Decididamente, empero el desdén que se les dedicaba en los cenáculos literarios convencidos de su superioridad, las revistas pulp fueron una fuente inagotable de la mejor narrativa corta estadounidense del pasado siglo. En aquellas publicaciones, así llamadas por su encuadernación rústica, su bajo precio y su concepción para el consumo popular —pura y dura ficción de explotación—, se leyeron con igual deleite relatos de Charles Bukowski y de Tennessee Williams, de Jack London o Stephen Crane.
Puede decirse que el hard boiled —que toca tan de cerca a la novela negra actual— nació en las páginas de Black Mask. Futura inspiración del Quentin Tarantino de Pulp Fiction (1994), entre sus autores asiduos figuraron Dahsiell Hammett y Raymond Chandler.
Y también puede decirse que la ciencia ficción floreció en estas revistas antes que en las novelas. Muy a menudo, sus firmas incluyeron a Ray Bradbury y a Edgar Rice Burroughs, a Williams S. Burroughs y a Philip K. Dick. Por no volver a repetir que fueron el formato más frecuente de Howard Phillips Lovecraft y sus corresponsales —August Derleth, Robert E. Howard, Clark Ashton Smith…— quienes hicieron de Weird Tales —donde aparecieron sus primeros cuentos—, un mito que ha perdurado hasta nuestros días. En 2023, Weir Tales celebrará su primer centenario acudiendo puntualmente a la cita mensual con sus lectores.
Tanta es la excelencia que desde lo barato y lo mínimo destila esta ficción de explotación —que abarca todos los géneros, amén de los que nacieron en su seno— que, para algunos comentaristas, más que un formato, la narrativa pulp sería un género en sí misma y la fantasía, el western, el erotismo y el resto del amplio abanico de modalidades tradicionales que cultivó, subgéneros dentro de ella. De ser así, igual que hablamos de poesía épica, lírica o dramática, podríamos hablar de pulp fantacientífico, pulp hard boiled o pulp de terror.
Mientras los expertos llegan al fondo de la cuestión, podemos ir congratulándonos de que Reino de Cordelia acabe de publicar, en una de esas espléndidas ediciones que dedica a los textos cinéfilos, El juego más peligroso. Inédito hasta ahora en español, este relato, a mitad de camino entre el cuento de miedo y el thriller, sirvió de base al guion de El malvado Zaroff (Irving Pichel y Ernest B. Schoedsack, 1932), todo un clásico del cine fantástico de los años 30. Producción independiente, bien es cierto —de Merian C. Cooper y el propio Schoedsack—, pero en la estela del impagable cine de terror que por esos mismos años estaba poniendo en marcha la Universal.
Asimismo, si, situados en medio de esa fina línea que separa el cine de ciencia ficción del de terror, damos cabida a un subgénero, el de las islas malditas, podemos hablar de El malvado Zaroff como uno de sus pilares. Las otras dos cintas del tríptico inaugural, ambas del 32, como Zaroff, serían La isla de las almas perdidas —primera versión de La isla del doctor Moreau (1896), mi favorita de las novelas de H. G. Wells—, y La legión de los hombres sin alma, de Victor Halperin.
En esta ocasión, la isla maldita es una posesión en el Caribe de un perverso conde ruso, que mataba gorriones con su carabina a los cinco años y pudo huir con la mayor parte de su fortuna de la revolución soviética, el Zaroff (Leslie Banks) en cuestión. El tipo, ha dispuesto unas boyas luminosas para que los barcos naufraguen en las aguas que bañan su arrecife particular. A los supervivientes que logran llegar a su castillo, tras acogerles con una cortesía exquisita, los caza.
Si, además de aquellos relatos breves, protagonizados por animales antropomorfizados, también podemos llamar fábula a las narraciones cortas que guardan una moraleja, El juego más peligroso es una fábula plena. Y su moraleja —el cazador, cazado— tiene tanta vigencia, casi cien años después de su concepción, que sintoniza plenamente con el sentimiento animalista de nuestros días. Al comenzar, el relato, en una conversación que mantienen Rainsford —nuestro protagonista, un cazador de renombre— y Whitney, en la cubierta del yate en el que navegan por las aguas próximas a los dominios de Zaroff, ya se plantea la cuestión de que el hombre es el único animal que mata por placer, así como el sentimiento de las presas frente a la persecución implacable del cazador. Ya al final, a punto de ser víctima de Zaroff, Rainsford dice conocer ahora los sentimientos de los miles de animales que mató.
Aparecida en el número del diecinueve de enero de 1924 de Collier’s —semanario muy en la línea del hard boiled de Black Mask, cabecera con la que compartió no pocos autores—, El juego más peligroso sigue siendo el cuento que más ha frecuentado el cine de todos los escritos por Richard Connell (1893-1949), su autor. Y ya es decir, a la vista de la prodigalidad con que se dio a la narrativa breve. Un año después, ya en el 25, El juego más peligroso fue incluido en la selección reunida bajo el título de Variety, merecedora del premio O’ Henry, a la mejor colección de relatos. Todavía corría 2020, hace nada, cuando este texto, que en su primera edición española no llega a las treinta páginas —¡y profusamente ilustradas!— inspiró toda una serie creada por Scott Elder, Josh Harmony Nick Santora.
Entre ésta última y la primera adaptación de esta historia, hay toda una filmografía en la que sobresalen versiones como la estrenada por Robert Wise en el 45 —A Game of Death—, un calco de la original, o la del inglés Roy Boutling del 56 —Huida hacia el sol—. Será mejor correr un tupido velo sobre otra media docena de interpretaciones de esta historia del cazador cazado.
Muy leído y admirado en su tiempo, tal vez exagerasen las noticias biográficas de sus días que afirmaban que Connell firmó sus primeras crónicas de sucesos cuando sólo tenía quince años. Lo que sí parece cierto es que fue un consumado periodista. Como casi manda el canon de la Generación Perdida, a la que él no perteneció porque escribía ficción de explotación, fue combatiente en el frente francés durante la gran guerra. Al volver a casa comenzó a redactar cuentos, que casi siempre aparecían en revistas como The Saturday Evening Post y Collier’s. Se le recuerdan trescientos de estos relatos.
Su narrativa breve inspiró a la gran pantalla filmes memorables. Habrá que recordar La vía láctea (Leo McCarey, 1932), una de las cintas parlantes más celebradas de Harold Lloyd; El hermano orquídea (Lloyd Bacon, 1940) o Juan Nadie (Frank Capra, 1941), que le valió la nominación al Oscar correspondiente. Entre los libretos que escribió, exprofeso para la pantalla, encontramos títulos como Dos chicas y un marinero, comedia musical dirigida por Richard Thorpe en el 44 y El asombro de Brooklyn (Norman Z McLeod, 1946), uno de los títulos del repertorio ideal de Danny Kaye, que también contó con Connell en el equipo de guionistas.
Pero ninguno de los cuarenta y dos filmes en los que aparece acreditado como escritor —ni siquiera Juan Nadie, una de las más genuinas representaciones del optimismo de Capra— tuvo la transcendencia de El juego más peligroso. Publicado ahora en España con el título de la primera película que inspiró, El malvado Zaroff, abre el texto una introducción de Jesús Egido, plena del encanto de los cuadernillos de L’atelier 13, cierta colección de DVD ’s que, a comienzos de siglo, recuperaba para las nuevas generaciones de aficionados cintas tan fascinantes como la que nos ocupa. En dichas líneas se da noticia de la principal diferencia entre la primera adaptación fílmica y el relato original: la chica. Inexistente en el cuento de Connell —“nunca se caza a las hembras”, recuerda Zaroff—, en la versión de Pichel y Schoedsack la incorpora la maravillosa Fray Wray. Llamada a ser el año siguiente el gran amor de King Kong, dirigida por Merian C. Cooper ya en el 33 con buena parte del equipo de El malvado… muy probablemente, la actriz que habría de gritar con más encanto de toda la historia del cine, fue elegida para el que habría de ser el personaje de su carrera por lo bien que se desenvuelve en los dominios de Zaroff. A excepción de este feliz añadido que supone su presencia, la película es singularmente fiel al relato original. Un placer se mire por donde se mire. Qué más se puede pedir.
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