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El club de lectura - Zenda
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El club de lectura

LOS TRECE ESCALONES, LIX: EL CLUB DE LECTURA Fernanda Peña era una mujer malvada, pero eso no lo supo Edita hasta lo del club de lectura. La idea, claro, fue de Azucena Urriaga, que se aburría como una ostra desde la prematura jubilación de su marido. —Necesito salir de casa o le acabaré dando un...

LOS TRECE ESCALONES, LIX: EL CLUB DE LECTURA

Fernanda Peña era una mujer malvada, pero eso no lo supo Edita hasta lo del club de lectura. La idea, claro, fue de Azucena Urriaga, que se aburría como una ostra desde la prematura jubilación de su marido.

—Necesito salir de casa o le acabaré dando un sartenazo —bromeó en una ocasión, mientras el círculo de amigas tomaba café en La Imperial—. Os juro que me noto morir de hastío poco a poco. Tenerlo todo el día en casa dando vueltas cual espectro flatulento… bueno, eso debería considerarse uno de los círculos más nefandos del infierno de Dante.

—No estoy segura de que “nefando” signifique lo que tú crees… —aventuró su hermana Jacinta, risueña.

Naturalmente, si las Urriaga estaban en el ajo, Alicia Lobo, su adorada prima, debía estarlo también. Y, cómo no, eso añadía a Nimia Salvador, Benilde Antón y Violeta Garza. A Edita la invitaron por mera cortesía, eso por descontado. Siendo cuñada de Nimia, habría supuesto una grosería imperdonable no contar con ella, aunque, dada su exagerada timidez, ninguna de las participantes se pudiera considerar una verdadera amiga suya.

Las reuniones se fijaron para los jueves a las cuatro y media, en la tranquila y acogedora casita de Jacinta, la única viuda del grupo. Cada mes, una de las integrantes elegiría la lectura, siguiendo un estricto orden de edad (lo que obligó a todas a fingir que creían a Violeta cuando afirmaba tener treinta y siete). Edita, la más joven, estaba deseando que llegara su turno, para poder proponer cualquiera de las obras de su venerada Jane Austen. Sin embargo, a punto estuvo de olvidar para siempre a su más admirada narradora cuando Lázaro Grau entró en juego.

La lectura de septiembre se debió a Alicia, admiradora confesa del prolífico, aunque malogrado literato que, a la sazón, era antepasado suyo. De entre su extensa y variada producción, la Lobo escogió su predilecta: El parque de las palomas muertas.

—Espero que no sea uno de esos horrores góticos —exclamó Benilde, estremecida—. Sabéis que no soporto esas atrocidades sobre chupadores de sangre, almas en pena y damiselas lánguidas. ¡Me crispan los nervios!

—Quédate tranquila. La prosa de Grau es de una melancolía exquisita —aclaró Alicia, con aires de entendida—. Una caricia para el alma.

—Jesús Bendito, qué empalago… —resopló Azucena—. En mi turno pienso elegir los Cincuenta furores eróticos, de Cándida Sorní. Avisadas estáis.

Lázaro Grau hechizó el joven e impresionable corazón de Edita desde su primer párrafo, y ya no hubo paz ni sosiego para ella. Necesitaba beberse hasta la última frase, sólo para poder volver a empezar cuanto antes. Estaba embelesada por la tierna nostalgia que emanaba de las palabras de aquel muchacho, por cada una de sus anécdotas, por cada autobiográfico detalle vertido en sus personajes. Su amor por la ingrata y gélida Leticia Ruiz; su temprana cojera, que ella decidió imaginar arrebatadora; su amarga relación con la figura paterna, aquel industrial implacable; su lenta y agónica enfermedad; la prematura muerte de su madre… Poco le importaba que Grau hubiera nacido casi un siglo antes que ella. Decidió que lo amaba, y que le profesaría siempre su más abnegada devoción.

—¿Lázaro Grau? —exclamó una voz atiplada a su espalda—. Ya veo…

Edita se sobresaltó hasta el punto de dar un respingo. Frunció el ceño, contrariada por aquella interrupción, pero se obligó a cerrar el volumen y a sonreírle a la recién llegada. Era Fernanda Peña, mirándola de hito en hito, con sus ojos de urraca artera, su cara de hogaza, el pelo negro partido en dos y moño apretado casi con saña.

—Un escritor notable, en mi opinión, aunque esa no es su mejor obra —espetó, sentándose a su lado en el banco, con un largo resoplido—. El parque… siempre me ha parecido bastante infantil. Yo habría escogido Sinfonía del cuarto otoño, Protea o incluso Las dos Leticias.

—Las leeré, sin duda —se apresuró a asegurar Edita, sintiéndose a la vez entusiasmada por las nuevas opciones y dolida por la mala crítica de Fernanda.

—¿A ti te está gustando este? —inquirió la susodicha, señalando el libro casi con desdén.

—La verdad es que sí, mucho —asintió Edita, cohibida.

—Bueno, es natural… —concedió Fernanda, rebosando hiel—. Eres aún una chiquilla. A todas nos engatusó de jovencitas con ese aire patético de cachorro apaleado.

Edita tuvo que inspirar con todas sus fuerzas y retener el aire en el pecho, mientras contaba hasta diez. Le temblaron las manos, aferradas aún al preciado libro, que abrazaba sin disimulos. Trataba de articular alguna respuesta digna de tamaño insulto, cuando Fernanda se adelantó, con su sempiterno descaro.

—Se comenta que tenéis un club de lectura —comentó, con fingido desinterés—. Cosa de Azucena, imagino. Ay, qué mujer. No se cansa de ser el centro de atención, ¿verdad? Y Jacinta, claro. Está tan… ociosa desde que murió el infeliz de su marido… Imagino que estarán todas las demás. Francamente, no sé cómo podéis soportar a la arrogante de Alicia, a la tonta del bote de Benilde y a la presumida de Violeta. En fin, a Nimia es que ni la menciono, porque es insignificante en todos los sentidos… Ay, cariño, discúlpame. Se me había olvidado que sois cuñadas… Os reunís los jueves, ¿verdad? Supongo que no os importará que vaya. Conozco bien a Grau. No os vendrá mal alguien capaz de comprender su obra en profundidad.

Edita se quedó sin habla, viendo a aquella víbora alejarse por el paseo, con sus andares de oca bien cebada y sus miradas escrutadoras.

—¿Que va a venir? —se escandalizó Violeta aquel mismo domingo, al salir de la iglesia—. ¿Y no le diste ninguna excusa?

—No seas absurda, ¿qué demonios iba a decirle, la pobre? —defendió Azucena—. Fernanda es una metomentodo sin modales. Te pone en la tesitura de ser antipática y luego te lo hace pagar esparciendo calumnias y chismorreos. Como si no la conocieras…

—¿Y qué hacemos? —se lamentó Edita, desolada.

—Nada, querida. Soportarla hasta que se canse de nosotras —suspiró Jacinta, sonriendo para infundirle valor—. Lo cual ocurrirá pronto, porque es una ególatra. No te apures.

—Eso sí: que nadie ose discutir con ella ni contrariarla —advirtió Alicia, muy seria—. Fernanda Peña sólo teme a una cosa en este mundo, y es que la gente se dé cuenta de que es una ignorante que presume de instruida. Así que, por lo que más queráis, seguidle la corriente. Sin importar el calibre de los disparates que pueda llegar a soltar por esa bocaza suya.

Asintieron todas, con muda resignación. A las cuatro y media del jueves, la reunión empezó puntual, con sinceros deseos de entendimiento, pasteles de hojaldre, café negro y la mejor de las disposiciones. Se discutía el quinto capítulo de la novela, el favorito de Edita. Tras una inspirada disertación de Alicia, Nimia tomó la palabra.

—Aclaradme una duda, y disculpad mi torpeza: ¿en algún momento llega a admitir Guzmán que su historia sobre el duende del jardín es falsa? ¿Graciela se la cree realmente?

—No se la cree en absoluto —respondió Edita con ardor—. Guzmán no soporta el maltrato que recibe la niña por parte de sus tías, así que utiliza esos cuentos de hadas para envolver a Graciela en un halo sanador de fantasía que sólo ellos dos comparten. Eso les ayuda a ambos a superar la muerte de la madre, la frialdad del padre y otros horrores.

—Qué precioso y qué acertado, Edita —aprobó Jacinta, mientras las demás asentían, conmovidas.

—¿Fuente bibliográfica? —reclamó Fernanda, con un canturreo.

—¿Disculpa?

—Pregunto en qué parte del libro viene eso, concretamente.

—No estoy segura de que “fuente bibliográfica” signifique lo que tú crees… —apostilló Azucena con regocijo, ignorando los gestos alarmados de su hermana.

—Pues… —dudó Edita, notando cómo se le subían los colores. Las otras la miraban con espanto. Carraspeó, aferrándose a su amor por Grau—. Bien, no se pueden citar párrafos concretos, claro. Pero es una idea que forma parte del subtexto, y resulta muy obvia.

—Obvia para ti —refutó Fernanda.

—Obvia para todas. Para cualquiera, en realidad.

—Porque tú lo digas —siguió la Peña, tozuda—. De hecho, es perfectamente posible que esos duendes existan para Guzmán. Es un fantasioso y un ingenuo, al fin y al cabo. Creo que la intención de Grau era mostrarnos justo eso. Que Guzmán era de pocas luces y su hermana lo idolatraba hasta el punto de creerse todo lo que dijera.

—¿Y ese es todo tu análisis? —preguntó Edita, asombrada—. Me parece de una simpleza imperdonable.

—Y a mí tus teorías me parecen sensibleras y una soberana tontería, la verdad. Ni siquiera lo explican así en la novela.

—Tampoco explican que la madre se suicida y es más que evidente. ¿O qué pensabas que significaba “eligió el beso del vino blanco y del azafrán, la promesa del clavo y la canela”?

—Eso sólo es otra de tus teorías peregrinas.

—¿Cómo dices? Lo único que falta por nombrar es el opio, pero eso es láudano, Fernanda. ¿Sabes lo que es el láudano?

—Claro que lo sé —se indignó la aludida, enrojeciendo de repente—. ¡Lo sabe todo el mundo, no te creas tan inteligente!

—Igual que sabe todo el mundo que ni Graciela ni Guzmán creían realmente en los duendes —intervino Azucena, perdiendo la paciencia.

—Igual que sabe todo el mundo que Lázaro Grau no tiene nada que ver con los Lobo…

—¡Era el hermanastro de mi abuela! —protestó Alicia.

—… o igual que sabe todo el mundo que fue un pelele sin redaños y que murió alcoholizado y en la ruina…

—¡O igual que sabemos todos que tu marido se acuesta con otra! —explotó Edita, congestionada de rabia.

Benilde dejó caer la taza en un estrépito de loza, mientras Jacinta se tapaba la boca con las manos y Azucena soltaba una risotada incontenible. Nimia y Violeta se agarraron las manos, convencidas de que las puertas del averno estaban a punto de abrirse bajo sus pies. Edita, jadeando, sostuvo retadora la mirada de Fernanda Peña que, tras unos segundos de estupor, palideció visiblemente, se puso en pie, farfulló una disculpa atropellada y salió de la casa trotando como un becerro.

—¡Ay, por Dios! —reía Azucena sin pudor alguno, palmeándose las rodillas—. ¡Edita Laín, tormento de la impostura! ¡Líbreme Dios del agua mansa!

Edita sonrió, en una extraña mezcla de bochorno y perversa satisfacción. Jacinta, haciéndole un guiño cómplice, le sirvió otro hojaldre de crema.

—Tranquila —musitó junto a su oreja—. Tu secreto está a salvo con nosotras.

En realidad, eso no le preocupaba lo más mínimo. Lo que sí la intrigaba, y mucho, era el modo en que la palabra “láudano” seguía dando vueltas en su cabeza.

Aquel octubre leyeron a Austen.

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Lenka Dángel

Lenka Dángel (pseudónimo, obviamente) nació en Gijón en 1978, por fortuna en una casa llena de libros. Fue desde niña una lectora compulsiva con un, a decir de sus profesoras, “exceso de imaginación”. Empezó a escribir poesía a los nueve años, en certámenes escolares y para rellenar secciones en la revista anual del colegio. Abandonó los versos muy pronto y se decantó por los cuentos y las obras de teatro, fascinada por Lorca y por su admirado paisano Alejandro Casona. Abrazó la fantasía con Ende, Durrell, Gripe y Dahl. Sus primeras lecturas adultas fueron obras de Márquez y Pérez-Reverte que su padre, marino de profesión, escamoteaba en los barcos. Estudió Educación Social, interesándose especialmente por impartir talleres de Animación a la lectura y de Escritura Creativa a jóvenes en riesgo de exclusión (en algunos de dichos talleres tuvieron la gentileza de participar los tristemente fallecidos Justo Vasco y Luis Sepúlveda, compañero y amigo de Zenda). Colaboró durante cinco años con la revista ‘La Brocha’, reseñando exposiciones artísticas. Tiene varios microrelatos publicados en diferentes antologías y aspira a que su primera novela vea la luz algún día.

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