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'El Club de la Lucha': La bestia domesticada - Zenda
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‘El Club de la Lucha’: La bestia domesticada

En 1999 películas como esta Fight Club o Matrix ofrecían la imagen de un mundo literalmente al borde de un fin de siglo, haciendo balance de la sociedad del presente y preguntándose por el futuro, bajo el ropaje del cine de ciencia ficción o del thriller psicológico. Ambas ponían el dedo en la llaga de...

En 1999 películas como esta Fight Club o Matrix ofrecían la imagen de un mundo literalmente al borde de un fin de siglo, haciendo balance de la sociedad del presente y preguntándose por el futuro, bajo el ropaje del cine de ciencia ficción o del thriller psicológico. Ambas ponían el dedo en la llaga de los límites de la percepción individual humana y de la búsqueda del significado global de esto que hemos creado entre todos, o más bien de lo que entes superiores a nosotros han creado y desde lo que dirigen nuestras vidas. En Matrix era una complicada cosmovisión con hackeo cerebral incorporado, y en El Club de la Lucha fue una rebelión mal dirigida contra la anestesiante cultura del consumo. Luego llegó el 11 de septiembre de 2001 y el siglo XXI empezó de verdad.

Tanto la novela de Chuck Palahniuk (él lo pronuncia «Pólenik») como la película iban pisando el borde del fracaso económico hasta que las ventas en DVD la hicieron arrancar definitivamente tanto en papel como en imagen, como obra también colocada en el borde entre lo underground y lo mainstream, entre lo mercantil y lo de culto, y entre lo realmente profundo y significativo y la moda pasajera. Una página de agregación de puntuaciones en internet la coloca como solo la 72ª mejor película del año, pero la 2ª más comentada (la primera es La amenaza fantasma, de la saga Star Wars). Su historia de un protagonista sin nombre, anónima abeja en una empresa de inspección de vehículos, que comienza con problemas de insomnio y acaba creando un club de peleas a puñetazos, es para algunos la clave definitiva de la alienación humana al fin del milenio y para otros una peligrosa manifestación de masculinidad tóxica, sencilla de malinterpretar y que puede acabar desembocando en una violencia más o menos organizada, fácilmente manipulable. No por nada la pregunta que más le hacen al autor, nacido en 1962, es que dónde se puede encontrar el Fight Club más cercano.

[aviso de destripes con quemadura química en todo el texto]

El origen de todo está en el tipo de trabajo que hace el protagonista, cuyos frecuentes viajes por todo Estados Unidos le acaban causando jet lag e insomnio. Además, también está la propia naturaleza de lo que su empleo le pide: observar los grimosos efectos de accidentes de circulación y ayudar a decidir si una gama entera de automóviles debe retirarse del mercado o es más barato no decir nada e ir pagando indemnizaciones según se produzcan. Es decir, es un empleo completamente deshumanizador, donde se te pide que juegues fría y analíticamente con la vida y la muerte, a menudo sangrienta y dolorosa, de gente inocente. El protagonista oye de su médico que el insomnio no es sufrir, y que si quiere ver sufrimiento de verdad se pase por grupos de víctimas del cáncer. Él lo hace así, y ese sufrimiento ajeno, que lleva a catárticas lágrimas, es lo que le acaba curando el insomnio, a la vez que lo convierte en adicto a este tipo de chute emocional, visitando grupo tras grupo de víctimas de diversas enfermedades en busca de abrazos, lloros y sentimientos reales… que por otra parte él no tiene, porque obviamente no sufre ninguna de estas cosas.

Un día, en uno de estos grupos conoce a otra «turista emocional», Marla Singer, una mezcla de femme fatale y drogata chic de la que por otra parte no llegamos a saber gran cosa más allá de que debe de haber tenido una infancia abusiva, de su aspecto descuidado y sardónico y de que combina tendencias suicidas con a veces un toque algo más humano. Deciden repartirse los grupos de víctimas para no coincidir, pero el mero hecho de haber visto a otra persona con la misma idea le estropea al protagonista el efecto terapéutico. Otro día (en el libro en una playa nudista, en la película en un avión), el narrador conoce a Tyler Durden, un enigmático y carismático personaje que es demasiado cool como para ser solo un simple vendedor de jabón, que es a lo que dice dedicarse. Por circunstancias de la historia que luego habrán de reinterpretarse tras una gran vuelta de tuerca, ambos acaban viviendo juntos, dándose de puñetazos como terapia extrema y atrayendo con ello a un creciente grupo de personas (todos hombres) con los que se establece un Club de la Lucha con ocho reglas. Uno: No se habla del Club de la Lucha. Dos: ¡No se habla del Club de la Lucha! Tres: Si alguien dice «para» (stop) o queda inconsciente, se acaba la pelea. Cuatro: Solo dos tíos por pelea. Cinco: Solo una pelea a la vez. Seis: Se pelea a pecho descubierto y sin calzado. Siete: Las peleas duran lo que tengan que durar. Ocho: Si esta es tu primera noche en el club, tienes que pelear.

El éxito de la iniciativa hace no solo que se junte un núcleo duro de adictos, sino que eleven a sus creadores a la categoría de ídolos, extendiendo estos clubes por otras ciudades grandes del país. Un día, Durden agarra toda esta masa de violencia, decepción, angustia vital y búsqueda de adrenalina y la convierte en el Proyecto Mayhem (caos, tumulto, desorden), dirigiéndola contra «la América de las grandes corporaciones», con el fin último de destruir la civilización moderna. Se comienza meando en la sopa de restaurantes caros o destrozando cafeterías de franquicia y se quiere acabar con un ataque terrorista que destruya todos los bancos, y por tanto todos los registros de deuda, «liberando» así a quien las padezca. La imagen final de varios rascacielos cayendo es obviamente inquietante por premonitoria, aunque el 11-S no ocurriría precisamente para evitar pagar hipotecas.

Pero el gran centro de la obra es sin duda ese momento de anagnórisis, o auto-reconocimento del protagonista, cuando nos enteramos de que Tyler Durden no existe, de que es solo un producto de la desequilibrada mente del narrador, y de que es simplemente el nombre que le ha dado a un super alter ego que «tiene el aspecto que te gustaría tener y folla como te gustaría follar»: un salvaje Mr Hyde para su encorsetado doctor Jekyll, un constructo sobrehumano en el que el protagonista ha volcado todo lo que su otro ser, apocado, conformista y cliente habitual de Ikea, no se atreve a hacer, desde ser calificado por Marla como «espectacular en la cama» hasta utilizar sin miramientos a cientos de otras personas en pos de su violento objetivo antisocial. Visualmente, esto queda representado por un lado en Edward Norton, que siempre ha dado el pego como inocente cara de prubín, aunque también sabe demostrar un lado cortante cuando lo necesita (fue así como había saltado a la fama en Las dos caras de la verdad (Primal Fear) en 1996), y por el otro un Brad Pitt de 35 años, que al menos de aquella era la encarnación de lo que muchos hombres querían ser. Además, y esto puede ser difícil de notar, mientras que Norton cada vez aparece más demacrado y afectado físicamente por las duras prácticas del Club, Pitt está como una rosa, modelito tras modelito e incluso dominando artes marciales.

El tema de que el ser humano moderno está tan domesticado que ya no reconoce sus instintos originales de cazador emerge a la superficie en nuestras vidas cada cierto tiempo, a veces en una encarnación violenta como esta y otras en una versión más ecológica y de comunión con la naturaleza. Aquí la rebelión viene contra una Generación X educada a base de televisión, publicidad y consumismo y donde la felicidad viene decidida por cuántos bienes materiales has conseguido comprarte, incluso aquellos empaquetados individualmente cual comida de avión. Y una vez que se consiguió un ideal de mundo pulido, sin aristas y sin dolor, el ideal de paz que la generación anterior había querido para sus hijos tras siglos de guerras, resulta que algo en nuestro subsuelo se rebela, porque esas necesidades originales no quedan cubiertas. Cómo se les dé rienda suelta es lo que define a una sociedad: pueden canalizarse mandando al hombre a la Luna, guerreando contra un Mal universal o explotando a tus semejantes, por ejemplo. El Club originalmente ofrece una pequeña válvula de escape con billete de vuelta: unas cuantas hostias y luego de vuelta a tu empleo de siempre, pero esta vez no como el culo de manteca que eras sino como un dios del Olimpo con cicatrices visibles y que mira a los demás por encima del hombro por muy camarero que seas. La versión de Tyler, según David Fincher, el director de la película, es más bien un fascismo que busca destrozar primero sin ofrecer soluciones después.

Sin embargo, un detalle importante es el hecho de que el protagonista (en los guiones se lo llamaba Jack) solo puede funcionar como Tyler mientras no se dé cuenta de que Tyler existe, y una vez que lo hace, el primer instinto de Jack es refrenar los actos más extremos de Tyler. En la película consigue deshacerse de ese otro yo y salvar su propia vida y la de Marla, pero no logra detener la ola de atentados. Es decir, que este detalle final puede acabar haciendo que toda la historia se reinterprete como simplemente una de buenos contra malos (el malo en este caso un villano interior), al que se puede derrotar usando como primer paso ese instinto domesticado de intentar evitar una violencia destructiva.

Otra cosa que no se suele remarcar tanto es que desde otro punto de vista esta película es una comedia negra, con escenas que hacen reír a pesar de lo incómodo que te dejan, e incluso una comedia romántica que acaba con el héroe y la heroína tomados de la mano y sobreviviendo a una gran catástrofe. Visto así, desde el punto de vista de Marla la dicotomía Jack/Tyler sería una alegoría sobre el tener una pareja a quien a veces odias y a veces amas o a quien le veas dos lados muy diferentes entre sí y que él mismo ni nota. Hay un momento incluso en el que Tyler le viene a decir a Jack que es o Marla o él, y eso es parte de lo que hace a Jack «despertar» y darse cuenta de quién es Tyler. El libro acaba de una manera muy diferente, con Jack encerrado en un manicomio. Hablando de la única mujer con peso en la película, otro de los grandes debates es si todo lo que se menciona en esta obra se aplica solo a la parte masculina de la humanidad o a toda entera. Palahniuk dice que cuando empezó a escribirla «las librerías estaban llenas de libros como El Club de la Buena Estrella, Clan Ya-Ya y Donde reside el amor, que presentaban un modelo social para que las mujeres pudieran unirse, pero no había ninguno que presentara un nuevo modelo social en el que los hombres compartieran sus vidas».

Veinte años después, si la obra tuvo un hallazgo premonitorio fue el de identificar un nervio que estaba ahí oculto, en principio superado por la civilización y que no volvería a molestar: el del arrebato humano de encontrar algo que odiar y dirigir contra ello todas tus fuerzas. Efectivamente, a raíz de la película hubo varios intentos de hacer «fight clubs» reales, entre ellos en la mismísima universidad de Princeton, y en un caso extremo en una guardería de New Jersey, donde el personal instigaba a un docena de chavales (y chavalas) de entre cuatro y seis años a pegarse y luego lo ponían en Snapchat. Las elecciones estadounidenses de 2016 y la vileza de las redes sociales fueron un inesperado géiser por donde salió todo esto, y quién sabe cuál será su próxima manifestación.

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