literario del escritor, y se reedita Contra los gourmets. Debió terminarla MVM en 1965 o 1966, o sea cuando contaba 26/27 años. Era, por tanto, un joven airado que ya había pasado año y medio por la cárcel,...

Se publica Los papeles de Admunsen, que no ganó el Biblioteca Breve pero ya contenía el corpus literario del escritor, y se reedita Contra los gourmets.

Manuel Vázquez Montalbán es inagotable, afortunadamente. No sólo porque apetece volver a él, sino porque del enorme baúl de su legado surgen inéditos que nos alegran los días o porque a las editoriales les da por recuperar libros no muy recordados. Entre estos últimos figuran Contra los gourmets (Altamarea) o ese retrato caleidoscópico que bosquejó su hijo Daniel Vázquez Sallés en Recuerdos sin retorno (Folch & Folch). Pero el plato fuerte de este menú es sin duda su primera novela, desconocida hasta hoy, Los papeles de Admunsen (Navona).

Debió terminarla MVM en 1965 o 1966, o sea cuando contaba 26/27 años. Era, por tanto, un joven airado que ya había pasado año y medio por la cárcel, había publicado Informe sobre la información y escrito buena parte de los poemas de Una educación sentimental y Movimientos sin éxito, había terminado Recordando a Dardé, había sido redactor de a pie en el diario falangista Solidaridad nacional (hasta que la situación se volvió insostenible), había escrito como negro en publicaciones “de moda, hogar y decoración”, había ejercido como redactor jefe en la revista Siglo XX y estaba harto por la férrea disciplina a la que le sometía el filósofo Manuel Sacristán (su tutor) en el PSUC, partido del que saldría y entraría varias veces.

Montalbán presentó sin suerte Los papeles de Admunsen al Biblioteca Breve, tal y como aparece escrito a mano en la portada interior del libro. Hasta puede adivinarse la dirección de José María Castellet, luego borrada. Era entonces «el premio», sin duda; un espaldarazo de prestigio para todo aquel que quisiera alcanzar la gloria literaria: en 1965 lo logró Juan Marsé con Últimas tardes con Teresa y el año anterior Guillermo Cabrera Infante con Tres tristes tigres, aunque retocado. ¿Qué pasó después? ¿No hizo más intentos para publicarlo, se desencantó, cogió manía al libro? No se sabe, el caso es que apareció en los fondos de su obra que custodia la Biblioteca de Catalunya.

"En aquellos años de desasosiego, Vázquez Montalbán hizo de la necesidad virtud"

En aquellos años de desasosiego, Vázquez Montalbán hizo de la necesidad virtud: no veía que el régimen de Franco cediera y habían menguado sus posibilidades como colaborador por su condición de ex presidiario. De ahí que escribió desde los costados. Empezó a pergeñar textos «subnormales», como él los bautizó: en parte surrealistas, en parte caprichosos y casi siempre delirantes. Esta experimentación culmina con el Manifiesto subnormal (1970), “una parodia del manifiesto marxista y el manifiesto surrealista que vampiriza todos los géneros literarios”, escribe en el prolijo y documentado prólogo a Los papeles de Admunsen el profesor y especialista en Montalbán José Colmeiro. ¿Por qué estirar la cuerda por ahí? Por desconfianza en los géneros literarios al uso. Con esa vuelta de tuerca buscaba MVM llevar al abismo al lector, y que se replanteara la literatura tal cual se servía en las librerías.

¿Soy un revisionista para la corriente oficial del PSUC?, pues lo seré también para la literatura, pudo pensar el escritor. No huía, buscaba. No olvidemos que Montalbán escribió sobre Paul Gauguin, el agente de cambio y Bolsa que acabó allende los mares buscando una civilización no contaminada. Se trataba de renovar el lenguaje una vez visto que Mayo del 68 fue un fiasco para aquella generación de la izquierda que entonces rondaba la treintena y que pecó por soñar demasiado lejos. Lo que hace Montalbán es responder a una de las cuestiones que planteó Octavio Paz: “Han fracasado algunas respuestas, pero continúan planteadas las preguntas”. En definitiva, se había aplazado el asalto al Palacio de Invierno.

Lo explica el propio Montalbán al profesor y humanista francés Georges Tyras en Geometrías de la memoria. Conversaciones con Manuel Vázquez Montalbán (Zoela ediciones) hablando sobre Happy End (1974), pero válido para lo que nos ocupa porque todo orbita alrededor del mismo remolino: “Muestra la ironía y el escepticismo que siento por la sacralización de la literatura y de los géneros literarios”.

Todo esto viene a cuento porque en Los papeles de Admunsen aparecen  varios textos «subnormales». Uno viene como anillo al dedo, el titulado «Los argelinos y los Sartres». Se supone que el autor de La náusea visita Escandinavia donde toma café en un bar, se le acerca un grupo de argelinos y departe ante ellos mientras fuma con suficiencia entre el respeto y silencio reverencial del grupo. Otros «sartres» que conversan en el mismo local se le acercan sumisos y empiezan a conversar entre referencias al diario L’Humanité, Stalin, los méritos de Maurice Thorez, las manifestaciones antinucleares o el régimen de Sudáfrica. Todo muy chic. Con todo, lo mejor quizá sea la frase de un «sartre» español: “Hombre. Yo sabía que Sartre era ateo, masón, semita, comunista, socialista, sindicalista, existencialista, masoquista, feminista, articulista, resistencialista… Lo que no sabía es que tuviera enfermedades venéreas”.

"El protagonista también ha pasado por la cárcel, a menudo deslizará un humor casi nunca compartido"

El lector de Los papeles de Admunsen se encontrará en casa, reconocerá alusiones personales de Montalbán y advertirá claves de su obra por escribir. El protagonista también ha pasado por la cárcel, a menudo deslizará un humor casi nunca compartido, salpicará las páginas con breves recetas gastronómicas y muchas otras del cine, la música, la televisión y, sobre todo, de la publicidad; no en vano el protagonista, Admunsen, que tiene 28 años y vive en un país nórdico, trabaja como probo y respetado redactor de eslóganes publicitarios. Un joven de esos que “hemos leído más que hablado”.

Veamos algunas frases o situaciones que nos suenan:

—“Nos costó mucho el que tú pudieras estudiar”, comenta el padre de Admunsen. “La guerra, la ocupación, la posguerra. Y luego, ¿qué ha pasado? Tú, en la cárcel”.

—Admunsen: “Mi capacidad de transformar el mundo es mínima y a cambio pediría que el mundo me transformara lo menos posible”.

—“El nombramiento de académico amodorra y te convierte en unas ‘obras completas’ molestamente encuadernadas con piel de cerdo”.

Y ahora, fragmentos de ese sentido del humor tan «montalbaniano»: “Pensé que yo a su edad habría decidido salir corriendo para demostrar a los allí reunidos que tenía mucha, muchísima sensibilidad; tanta que debía ir corriendo a esconderla para que no me la quitaran. Ponga su sensibilidad a buen recaudo. Guarde usted la sensibilidad que no necesite para hoy”. Otro ejemplo, muy de los hermanos Marx [recordemos que Montalbán en 1974 publicaría la divertida sátira Cuestiones marxistas, con una foto de Groucho en la cubierta]: le preguntan al protagonista: “¿Es usted un marido fiel, Admunsen?”, a lo que responde el increpado: “Tengo muy poca imaginación, señora”. La señora se dirige ahora a su marido, jefe de Admunsen: “Peer, ¿me engañas?”. Respuesta: “Querida mía, queridísima mía, solo lo suficiente”. Pregunta el marido: “Y tú, ¿me engañas, querida?”. Responde su señora: “Por Dios, Peer. ¡Soy una señora!”. Y apostilla el marido: “Querida, es cierto. Tantos años de convivencia me lo habían hecho olvidar”. Un tercer ejemplo: “El porvenir es de la cibernética y la cibernética tiene porvenir”, que roza (o entra de lleno) en el absurdo, o en la blancura de la nada, tan propio de MVM en esos años. Por entonces ya andaba «enredado» en textos delirantes. Vayamos a ello.

"El libro navega entre las aguas turbulentas del desencanto"

Se nombra a Sofía Loren, Gina Lollobrigida, Brigitte Bardot o Claudia Cardinale, pero también a Frankie Laine y los Platters, y a Léo Ferré (“en el mar crecen arces para que se ahorquen los marinos desesperados”), y al sueño de El octavo día de la semana de Marek Hlasko, y se detallan las virtudes del poliéster que por entonces hacía furor [el libro está ambientado en 1962]. Todo un cóctel de alta y baja cultura, la que bebió durante su infancia y adolescencia (sobre todo a través de la radio) y aprendió (con su ingreso en la Universidad), sin renunciar a ninguna. Fue uno de sus logros, de sus señas de identidad más pertinaces. Esa amalgama de citas, de nombres, de guiños, de títulos, de referencias; esos juegos de conceptos, todo eso ya está en Los papeles de Admunsen. Y no por capricho. Es un modo de reflejar la constatación de que el mundo se había tambaleado sin remisión desde 1914. Y certifica la duda, además, de transmitir una ordenación real del mundo a través de la literatura. “Eliot y Pound inauguran la era del escepticismo. [Sus poemas] expresan su conciencia de la relatividad de la capacidad de conocer”, explicó a Georges Tyras.

El libro navega entre las aguas turbulentas del desencanto: “Cada cual camina con su asepsia a cuestas, en la propia piel termina el mundo del que disponemos”. O mete como morcilla este fragmento del poema de Blas de Otero Pido la paz y la palabra: “Otros vendrán. Verán lo que no vimos. / Yo ya ni sé, con sombra hasta los codos, / por qué nacemos, para qué vivimos”. Admunsen echa de menos otros octubres, aunque se nota cierto sarcasmo: “En mis tiempos, con un poemita de Bertolt Brecht y una bolsa de agua caliente para los inviernos rigurosos se podía ir tirando. Hoy se ha puesto todo muy difícil”.

Admunsen. No hemos presentado al protagonista como se merece. Si Pepe Carvalho tuvo su pasado como guardaespaldas al servicio de la CIA en Yo maté a Kennedy antes de pasearse por las Ramblas, Admunsen es un desclasado que en su haber figuran dudosos logros como cazador de pieles, tomar parte en un golpe de Estado en Guatemala, deambular por China e Indonesia, participar en un sabotaje en un hotel de Israel, pescar bacalao en Islandia y ser sospechoso de asesinar a Trotski. Cuando alguien le pregunta a qué se dedica, contesta: “Soy doctor en Onomástica”. Ah, también ha pasado por la cárcel, dos años (Montalbán, año y medio). “No significa casi nada. Cuando sales sólo tú has cambiado. Las cosas siguen igual”, dice lacónico el personaje. Último dato, en algún lugar Admunsen dice o lamenta o simplemente confiesa: “Mi vida es demasiado monótona para tener más de una mujer”.

"La publicidad, a la que se dedica sin ningún convencimiento el protagonista, no sale bien parada"

La publicidad, a la que se dedica sin ningún convencimiento el protagonista, no sale bien parada. Admunsen/Montalbán lo sabe, pero traga porque no tiene otra opción como modo de vida: “Uno o se mata o vive. Los motivos para matarse son continuos. Es la única limpieza posible. Lo demás es mierda, es ensuciarse las manos, es publicidad de productos inútiles”. Nada que no se sepa desde la primera página, en la que la mujer de Admunsen le reprocha: “Tengo ganas de que no tengas que hacer esas odiosas campañas de publicidad. Escribe”. El recurso de tener que vender baratijas por esmeraldas frente a la creatividad. Aparecerá una y otra vez en el libro. “Se posee un coche y se sacia el complejo de frustración de no poder poseer una mujer nueva y bien construida”. Por si cupiera alguna duda: el jefe de la empresa de Admunsen aconseja al empleado: “Conviene hablar a la gente según lo que esperan de ti”. Dicho de otro modo, más breve y más claro: “La primacía del estómago sobre la moral”. Justo aparece, qué casualidad, en la misma página en que Admunsen recuerda “el traqueteo de la máquina de coser de mi madre” que, como la de Manuel Vázquez Montalbán, fue costurera.

Hacia el final (no lo voy a desvelar), dice Admunsen, y seguramente también su creador: “No sé nada, Ingrid. Sospecho que hemos creído un puñado de mentiras o de verdades insuficientes para dignificar cuanto hacemos”. A ver quién levanta esto.

No hay muchas referencias gastronómicas en esta novela, pero una, más bien «sosa», es esta: “He lavado las hortalizas y las he trinchado con las tijeras, así como el jamón. Les he añadido las aceitunas y lo he aderezado todo con aceite, vinagre y sal. Después he hecho los bistecs rusos, que han tomado inmediatamente su consistencia granulosa”. Nos conviene porque aparecen unas aceitunas que nos sirven para recordar el Rosebud del escritor. En los años 40, su madre, en una mañana soleada, atraviesa una calle sin coches entre el bullicio de la gente; es la suya, la calle Botella del Raval barcelonés. La madre lleva una barra de pan caliente y un cucurucho de papel repleto de aceitunas negras de Aragón. La mujer le parte un pedazo de ese pan, también negro, y se lo da con unas cuantas aceitunas. Esa imagen no le abandonó nunca.

Con el tiempo se tomaría la revancha, o simplemente se despachó a gusto, aprendiendo a cocinar. Cocinó casi todos los días de su vida, confesó alguna vez (también dijo a Soler Serrano, como quien no quiere la cosa, que para escribir un libro sólo necesitaba la primera frase, que luego todo venía rodado). Cocinaba con más ahínco cuando se atascaba en algún texto. Con el tiempo leyó al “primer y último filósofo de la gastronomía”, Anthelme Brillat-Savarin, supo que el primer banquete fue a base de carne de ternero, pan, leche y cuajada y lo ofrecieron Abraham y Sarah a Yahvé y a dos ángeles custodios; y “eso hizo que el humanizado Yahvé, tan dispendioso y grandilocuente como Stalin o Roosevelt en la Conferencia de Yalta”, le ofreciera al anciano patriarca una Tierra Prometida. De lo que es capaz una buena pitanza.

"Daniel Vázquez Sallés heredó de su padre el gusto por la mesa, como demostró en Comer con los ojos. Un viaje culinario por el mundo del cine"

Esto lo relata Montalbán en Contra los gourmets, complemento vespertino para «Admunsen». No cuenta ahí que aprendió a cocinar en la cárcel de Lérida junto a Salvador Clotas, con un infiernillo como fogón, pero sí da fe de que bajo los auspicios del emperador Adriano se fundó una escuela de cocineros, que el Rey Sol tenía empleados , entre la cocina y el servicio, a quinientas personas, lamenta (no es difícil imaginarlo) que el rico Menandro fuera sepultado sin piedad por las cenizas del Vesubio junto a una colosal vajilla de ciento dieciocho piezas de orfebrería que pesaba veinticinco kilos de plata… Pero Contra los gourmets no se detiene en un recorrido histórico pues por él desfila el potaje murciano, detalla los muchos tipos de pan, de arroces, dietas y hasta cómo hay que colocar los cubiertos sobre el mantel. Así, no es de extrañar que dijera, qué más da cuándo, que uno de los regalos que más ilusión le hizo fue el de un juego de cuchillos profesionales.

Daniel Vázquez Sallés heredó de su padre el gusto por la mesa, como demostró en Comer con los ojos. Un viaje culinario por el mundo del cine (RBA), pero lo que nos interesa ahora es destacar la reedición de su Recuerdo sin retorno. Para Manuel Vázquez Montalbán ( Folch & Folch), un vuelo sin motor familiar que nos acerca a Manolo, al hombre, al padre intramuros. El mismo que, recuerda el hijo, le gustaba brindar de esta guisa: “Por la caída del régimen. Qué régimen, no importa”.

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Manuel Llorente

Periodista, redactor jefe de Cultura de El Mundo. Autor de dos libros de poemas: Desmesura y Si la palabra fuera un espejo. @llorente_manu

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