España a mediados del siglo XIX. Rural, encrespada, dormida en las ciudades del interior, una España en blanco y negro, atravesada de tradiciones populares, bullendo en dramas interiores, en trozos de vida de siempre. La de los pliegos de cordel, los cantares de ciegos y también la de Galdós, Fernán Caballero, Clarín, Alarcón y luego casi enseguida Baroja. La visión romántica, desesperada y fatal de un caso criminal. Un encuentro fortuito entre un joven juez y una misteriosa dama en el transcurso de un viaje en diligencia. Un amor inesperado, apasionado, que les une durante unos días en Cuenca, una promesa de amor rota y sin razones y el inesperado regreso de esa mujer abriendo las puertas de una felicidad que se creía perdida para siempre. Y un cráneo atravesado por el mudo testimonio de cargo de un clavo, un caso intrigante para aquel juez ahora curtido por la melancolía de la vida, una encrucijada entre el Destino, el amor y el deber. La ley frente al deseo, la pasión, el amor recobrado, la soledad y la melancolía de los recuerdos de un amor perdido o traicionado.
Hubo un tiempo, duro y cruel, la primera posguerra tras una guerra civil, en el que, pese a todo —escasez de fuerza eléctrica, carestía de dinero circulante, amargura o prepotencia, vencidos que intentaban sobrevivir— en el que el cine español, que había asomado la cabeza con orgullosa timidez gracias a productoras como Filmófono durante la República, era capaz de rodar una película que compitiera en semanas de exhibición con Rebeca, el debut norteamericano de Alfred Hitchcock. Esa película era El clavo (1944), dirigida por Rafael Gil, un joven cineasta, fanático del cine, que había rodado documentales para la República durante la Guerra Civil. Gil, con la colaboración, sobre todo en los diálogos, de Eduardo Marquina, adaptó un cuento de Pedro Antonio de Alarcón. Porque en esos años, gente como Edgar Neville, que adaptaría Nada, el deslumbrante debut literario de Carmen Laforet, Juan de Orduña, Pequeñeces, del Padre Coloma, o José Luis Sáenz de Heredia, El escándalo, de Alarcón, Mariona Rebull, de Ignacio Agustí, Las aguas bajan negras, de Palacio Valdés, hacían cine, y cine muy popular, de éxito, con impecables producciones y formato técnico y con un gusto y conocimiento de la cultura literaria.
Para El clavo, rodada como en Hollywood, prácticamente toda en estudio, Rafael Gil contó con un genio de la dirección artística, el precedente del gran Gil Parrondo, un tipo llamado Enrique Alarcón. Alarcón, 187 películas en su haber, derribó el muro que separaba los dos platós con los que contaban los Estudios Sevilla Film y construyó tres ciudades, con sus calles, cementerios, fondas y hoteles, juzgados, salas de audiencia y casas particulares, granjas, todo un mundo de ficción al que parecen asomarse los daguerrotipos de Charles Clifford o a las fotografías de mediados del siglo XIX de Jean Laurent. Alarcón incluso inventó un imposible travelling aéreo. Los raíles por los que se desplazaba la cámara en el aire debían soportar un fuerte armazón de acero que sustentara la cámara, una mezcla de grúa y travelling tradicional, un brillante precedente de la muy moderna cabeza caliente, cuando la cámara parece volar sobre personajes y decorados, que Alfredo Fraile, un brillante director de fotografía, 87 películas en su haber, usó para seguir a los protagonistas arrastrados y acosados por una muchedumbre carnavalera en el vestíbulo de un hotel. El clavo posee la belleza técnica y romántica, fatal como el destino, con los claros oscuros de la vida, propia del expresionismo de la UFA, el de Lang y Murnau, que luego llevarían, exiliados, al Hollywood recién resucitados del cine sonoro. Un presupuesto que superaba los tres millones de pesetas, 140 días de rodaje, casi siempre nocturno, por culpa de las restricciones del suministro eléctrico de una España empobrecida industrial y económicamente, decorados, un magnífico vestuario obra de Humberto Cornejo, Monfort y Raula, 26 actores y más de 1.000 extras, una exhibición de músculo de producción que estaban convirtiendo a la empresa valenciana CIFESA en un referente indispensable del entramado industrial del cine español. Un entramado que apreciaron en grado sumo la gente de Hollywood cuando sentaron sus reales en la España de fines de los 50 y los 60.
Ese esfuerzo técnico y de producción quedaría hueco si Gil no hubiera sido capaz de entender el aroma profundamente romántico del breve relato de Alarcón, que le apasionaba desde que lo leyó en la biblioteca de su padre con quince años. La película se construye sobre los personajes del juez Javier Zarco y la hermosa y misteriosa Gabriela, y Gil cuenta para encarnarlos con Rafael Durán y sobre todo la volcánica Amparito Rivelles, un prodigio de belleza, inteligencia, secretos deseos y sensualidad. Un solitario juez y un misterio hecho mujer que aparece y desaparece de manera fatal en su vida. Gil comprende dónde debe parar la maquinaria del melodrama amoroso y dónde activar la intriga, de nuevo el melodrama amoroso tejido ahora con el suspense de la investigación de un crimen, sobre todo en la segunda mitad, cuando el Destino arroja inmisericorde en su vida su pasión por Gabriela, sus recuerdos amorosos maltrechos y apenas reconstruidos y la sombra de un crimen bárbaro y entreverado de desesperación y vileza, un recipiente fabricado con la riqueza de un viejo indiano, la pobreza de unas gente venidas a menos y el tráfico de una muchacha hermosa como peaje de antañonas costumbres matrimoniales.
Rafael Gil filma la película como los ángeles, con una depuración de la planificación clásica que implica en sí misma el montaje, por la limpieza de la planificación, exacta, precisa en su línea clara. Capaz con un sutil movimiento de grúa y en un plano general, la clave siempre para conocer el dominio visual de un cineasta, ofrecer, con las ventanas de las dos habitaciones de los amantes, la de Zarco a oscuras, la de Gabriela iluminada, con ambos juntos antes de un fundido en negro, la entrega amorosa que sella de momento las idas y venidas de su destino amoroso, u ofrecer en un plano-contraplano matemático, incendiado de odio, la violencia brutal de la entrevista entre Gabriela, ahora Blanca, y su ávido y avieso pretendiente, don Alfonso. Un cineasta que sabe, conoce el secreto de filmar una narración poderosa con un reparto encabezado por dos estrellas que saben actuar y con un elenco de secundarios prodigiosos —Juan Espantaleón, Juan Calvo, Milagros Leal, Irene Caba Alba, Joaquín Roa, Rafael Bardem, Manuel Arbó, José Franco— que construyen personajes, retratos al minuto llenos de vida y significados.
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EL CLAVO (1944) . Producida por Cifesa. Dirigida por Rafael Gil. Guion de Rafael Gil con diálogos de Eduardo Marquina, adaptando el cuento de Pedro Antonio de Alarcón. Fotografía y cámara, Alfredo Fraile, en blanco y negro. Decorados, Enrique Alarcón. Vestuario, Humberto Cornejo, A. Monfort y Raula. Música, Juan Quintero. Montaje, Juan Serra. Interpretada por Amparito Rivelles , Rafael Durán, Juan Espantaleón, Milagros Leal, Irene Caba Alba, Joaquín Roa, Ramón Martori, Rafael Bardem, Juan Calvo, Rafaela Satorrés, Manuel Arbó, Adela González, José Franco, José Portes, Enrique Herreros, Camino Garrigó. Duración, 87 minutos.
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