El corazón de las tinieblas es uno de los clásicos de Joseph Conrad que, entre otras cosas, le sirvió de inspiración a Coppola para su Apocalypse Now. Pero más allá de eso, cada vez que se lee, o se relee, cala de un modo más profundo en la experiencia del lector, del mismo modo que ese barco, hierro destartalado cuyo capitán es Charlie Marlow, avanza lenta pero inexorablemente en la jungla, selva hechizada y mística, que se abre ante sí con idéntico asombro y terror, deslumbramiento, al fin y al cabo, con el que el río Congo penetró en el espíritu del autor ucraniano. Cuantas más millas y páginas se alcanzan, con más tesón se vuelve la espalda —tal como alegan el protagonista y el escritor— al hogar y a lo conocido con un único objetivo, aunque semejante aventura y destino conlleven la muerte. En este sentido, no hay duda de que ciertos propósitos humanos se anclan sin saber cómo ni por qué en el corazón del hombre y, por eso mismo, resulta imposible obviarlos e ignorarlos, y nos instan a partir —donde sea— con el corazón ligero, librado de prejuicios y estrechez de miras. Es la llamada intuición o fuerza de voluntad la que empuja a los hombres a adentrarse en lo misterioso y desconocido; hacia aquello que sabe, presiente y capta a través de los sentidos, que late más allá de los árboles, de los sauces llorones; más allá de lo que emerge alrededor; más allá de la bruma y la niebla que, por momentos y a lo largo de la expedición, nubla la vista y desorienta la razón. Sin embargo, ahí radica la esencia de la verdadera travesía: en la proeza y el desafío que se le presenta al hombre cuando se enfrenta a la Naturaleza y descubre en la inmensidad su reflejo; los ecos fantasmales de sus ancestros, moradores de la tierra cuando la civilización se hallaba todavía lejos; de los gritos y susurros de los hombres primigenios que fueron paridos por la más absoluta oscuridad y a quienes sólo la palabra logró alumbrar e iluminar como a todos los demás. En este caso, son las palabras de Marlow, de Kurtz e incluso del propio Conrad las que nos humanizan cuando con mayor entrega despojan de nuestras conciencias y entrañas todo ápice de salvajismo. En sus voces recobramos la memoria, desbloqueamos los recuerdos.
(…)
Una voz. Él apenas era más que una voz. Y lo oí, eso, la voz, su voz, otras voces (todos ellos eran poco más que voces), y la memoria de aquel tiempo flota a mi alrededor, impalpable, como la moribunda vibración de un parloteo inmenso, estúpido, atroz, sórdido, salvaje o simplemente mezquino, sin ninguna clase de sentido. Voces, voces…».
La historia del ser humano, al igual que el breve relato de Conrad, nace en la más fría y solitaria de las noches y muere en el amanecer de un día encapotado. Y a medida que crece y avanza, de cada uno depende ir descubriendo la psicología y el simbolismo que anida en su alma, e iniciarse. De prestar atención a las voces que envuelven nuestra realidad y nuestro presente; que les dan sentido a las consecuencias del pasado —esas que tanta ansiedad generan— y resuelven, asimismo, las correspondientes incógnitas del futuro. Es el testimonio de Marlow, y el de Kurtz a través de él, el que nos conduce bien por el estuario del Támesis, bien por esa corriente serpenteante que se adentra en la madre de todas las selvas, y nos hace partícipes de la filosofía que determina la existencia y trata de definir, calificar o agrupar la corriente de instintos que rigen al hombre, conduciéndole a la lucha exacerbada contra sí mismo pese a la soledad, pese al silencio con el que a veces se escuda y esconde, pese a los zumbidos, tambores y aullidos de otro tiempo, propios de la primera edad de los hombres. A fin de cuentas, todos poseemos un corazón impenetrable colmado de esplendor y de tinieblas, genuino y original como los relatos que nos contamos y que nos cuentan.
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