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El canario (y II) - Zenda
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El canario (y II)

Resumen de la Primera Parte: A los diez años, mientras sus padres viajan por el mundo como músicos, Batsheva es cuidada por la señora Filomena, cuyas más preciadas posesiones son un canario y un portarretrato con la foto de un novio que nunca regresó. Batsheva se obsesiona con liberar el canario, y le deja abierta...

Resumen de la Primera Parte: A los diez años, mientras sus padres viajan por el mundo como músicos, Batsheva es cuidada por la señora Filomena, cuyas más preciadas posesiones son un canario y un portarretrato con la foto de un novio que nunca regresó. Batsheva se obsesiona con liberar el canario, y le deja abierta la ventana a su compañero de colegio Andrés para tal fin. Pero el canario aún está en su jaula, y falta el portarretrato.

******

—Aquella tarde fatídica fue viernes —retomó la septuagenaria señora Batsheva—. El resto de las horas fueron un prolongado velorio. Filomena no hallaba consuelo a la pérdida de su portarretrato. El domingo supe que no solo se trataba del valor sentimental, cuya gravedad era ya inconmensurable. El marco dorado era de oro. Filomena no lo denunció a la policía. Evitó agregar a la desgracia del robo el tramiterío de pasar por la comisaría. Ni siquiera tenía teléfono. Los lunes asistíamos con Filomena a la central telefónica de la calle Florida para llamar a mi madre al hotel donde estuviera. Yo no podía convivir conmigo misma, incluso a esa temprana edad: le había abierto la ventana del departamento de mi cuidadora a un rufián. El niño en el que yo había confiado era un ladrón. Yo misma era una malvada. No me atrevía a confesar ni me perdonaba a mí misma. El sábado al mediodía, cuando Filomena en trance luctuoso abrió la puerta el instante para darle de comer al canario, el pájaro voló. Pasó de la cocina al comedor, y del comedor al patio. Del patio al exterior. Ese canario, al que yo había instado silenciosamente a fugar durante un año, en el momento menos pensado, cuando ya mi suerte estaba echada, ejecutó su acto de arrojo. Desde entonces considero que la existencia humana no tiene sentido. Pero de todos modos quiero saber la verdad.

—Tres cuartas partes de nuestro planeta es agua —consideró Plones—. Pero más aún se compone nuestra vida de misterio. Venimos del misterio, vivimos en el misterio y desaparecemos en el misterio. ¿Hubiera dejado la señora Filomena un portarretrato tan valioso en la cocina, a la vista y paciencia del mundo?

—¿Por qué no? —lo interceptó Borgovo—. Era el amor de su vida.

Plones continuó desconfiando con un gesto.

"En Buenos Aires, con la convivencia estable, y conmigo, algo entre ellos se detuvo. No sé cuál de los dos llamó a rebato, pero mi padre dejó el hogar"

—El lunes Andrés no asistió al colegio. Hubo un rumor relativo a su ausencia, aunque yo conocía perfectamente la causa. No dije nada. Después de todo, yo era su cómplice. Ese atardecer, cuando asistí con la devastada Filomena a la central telefónica, supliqué a mi madre que me viniera a buscar. Ya no quería permanecer sola en Buenos Aires. Mis padres se hallaban en Atenas, y mi madre aceptó retirarme esa misma semana, probablemente el viernes. Recién el martes se supo que Andrés había huido con el circo Dellepiane, y sus padres tras él, para recuperarlo. Aparentemente por la vergüenza del acontecimiento —la huida con el circo, no el robo, que el colegio ignoraba—, ya no regresaron. Hasta el jueves Filomena pareció desintegrarse. El viernes al mediodía, a una semana del drama, cuando llegó mi madre, se recompuso. “Son cosas que pasan”, le dijo a Greta. Pero lo había perdido todo. Pronto arribó mi padre y volvimos a habitar los tres nuestro departamento del barrio de Once, en las cercanías del ahora vacío hogar de Andrés. Mis padres decidieron cancelar sus giras durante un año y actuar en el teatro Soleil, con El violinista sobre el tejado. Fue un éxito. Pero el matrimonio estaba acostumbrado a la adrenalina de los viajes. En Buenos Aires, con la convivencia estable, y conmigo, algo entre ellos se detuvo. No sé cuál de los dos llamó a rebato, pero mi padre dejó el hogar. No podía soportar la cercanía de mi madre sin la intimidad: viajó y se instaló en Israel. Nunca se lo perdoné. Me visitaba una vez por año; y a partir de mis 15, una vez más lo visitaba yo a él. Por entonces vivía en Haifa. Luego se mudó a Tel Aviv. Falleció en Jerusalem. En mi última visita, en Tel Aviv, yo debía tener 25 años, dejaron a mi nombre, en la casa de mi padre, el marco dorado de Filomena. Para entonces, yo llevaba más de diez años sin saber nada de mi cuidadora. También ella había vaciado su casa: regresado con su hermana a la España natal. En el centro del portarretrato, en vez de la foto, había un papel, con un número de teléfono. Nunca llamé. Por entonces, mi rencor era mayor que mi curiosidad. Andrés había arruinado mi vida. Donde quiera que estuviera, probablemente en Tel Aviv, no le daría el consuelo de mi presencia, por mucho que se hubiera arrepentido. Lo que sí hice fue consultar por el marco en una joyería: no valía nada. Era lo que en teatro llamarían mampostería.

Una mirada de triunfo se disparó de Plones a Borgovo. El detective vocacional acusó la derrota.

—Tal vez me lo dejó como símbolo, y no era el original —especuló Batsheva—. En cualquier caso, durante décadas consideré que yo me había ganado la defraudación: nunca había pensado en cumplir con la promesa de pasear con Andrés. Lo había incitado al robo y la intrusión. Es la historia de Adán y Eva. Ambos fuimos expulsados del Paraíso. De algún modo, estas ponderaciones mitigaron mi enojo. Llamé a ese número, pero nadie responde. Ya no debe existir.

—Repítame el apellido de Andrés —concluyó Borgovo, tomando nota.

20 días más tarde, el improbable trío de Borgovo, Plones y Batsheva, arribó a Tel Aviv. Plones llevaba años queriendo conocer el país. Batsheva no regresaba desde hacía 45 años. Para Borgovo era uno más de sus muchos viajes. Andrés los recibió en la cafetería Joe’s, sobre la calle Dizengoff, esquina con Pinsker.

—Tenés la misma cara —apagó un sollozo Batsheva.

—Nada peor que un viejo con cara de niño —replicó Andrés.

—Hay cosas peores —apuntó retóricamente Borgovo.

"No hubo alternativa. Yo lo supe hace poco. Pero durante todo este tiempo… mis padres me ocultaron a verdad, incluso después de muertos"

—Cuando mi padre acudió a curar la pata del canario —comenzó Andrés— descubrió que el señor del portarretratos era idéntico a un nazi checo, lugarteniente de Heydrich en Praga. Lo buscaban desde hacía una década. Jirí Hos, luego Jiri Gamen, había logrado eliminar la mayor parte de sus fotos. Excepto la que mi padre había descubierto por pura casualidad en sus obsesivas lecturas de la Segunda Guerra Mundial. Una foto perdida en toneladas de páginas, en un fascículo del Tercer Reich, y esa coincidencia… ¿milagrosa? Mi padre sabía a quién acudir. También sabía todo de mi vida. La conexión casi mística con mis padres, y los animales, nunca se interrumpió. En parte lo revelé, en parte lo adivinó; pero nunca me confesó que un agente utilizó tu ventana abierta, antes que yo, y huyó con el portarretrato. La foto permitió encontrarlo.

—¿Lo atraparon? —consultó Borgovo.

—Lo ejecutaron secretamente en Brasil —informó Andrés—. No hubo alternativa. Yo lo supe hace poco. Pero durante todo este tiempo… mis padres me ocultaron a verdad, incluso después de muertos. Nos marchamos de la Argentina a Israel sin que me explicaran por qué, de la noche a la mañana. Toda nuestra conexión, no alcanzó para ilustrarme. Como a Bioy los padres le hicieron creer que su perro Ayax, atropellado por un auto durante la noche, nunca había existido. Cuando despertó y preguntó por Ayax —Bioy tenía diez años—, le respondieron que nunca había tenido un perro.

En el aire calmo y cálido de Tel Aviv, Batsheva reclamó acongojada:

—Pero… ¿por qué no liberaste al canario?

—Entre por la ventana y liberé al canario esa misma tarde —reveló Andrés—. Pero dejé en reemplazo un canario amaestrado, preparado para la fuga. Para que no te pudieran culpar. Volaría en cuanto le abrieran la jaula, ganaría el comedor, y el patio. Siempre he sido eficaz con los animales.

—La señora Filomena fingió el valor oro del portarretrato, porque sabía el motivo del robo —descubrió Plones.

—Y a mí me lo legaron como un souvenir, aún sin revelarme la verdad, al fallecer mi padre —detalló Andrés.

Batsheva invitó a Andrés a pasear.

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Marcelo Birmajer

Marcelo Birmajer nació en Buenos Aires en 1966. Ha publicado, entre otros títulos, las novelas Un crimen secundario (1992), El alma al diablo (1994), Tres mosqueteros(2001), La despedida (2010), El Club de las Necrológicas (2012) y Las nieves del tiempo (2014), El rescate del Mesías (2018); los relatos Fábulas salvajes (1996), Ser humano y otras desgracias (1997),Historias de hombres casados (1999), Nuevas historias de hombres casados (2001), Últimas historias de hombres casados (2004), además de la crónica El Once. Un recorrido personal (2006) y Libro de emergencia (2013). Es coautor del guión de la película El abrazo partido, ganadora del Oso de Plata en Berlín 2004. Escribe semanalmente en el diario Clarín. Ganó el premio Konex 2004 como uno de los cinco mejores escritores de la década 1994-2004 en el rubro Literatura Juvenil. Sus libros han sido traducidos al inglés, hebreo, neerlandés, esloveno, japonés, lituano, búlgaro, francés, coreano, italiano, portugués, rumano, alemán y estonio. En 2017 fue declarado por la Legislatura porteña Personalidad distinguida de la cultura de la Ciudad de Buenos Aires. El 29 enero de 2005 The New York Times dedicó dos páginas a una nota sobre su obra. Su más reciente novela es Martín Fierro, siglo XXI, en coautoría con Simón Birmajer.

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