Foto de portada: mural de Vela Zanetti.
Este artículo aspira más a plantear interrogantes que a dar respuestas, a abrir o retomar líneas de investigación, lecturas y relecturas. El Cid puede ser un buen ejemplo para volver la vista atrás a nuestra forma de estudiar Historia, de leer nuestros clásicos y de intentar comprendernos mejor a nosotros mismos, como hombres y como cultura. Me gustaría huir un poco del detallismo del especialista, y centrarme en las preocupaciones del lector interesado que aspira a tener una mirada más global (lo que no tiene por qué excluir a la otra). Sin preguntas no hay respuestas.
Poco sabemos de Rodrigo Díaz de Vivar, personaje histórico. Richard Fletcher, uno de sus biógrafos, llega a decir que jamás sabremos con certeza cómo fue en realidad. Conocemos muy bien la época, sus cuestiones políticas, sociales, etc., pero los personajes concretos se nos escapan. Además, la historiografía de aquel tiempo sólo se fijaba en los reyes, y de los demás personajes, por muy importantes que fueran, muy secundariamente. El Cid fue celebrado desde el principio por el pueblo, y ésas son nuestras fuentes principales. Menéndez Pidal dio veracidad histórica al Cantar de Mio Cid, en muy gran medida, pero esa consideración ha sido muy discutida después. Para él los testimonios juglarescos antiguos, es decir, los más cercanos a Rodrigo Díaz, son bastante fiables; actualmente esto se ha puesto en entredicho.
En el Cantar de Mio Cid se da una versión idealizada del personaje: invencible guerrero, perfecto marido, amante de sus hijas, atento caudillo de sus huestes, respetuoso con el enemigo y, finalmente, tratado de forma injusta por su rey Alfonso VI, y por sus consejeros, que lo confunden para perder a Rodrigo. El Cid responde a los ataques con “mesura” y no con odio. Esto llega al límite cuando los infantes de Carrión, después de haber desposado a sus hijas, las ultrajan y le ultrajan a él mismo. En lugar de una venganza personal se atiene a las leyes, al juicio del Rey y de Dios. Seguramente la historia real no fue así. Ya se estaba construyendo un mito, y todos sabemos que en el mito se inmortaliza lo mejor de los mejores, o por lo menos lo mejor de los que destacan por alguna razón de forma sobresaliente. Igual que cuando morimos, según algunas creencias, sólo asciende el alma, quedando el cuerpo en la tierra; en el mito sólo se inmortaliza lo mejor. Todas las impurezas quedan olvidadas y abandonadas.
Y así es cierto que, cuando Hollywood, por ejemplo, llevó al cine su Cid —dirigida por un maestro como Anthony Mann—, se fijó en las leyendas de los romances y en el Cantar de Mio Cid, asesorado por un doctísimo Menéndez Pidal, más que en la Historia. Y que si el viajero tiene curiosidad y visita Vivar del Cid, las que se suponen tierras natales del Cid, se encontrará con que los nombres de las calles no responden a los nombres reales de la vida de Rodrigo, sino a aquéllos con que fueron inmortalizados por la poesía del Cantar: las hijas del Cid no son María y Cristina, sino doña Elvira y doña Sol, nombres ficticios. Poco hay que recuerde en Vivar del Cid al héroe histórico, ni siquiera al héroe literario, aunque el viajero puede dejar volar su imaginación más allá de la literatura y de la Historia y reconstruir su propio personaje. En España hay una ruta turística llamada “del Cid”, y por supuesto recorre los hitos del Cantar, no los que Menéndez Pidal y otros historiadores se esforzaron en investigar y delimitar. El mito y lo literario triunfan una vez más sobre lo histórico, al menos en el imaginario popular.
El Cid era un infanzón, perteneciente pues a una nobleza de segundo rango, hijo de don Diego Láinez, que ya fue famoso por sus hazañas de defensa de frontera, y que consiguió medrar por méritos propios: por su valentía personal, sus dotes estratégicas y, seguramente, sus habilidades políticas en la muy intrincada situación de la época. Rodrigo fue criado con los príncipes Sancho y Alfonso, hijos de Fernando de Castilla. De Sancho fue alférez, alta distinción honorífica y militar, cargo que alcanzó muy joven y que perdió tras los continuos enfrentamientos que desencadenó la muerte de Fernando y que acabaron con la muerte de Sancho, rey de Castilla, en circunstancias poco claras. Alfonso unió a su corona de León la de Castilla y mantuvo a Rodrigo en un segundo plano que no excluía una alta consideración. Todos conocemos la división de Fernando I de su corona en los tres reinos: Castilla para Sancho, Sancho el Fuerte, León para Alfonso, y Galicia para García, uno de los reyes más desgraciados de la Historia de España.
Aquél era un tiempo en que la ambición y las “razones de Estado” enfrentaban a hermanos con hermanos, padres contra hijos, propiciaban asesinatos y medidas más crueles que la muerte. Si olvidamos las circunstancias en las que vivieron aquellos hombres nunca podremos comprender al Cid y sus aspectos más crudos, más criticados.
Rodrigo fue desterrado dos veces (el Cantar, muy diestramente, los reduce a uno, con mayor tensión dramática), y aún no sabemos muy bien por qué. Se dan varias hipótesis históricas. El Cantar, y la tradición legendaria, lo hace víctima de la “ira regia”, de la envidia del rey y de sus consejeros. Parece que el Cid desobedeció órdenes reales en una embajada que se le encomendó en el reino de Sevilla, y en otra ocasión “corrió a sangre y fuego” tierras de Toledo sin el permiso del rey. Según Menéndez Pidal, el Cid hizo esfuerzos por reconciliarse con Alfonso, y acudió al sitio de Aledo para socorrerle contra los almorávides. El rey interpretó mal el gesto y cargó aún más su ira sobre Rodrigo.
Para algunos, entre ellos el historiador holandés Dozy (La España del Cid, de Menéndez Pidal se puede considerar una respuesta indignada a sus teorías), el Cid era un condottiero, un mercenario, y llama la atención cómo esta visión ha perdurado hasta hoy entre muchos historiadores y lectores. Para otros, Rodrigo Díaz es el héroe español por antonomasia, y ningún otro, aún tantos siglos después, puede compararse a él. Además, el Cid ha disfrutado de una atención artística, dentro y fuera de España, que no ha tenido ninguno: romances, cantares, obras de teatro, películas… Hasta los niños han podido disfrutar de una película de dibujos animados, muy recientemente, y hace muchos años de una serie de televisión, también de dibujos animados. En todas estas obras, con el entretenimiento y el cuidado mayor o menor con que estén realizadas, flota la intención voluntaria o no de ofrecer un ejemplo de conducta. Los niños también entienden a Rodrigo, luchador, noble, inteligente, idealista y objeto del amor de su dama, como un modelo a seguir.
El Cid parece encarnar algo que todos necesitamos.
Un héroe polémico, complejo y difícil
En realidad, el Cid ha sido utilizado por unos y por otros, por todos. Por las “derechas” y las “izquierdas”, por el franquismo y por el himno de Riego, por ejemplo. Esto nos debería hacer qué pensar: con los avances de la historiografía actual, cuando se han acercado a él los más imparciales historiadores —muchos extranjeros—, tenemos certezas suficientes para pensar que el Cid no fue un hombre normal, en lo bueno y en lo malo, y que la estela que dejó a su paso ha debido de ser tan poderosa y perdurable como para que todavía hoy nos preguntemos por él, lo admiremos o lo denostemos. ¿Qué tienen algunos hombres para que los convirtamos en héroes? ¿Eran ya héroes antes de que el arte, o esos mecanismos tan complejos de que disponemos los hombres para crear mitologías, se fijaran en ellos? ¿Cuáles son nuestras necesidades íntimas para que necesitemos de tales personajes, en gran parte creaciones nuestras? ¿Qué es un héroe? ¿En qué se diferencia el héroe literario, su modelo, y el héroe real de carne y hueso?
Esa utilización del personaje por varias ideologías, movimientos, épocas, muy distintos hombres… nos debería confirmar que estamos ante algo que nos une a todos, porque todos encuentran justificación para recurrir a él como símbolo de lo que quieren significar.
El Cid me parece un buen exponente para iniciar o retomar esta reflexión. Es un personaje histórico cuya existencia está perfectamente probada, tiene una andadura literaria muy extensa… y sobre todo está en perpetua revisión. No estoy de acuerdo con Fletcher cuando dice que nunca podremos saber cómo fue en realidad el Cid, o no lo estoy en parte. Con el tiempo podemos acercarnos a él, rozarlo y tocarlo. La riqueza de un hombre que nació, vivió y murió en un tiempo, me parece mucho más interesante que la de un producto literario, legendario o mitológico, por muy excelso que sea, quizá porque todos forman un conjunto, cuando se da el conjunto. El Cid literario está contenido en el histórico y el histórico en el literario. Por otra parte, el futuro es largo. La Historia nos depara muchas sorpresas.
Ramón Menéndez Pidal, con toda su sabiduría y erudición, con una investigación exhaustiva y un método historiográfico impecable, le regaló a España el héroe que estaba buscando. Y lo hizo con toda conciencia, porque lo dijo. Pero su creencia en ese héroe era completamente sincera, y se rebeló ante la manipulación, lo que él creía manipulación, de algunos que ensuciaban el nombre del héroe nacional. Hasta el título de La España del Cid, libro maravilloso, podría ofrecer alguna ambigüedad: ¿de quién es quién?, ¿el Cid es de España, o España es del Cid, la España de su tiempo? Menéndez Pidal pensaba que la personalidad del Cid dominaba, desbordaba, el siglo XI español. Y probablemente tenía razón.
Su intención quedaba clara en el primer prólogo que escribió a su obra:
Por eso al escribir la historia del siglo XI me propongo, sobre todo, depurar y reavivar el recuerdo del Cid, que, siendo de los más consustanciales y formativos del pueblo español, está entre nosotros muy necesitado de renovación. Porque es el caso que España, después de haber mantenido con amor ese gran recuerdo histórico a través de las edades, ahora hace más de un siglo que lo ha dejado perder, salvo en el terreno de la pura poesía. Ni siquiera hemos laborado el recuerdo material de un monumento público dedicado al héroe; todo el bronce que había lo hemos gastado en glorificar a generales y ministros, personajes cuasi impersonales de la obra estatal.
Menéndez Pidal consiguió lo que se propuso: el recuerdo del Cid, aunque con visiones muy distintas (lo cual es sano), hoy no corre ningún peligro. Se quejaba de estatuas: hoy hay una enorme en Burgos, discutible o no en lo artístico, pero en un lugar central. Rodrigo y Jimena, o su recuerdo, descansan en el crucero de la catedral de Burgos. En la ciudad todo remite al Cid; también en toda la región, y la ruta citada recorre media España. Puede que se esté utilizando al Cid, pero no es por otra cosa que porque un pueblo necesita héroes, algo que conmemorar y celebrar, algo que ofrecer al mundo y a sí mismo, aunque sea con la percha turística o comercial. En cuanto a las insinuaciones políticas que hace Menéndez Pidal al final del texto, parece que la situación no ha cambiado mucho.
Pero, con todo lo que admiramos al sabio coruñés y su magnífica obra, parece exagerado imaginar a un caudillo maltratado por su rey y su corte, siempre en continuos problemas, la víctima inocente de la “ira regia”, de la “envidia regia”, sin que él haya hecho absolutamente nada, excepto poner su brazo y su talento al servicio de Castilla. Hay algunos motivos para que así sea, pero todo tiene un excesivo aire de leyenda, de drama romántico, de estas películas que después hemos podido disfrutar. La vida, y el Cid vivió, como también vivió Alfonso VI y sus contemporáneos, la vida es más compleja que una obra de teatro y una película, incluso que el Cantar de Mio Cid.
Sin embargo algo debe haber, algo hay de todo.
Al Cid algunos le han acusado de los más variados delitos. Los que ven en él al mercenario, no podrían explicar que tras el destierro el Cid tenía que ganarse la vida, pagar a sus huestes, mantenerlas… Y que renunció a enfrentarse a Alfonso VI: siempre se consideró vasallo suyo, “contra mi rey no quisiese yo lidiar”, preciosa frase. Se le ha llamado individualista, pero aquél fue un tiempo de individualidades, de grandes energías personales, y Menéndez Pidal defendió al Cid como sumo ejemplo de cooperación nacional, en un país, y lo parafraseo, inhábil para el esfuerzo colectivo.
El mito no se construye con la verdad absoluta. La literatura es más sutil en este sentido, pero el mito no es exactamente literatura, aunque la alimente. El Cantar de Mio Cid es más historia mítica que literatura, y prueba de ello es que estaba completamente entregada al pueblo. El pueblo tiene hambre de ejemplos, de modelos, de admiraciones y guías. Y eso es lo que le da un héroe, un mito.
La Historia se hace literatura
¿Por qué la Historia se hace literatura? ¿Qué proceso corre la Historia para convertirse en literatura? Parece que es una cuestión de demanda, aparte de otras consideraciones más complejas. El pueblo, los lectores, necesitan la Historia, les interesa; ellos vienen de ahí, quieren comprenderse mejor, de forma accesible, y quieren divertirse. Por otra parte es una cuestión de identificación, de fusión, quizá un poco infantil, pero es que el elemento “infantil”, tan complejo y provechoso, no desaparece nunca de nosotros.
La Historia es enormemente divertida, bien contada, claro. Pero ¿por qué unos episodios y no otros, unos personajes y no otros? El pueblo los acaba seleccionando, están en boca de todo el mundo. Sí, hay un hambre de ciertos sucesos y personajes. El pueblo, o los lectores, o los oyentes (pensemos en los romances o el Cantar), quiere hacerlos suyos, consumirlos en el sentido más pleno de la palabra, fusionarse con ellos. Él los elige y los desarrolla. No es extraño que la tesis de la creación colectiva de los cantares de gesta haya tenido tanto éxito.
El pueblo satura para sí mismo una necesidad, y la necesidad de oír relatos la tenemos desde la infancia, y desde la infancia, por así decirlo, de la especie humana. Y no cualquier relato. Con más motivo relatos históricos: siempre flota dentro de nosotros la idea, el sentimiento de que aquello existió, esos personajes flotan en un ambiente que fue real. Y son hechos y personajes que conocemos vagamente, tienen mucha más verosimilitud que los convencionales, por muchas barbaridades novelescas que nos cuenten los autores. Los oyentes de los romances cidianos y del Cantar de Mio Cid conocían al personaje, la época, aquellos lances, las envidias, las ambiciones… quizá no muy bien, pero lo suficiente para generar el ambiente que esas historias necesitaban, lo suficiente para generar su interés. Un conocimiento vago puede ser, en lo literario, más productivo que cualquier otro.
Rodrigo Díaz de Vivar tenía que convertirse en mito y en literatura. Ahora lo comprendemos. Incluso aceptando que no fue el héroe impoluto que nos han presentado a veces, o el santo que quiso canonizar Felipe II (tenemos toda clase de extremos). Rodrigo Díaz tenía energía, era fuerte, valeroso, audaz, era inteligente y astuto, y ascendió en la escala social, ascendió mucho… El Cantar nos recuerda cómo su sangre acabó confundida con la de reyes. Y esto era cierto. El pueblo no tiene microscopio: no se fija en los defectos, no le llegan, o los disculpa y olvida; también pueden colaborar a la grandeza del héroe. El pueblo tiene una visión más amplia, general. En el fondo necesita creer en lo grandioso y heroico. Los héroes significan para él una esperanza para el presente y para el futuro. Si han existido, y lo que cuentan de ellos es cierto, se pueden producir esos fenómenos en su tiempo y en el que vendrá. Ante un héroe o un mito debemos ser necesariamente crédulos; de lo contrario éste deja de tener sentido. Todos tenemos mucho de héroe y el héroe nos lo recuerda. No se entiende si no tanta insistencia en valorar y encumbrar a través de los siglos a un hombre como Rodrigo Díaz de Vivar, que tuvo una vida gloriosa, sin duda, pero que “en muerte” ha entrado en el cielo de sus compatriotas, o de muchos de ellos. El mito es una forma de cielo, una inmortalidad.
Ya se escribió sobre él estando vivo. Y después los romances empezaron a fluir. La fecha del cantar no es segura. Menéndez Pidal creyó que se compuso alrededor de 1140, o en el primer tercio del siglo XII, muy cerca de los episodios que contaba. Otros han retrasado mucho esta fecha.
En el fondo es el Cantar la forma más acabada de la historia del Cid en la literatura. Con toda la tosquedad que pueda tener, debido a la época y a su género, a las peculiaridades que rodean un cantar épico y la actuación de los juglares, el Cantar está lleno de matices, es estupendamente dramático, juega con el ritmo y parece una composición muy meditada. Desde luego es una suerte que podamos disponer de un exponente así de nuestra maltrecha épica. El principio, por ejemplo, que no sabemos si en realidad lo es, “De los sus ojos tan fuertemente llorando…”, crea una tensión inigualable. En esa mezcla de periodismo, literatura y cine que debió de ser la épica medieval, y la actuación de los juglares en general, y en cierto modo con semejantes manipulaciones a las que se ven sometidos hoy el periodismo, la literatura y el cine… el Cantar de Mio Cid se aparece perfecto.
Y perfecto, casi intachable, se nos aparece Rodrigo Díaz. Nunca es derrotado, y esto es histórico al parecer. Invencible, noble hasta el límite de respetar al señor que lo ultraja y lo posterga, vengador sólo de lo que es justo y ante los canallas, rehabilitador de su honra política, social y personal… Al Cid le hubiera gustado conocer esta versión, revisión, de sus correrías. Quizá algo le llegara. El Cantar se centra en una parte mínima de su historia, pero con ella lo da todo.
Llama la atención que en otras revisiones de la historia del Cid, sea él el menos protagonista, casi un pretexto para la acción. En las Mocedades del Cid, de Guillén de Castro, y en El Cid de Corneille (lo que hoy entenderíamos un remake del anterior, tal vez con una astucia técnica que no tenía Guillén de Castro), la protagonista es Jimena, maravillosa por cierto, y también el rey, que es el que parte y reparte, modelo máximo de la sabiduría, justicia y prudencia. Al Cid le dan el conflicto hecho, y no tiene más que demostrar su heroísmo, prácticamente sólo militar, para dejar que Jimena muestre su orgullo y dignidad inquebrantable, por encima del amor, y el rey su infalibilidad.
Y otras creaciones literarias, mucho más próximas a nosotros en el tiempo, como El Cid, novela histórica de José Luis Corral, y El Cid, el último héroe, de José Luis Olaizola, amplían su campo de visión a la vida del Cid en su conjunto. En la novela de Corral destaca la ambientación histórica que revela un dominio total de la historia cidiana, así como una voluntad muy explícita en mi opinión de llegar al máximo número de lectores. Las costumbres, la geografía, la política, las acciones de los personajes históricos están muy bien reflejados; es un paseo ameno y didáctico por el siglo XI, aunque quizá le falte profundidad y tensión, esa tensión que el Cantar de Mio Cid, con todo su aparato rudimentario, derrocha por todos sus flancos.
El libro de José Luis Olaizola, por su parte, hace del Cid un ser más complejo y completo de lo que estamos acostumbrados, con debilidades que enriquecen al héroe, dudas y titubeos. Además, es un ser risueño. Olaizola le da al personaje una ambigua vocación religiosa, lo cual no sería demasiado raro teniendo en cuenta la época, y los contactos continuos que tuvo el Cid con instituciones eclesiásticas como San Pedro de Cardeña y los monjes de Cluny. Además, Olaizola le da un sabor muy novelesco con las intervenciones de hechiceras, judíos de aquel tiempo —fantaseados, claro— y pasiones de lo más humanas.
Olaizola, al principio, en una nota, agradece a Menéndez Pidal su obra de investigación sobre el Cid, sin la cual no hubiera podido escribir la novela. Y es que todo lo que podamos decir hoy sobre Rodrigo Díaz ha de remitirse forzosamente al gran filólogo (ante todo era filólogo, porque hasta en sus obras historiográficas, como ésta, se advierte el método y la preocupación del filólogo como vía para llegar a la Historia y dilucidarla).
Se ha producido una humanización del personaje, que no responde tan sólo a la visión que tenemos hoy de él, sino al propio desarrollo de nuestras fórmulas literarias. La novela, por supuesto, es un género que aspira a una mayor verosimilitud que aquellos romances y cantares de gesta, mayor también que las obras de teatro citadas.
¿Responde este género a un proceso de maduración del género humano? ¿Queremos seguir oyendo historias, pero ya no estamos dispuestos a auto-engañarnos tan fácilmente? Éste, por supuesto, es otro tema. Pero creo que la evolución del Cid en la Historia y en la literatura podría ser un buen punto de arranque para abordarlo: una buena muestra para la investigación científica.
El heroísmo en una época, en todas las épocas y en nuestra época
Y es que el Cid va cambiando como héroe a medida que cambiamos nosotros. Parece que hoy somos más capaces de comprender que las debilidades y defectos forman parte de todos los humanos, incluso en los más grandes. Pero por otro lado hay una gran intolerancia e incomprensión hacia ciertos fenómenos de la Historia. Miramos atrás en el tiempo y no podemos entender las “glorias” del pasado, cómo nuestros abuelos pudieron encumbrar a hombres, mujeres y acontecimientos al olimpo de la veneración cuando hacían agua por todas partes.
Si para tantos historiadores el Cid es símbolo de una época, cómo no entender que fuera “un hombre de su tiempo”. El siglo XI está atravesado por luchas terribles, moros contra cristianos y cristianos contra cristianos. Ya dije lo peor: el hermano mata al hermano, o lo apresa y le roba lo que no le pertenece, o lo cubre de cadenas y lo confina a un castillo por el resto de su vida (eso le pasó a García en el castillo de Luna, y lo hicieron Sancho y Alfonso, sus propios hermanos); Urraca, aunque no esté muy probado, parece que intriga a favor de Alfonso; los otros reyes de la península también luchan e intrigan; los reyes moros son capaces de todo con tal de conservar su poder, su comodidad o sus privilegios. En una tierra de frontera nada vale nada si no hay autoridad para defenderlo. Sancho pasa de ser rey de Castilla, León y Galicia, los reinos de su padre, a estar muerto. Alfonso, de ser prisionero en el reino de Toledo, a ser el rey más poderoso de su tiempo, el Emperador. Los moros pasan de la decadencia política total gracias al Cid y a Alfonso VI —no lo olvidemos—, a una nueva esperanza tras la muerte del Cid y de su obra política y militar.
Tales avances y retrocesos, en tal ambiente de discordia, envidias y lucha absoluta, no se consiguen con un ánimo pacífico y santoral. El Cid debió de hacer muchas barbaridades, pero no menores, seguro, que sus contemporáneos. Era un militar, un caudillo y un político. Se debía a su ambición, legítima en un hombre de su tiempo, un hombre de armas, y se debía a su familia, a la que debía procurar la mayor consideración social, y a sus hombres, su mesnada. Creo que no entendemos aún la compleja psicología de un hombre del siglo XI, uno de estos hombres que eran reyes, nobles, caudillos, conquistadores… Y si el Cid ha sobrevivido a través de los siglos, fundamentalmente en la literatura, es porque a esa energía, que tanto cantó Menéndez Pidal, debió acompañar muchas otras cualidades. Cualidades que hoy llamaríamos más humanas, más finas, intelectuales, afectivas, como queramos decirlo.
El Cid se mantiene vivo porque sus virtudes y méritos siguen siendo admirados por el hombre de hoy. La fuerza, el triunfo militar, el ascenso social, y la resistencia ante los continuos obstáculos de la vida, una vida muy difícil… Son las cualidades que canta el Cantar, a las que añade el amor familiar, el respeto por los subordinados y una altura moral sobrehumana. Tan sobrehumana que hoy se nos hace difícil creer con los ojos y oídos de la razón y de la Historia, aunque Menéndez Pidal la confirmara.
De todos modos nuestra sensibilidad actual, y el arte de la novela nos lo confirma, nos empuja a aceptar y creer, también con admiración, a los héroes con pies de barro, con defectos y debilidades, porque no hemos conocido ningún hombre, ni el más importante y venerado, que no los tuviera.
En realidad el Cid de la Historia es mucho más acorde con nuestra personalidad actual, por mucho que algunos estén dispuestos a denostarlo. ¿No será esto una cuestión de incomprensión general? ¿Si somos tan duros con nuestros héroes, nuestros modelos, cómo somos capaces de mirarnos al espejo? Grandes responsabilidades implican grandes decisiones, y grandes barbaridades. La Historia no se juzga como juzgamos a los personajes de una película, ni siquiera como nuestros tribunales juzgan a nuestros contemporáneos. Hay una “equidad” histórica que se nos escapa, una especie de relativismo. Ignorar esto es no comprender la Historia, no saber leerla, pero me da la impresión de que también es no comprendernos a nosotros mismos.
La obra de un hombre
Es interesante destacar en qué momento publica Menéndez Pidal su obra, 1929, y cómo él cree dar a su país y a su sociedad el antídoto para la atonía y el desánimo en que estaban sumidos. En el fondo Menéndez Pidal crea el mito histórico; demuestra —ya sabemos que esto es más complicado— que el gran héroe nacional de la literatura y la leyenda, no pertenece sólo a esos mundos de la fantasía; es un personaje histórico. Su ejemplo es aún mayor por la sencilla razón de que no es obra de la ficción. Hubo un hombre de carne y hueso que realizó hazañas casi sobrehumanas. Los personajes no se inventaron, ni su nobleza y su prodigioso arte militar. Menéndez Pidal regala a España, digamos, un motivo más para seguir adelante, para reanudar una labor histórica gloriosa. Y en un momento que él creía malo. Esto dicho así suena exagerado y políticamente incorrecto, pero hay que entender cuándo se produce esta actitud, y más todavía los tiempos duros que esperaban. El filólogo da a España “algo en qué creer”. No en qué soñar, sino en “qué creer”.
El Cid de Menéndez Pidal lo tiene todo: el encanto y pureza de la literatura, y la realidad incontestable que le da una investigación histórica como antes no se había hecho. Quién no se iba a rendir ante un héroe tan majestuoso y completo que no sólo puebla la fantasía de los poetas de mil años, sino que además es real, fue real, y sus hazañas portentosas se ven realzadas por la Historia. Menéndez Pidal no sólo confirma y verifica la gloria del Cid, sino que la aumenta. Leer La España del Cid, con todo lo discutible y mejorable que pueda ser, es una aventura apasionante.
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BIBLIOGRAFÍA CONSULTADA
–Anónimo: Cantar de Mío Cid, ed. de Alberto Montaner, Barcelona: Crítica, 1998.
-Campbell, Joseph: El héroe de las mil caras. Psicoanálisis del mito, Madrid: Fondo de Cultura Económica, 1997.
–Menéndez Pidal, Ramón: La España del Cid, Madrid: Espasa Calpe, 1969.
-Corneille, Pierre: El Cid, trad. de Mauro Armiño, Barcelona: Planeta, 1985.
-Corral, José Luis: El Cid, Barcelona: Edhasa, 2001.
-Fletcher, Richard: El Cid, trad. de Javier Sánchez García-Gutiérrez, Hondarribia: Nerea, 2001.
-López Estrada, Francisco: Panorama crítico sobre el “Poema del Cid”, Madrid: Castalia, 1982.
-Guillén de Castro: Las Mocedades del Cid, ed. de Christiane Faliu-Lacourt, Madrid: Taurus, 1988.
-Olaizola, José Luis: El Cid, el último héroe, Barcelona: Planeta-De Agostini, 2000.
-Menéndez Pidal, Ramón: La España del Cid (Madrid: Espasa Calpe, 1969), p. IX
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Este artículo fue escrito mientras me documentaba para mi novela Cid Campeador (Madrid, Imágica, 2008), y fue publicado en la revista Dicenda. Cuadernos de Filología Española, en su volumen 24 del año 2006 (pp. 237-245).
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