En la nada frugal filmografía de Álex de la Iglesia, cuya productividad anual casi duplica la de Woody Allen en sus mejores tiempos, podemos empezar a divisar encargos de televisiones privadas como Perfectos Desconocidos y, por no irnos mucho más lejos, la reciente Veneciafrenia, un filme de terror y humor negro inicialmente más cercanos a sus inquietudes de autor. Entre unos y otros —y la serie 30 monedas, probablemente una de las encarnaciones más redondas de su currículum reciente— llega El cuarto pasajero, una comedia que podríamos tildar de alimenticia (por su apariencia más popular) pero que el vasco, a fuerza de oficio, consigue llevarse a su territorio.
El cuarto pasajero es, en lo bueno y lo malo, una película muy Álex de la Iglesia. El moderno carsharing en forma de clásica road-movie como nueva representación de las fusiones habituales del director de Acción Mutante, tanto a la hora de hibridar géneros cinematográficos como el de las puras ideas, el contenido ideológico de las películas. Esas ideas de nueva movilidad en tiempos precarios, tan caros sin embargo de mantener una imagen saneada de la economía y el progreso, contados como una alocada comedia romántica disfrazada, a su vez, de otra cosa.
La película, de un ritmo sólido que el realizador solo malogra en el desenlace (formidable, de todas formas, la idea de convertir un atasco en la A-1 en una suerte de camarote de los hermanos Marx) está rodada con una solvencia que solo puede provenir de la larga experiencia del director. De la Iglesia manifiesta una notable habilidad para disparar el enredo y exprimir la mecánica entre tres de sus cuatro actores principales, despiezando al principal de ellos, Julián (Alberto San Juan) hasta despojarle de todas sus máscaras y convirtiendo a éste en el alma de una película que nunca da la impresión de producto fallido o inacabado.
Donde falla El cuarto pasajero es en el mal gestionado exceso de ciertos pasajes y en el mediocre uso de algunos de sus recursos más prometedores, como ese enfrentamiento que se dibuja entre Ernesto Alterio y un fugaz Carlos Areces que nunca llega a ninguna parte. Lo bien dirigidos que están San Juan, Blanca Suárez y el citado Alterio compensan lo suficiente la experiencia, como también la constatación de que De la Iglesia, todavía hoy, sigue siendo de los pocos directores patrios que no tienen miedo a utilizar la acción, o el terror, como medios de locomoción narrativos sin excusas intelectuales.
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