Robert Frost escribió: «Dos caminos se bifurcaban en un bosque amarillo / y, apenado por no poder tomar los dos / al ser yo el único viajero, largo tiempo estuve de pie / y miré uno de ellos tan lejos como pude, / hasta donde se perdía en la maleza. / Entonces tomé el otro, imparcialmente, / y teniendo quizá el mejor reclamo, / pues estaba cubierto de hierba y pedía ser usado; / aunque hasta allí lo mismo a cada uno / los había gastado el pasar de la gente, / y a ambos por igual los cubría esa mañana / una capa de hojas que nadie había pisado. / ¡Oh, guardé el primero para otro día! / Aun sabiendo que un camino te conduce a otro camino, / dudé si alguna vez volvería a aquel lugar. / Voy a decir esto entre suspiros /en algún momento dentro de muchos años: / dos caminos divergían en un bosque, y yo / yo tomé el menos transitado, / y eso marcó toda la diferencia». Resulta gratificante, para quien ha peregrinado y, sobre todo, dudado en algún momento, encontrarse palabras como éstas escritas, además, por uno de los pocos poetas en ganar el premio Pulitzer de Poesía en cuatro ocasiones. Atreverse. Arriesgarse… no es precisamente algo que implique debilidad de carácter, sino seguridad y confianza en quien toma el camino menos transitado para marcar la diferencia o, directamente, diferenciarse. E incluso ir más allá aún, alcanzando el lugar o lo que se creía que era la meta final. El quid está en seguir adelante conectando un camino con otro y diseñar así tu mapa particular, como hizo la escritora que, pese a no ser de mis predilectas, me complace hoy recordar. Una adelantada a su tiempo a la que muchos han intentado imitar y alcanzar.
Ursula Kroeber Le Guin nació el 21 de octubre de 1929, en Berkeley, California, y hoy, si su salud se lo hubiese permitido, habría cumplido noventa y tres años. Fue considerada como la madre de la fantasía y de la ciencia ficción, así como una de las autoras más transgresoras, inteligentes, activistas y feministas que conoció la literatura del siglo XX y XXI. Hija de dos personalidades tan respetadas y reconocidas como lo fueron el antropólogo Alfred Kroeber y la escritora Theodora Kroeber, y siendo la pequeña y única chica de los cuatro vástagos que tuvo el matrimonio, el mero hecho de crecer rodeada de tres hombrecitos le dio las herramientas suficientes para no amedrentarse en un mundo rodeada de hombres. Sus tres hermanos mayores se convirtieron en sus mejores maestros, pues fueron ellos quienes le enseñaron cuáles eran las reglas del juego. Del juego masculino. Dónde estaban las flaquezas, dónde las grandezas o dónde la sensibilidad del hombre, si es que acaso la tenían. Y ese punto de vista, el punto de vista masculino, fue lo que acabó predominando en sus primeras novelas —y trilogía— como El mundo de Rocannon, El planeta del exilio y La ciudad de las ilusiones.
En estos tiempos en que se desprecia el esfuerzo, el sacrificio e incluso la vehemencia de quien se deja la piel en lo que hace por gusto y por placer, durante sus años de estudiante, Ursula era conocida por su forma de hablar, directa, poseedora de una inteligencia aguda, despierta. Y, sobre todo, como alguien que se tomaba muy en serio aquello que verdaderamente le interesaba. En su caso, la literatura, la mitología, la Edad Media, el Renacimiento, los idiomas, la antropología, la biología… Ramas con las que nutría —sin llegar a saciar— la mente inquieta de la jovencita que sería recompensada por méritos propios con la beca Fulbright para estudiar en París. Sin embargo Ursula no imaginaba que en el transatlántico Queen Mary, que le llevaría a Francia, encontraría al que sería su amante, mejor amigo, marido y compañero de vida: el historiador Charles Le Guin, que no sólo le dio tres hijos sino que pasó a convertirse en el juez y primer lector de sus manuscritos. Juntos crearon y construyeron un país cuyos únicos habitantes eran ellos y cuyo reinado compartieron —hasta el fallecimiento de ella— en igualdad de condiciones. Éste era el feminismo que Ursula defendía, basado en la pura igualdad entre el hombre y la mujer. Y no en el dominio de uno ni de otro sobre el contrario, sino en el equilibrio de ambos, tal y como le había mostrado y enseñado la filosofía taoísta que practicaba y en la que creía. Y esa ley natural, sustentada en la equidad de fuerzas opuestas, es la que exploró y explotó en las novelas reflexivas que han llegado a nosotros, donde además ahonda en las relaciones personales, la injusticia, la ecología, los mundos paralelos, distópicos y utópicos —espejos, a su manera, del nuestro—, y en los diferentes sistemas de gobierno que rigen las ciudades creadas a partir de su ficción especulativa. Así lo demuestran algunas de sus obras más conocidas y aclamadas tanto por el público como por la crítica: La mano izquierda o Los desposeídos (una utopía ambigua), e incluso la saga que conforman los libros de Terramar.
¿Y por qué motivo tomó la decisión de abordar dichos temas desde la fantasía, la magia o la ciencia ficción, en lugar de hacerlo con un estilo más realista? Para empezar, porque para ella la imaginación era la principal facultad de la mente humana. “La fantasía, la habilidad, el arte de usar y controlar la imaginación en narrativa, es el mejor y el más feliz ejercicio en el uso de esa facultad, junto con la ciencia, que la usa para conectar con hechos que parecen no relacionados (…). La ciencia ficción es una inmensa metáfora de la vida; significa experimentar con la imaginación, responder a preguntas que no tienen respuesta”. Aunque en un principio Le Guin cogiera referencias de otros autores, no fue hasta que experimentó por sí misma, elaborando su propia alquimia, cuando encontró el camino que aguardaba ser recorrido sólo por ella. Abriendo paso, dejando estela. Y, a partir de ese momento, su carrera, de principio a fin, jamás sufrió traspiés ni declive. Nunca descendió, sino que se mantuvo hacia arriba. Madurando su personalidad y su carácter al tempo que lo hacía su escritura. Lo que resulta ser, en ocasiones, la perfecta simbiosis entre el autor y su obra, cuando ambos forman la unidad y el equilibrio al que muchos aspiran y pocos logran.
La travesía del escritor —como la de los personajes de Ursula— implica una andadura errante y solitaria, contradictoria en muchos momentos, y la toma de decisiones a veces tiene un efecto irreversible. No hay posibilidad de dar marcha atrás ni de viajar en el tiempo, aunque sí de empezar desde cero o, sencillamente, volver a empezar, que en estos casos viene a significar volver a crear. “Porque cada vez que crees que has encontrado el camino, éste cambia de nuevo”, nos advirtió Le Guin hace unos años. Sin embargo, hay que andarse con cuidado pues, por suerte o por desgracia, cuando uno es pionero —o pionera— en algo, empiezan a surgir los enemigos. Diablos disfrazados de serpiente que se presentan ante nosotros no con el fruto prohibido, sino con el veneno más nocivo. Embaucadores y charlatanes a partes iguales, a los que únicamente les mueve beber de tu fuente y apropiarse de aquello que llegó antes. Bien por posición, por celebridad o por astucia, se creen que ellos son los precursores del verdadero arte. Así que eviten a los copistas y aléjense de los aduladores. No olviden que zorros y lobos los hay en la mayoría de las narraciones. Por algo será. Y cuando lean o relean ante sus hijos la saga de Harry Potter creada por la hoy tildada de «‘maldita» J. K. Rowling, acuérdense de El mago de Terramar. O cuando vayan a ver la segunda entrega de Avatar —en caso de que les gusten película, género y director—, acérquense a El nombre del mundo es bosque y recuerden que cuando se bebe agua siempre se ha de recordar la fuente. Principalmente, por respeto a esos autores que se adentraron en el camino menos transitado cuando al resto les entró pánico.
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