Cuenta el Ramayana que existió en el mundo mítico hindú un jefe mono llamado Hanumān, Hanumat, Hanümat, capaz de volar y saltar de la India a Ceylán de una zancada, arrancar árboles, cargar montañas y aspirar nubes y realizar muchas otras maravillas. Entre sus cualidades, tenía la de ser un gramático. El Ramayana dice: «El jefe Mono es perfecto; nadie lo iguala en los sastras (comentarios de los textos sagrados), en el aprendizaje y la comprensión del sentido de la escrituras (o en moverse a voluntad en ellas). Es bien sabido que Hanuman fue el noveno autor de la gramática».
Paz observó, sin embargo, que el camino desparecía bajo sus pies mientras lo pensaba, mientras lo decía. Así que lo escribió y fue aprendiendo el arte de la inmovilidad en la agitación del torbellino, fue aprendiendo a quedarse quieto y a ser transparente como una luz fija en medio de un ramaje frenético, una fijeza, apuntó, siempre momentánea, un equilibrio a un tiempo precario y perfecto que duraba (y sigue durando) un instante: pura poesía, «girar de una palabra que aparece y desaparece en sus giros», «torres de aire», tránsito, un ir hacia…
Octavio Paz tejió y destejió el lenguaje tratando de averiguar qué encierran las frases, de qué y cómo están hechas: ¿está hecho el lenguaje o es algo que perpetuamente se está haciendo?, se preguntaba. Si destejemos el tejido verbal, pensó, la realidad aparecerá porque está del otro lado del tejido, del otro lado de la metáfora, del otro lado del lenguaje, aunque sospechaba que quizá la realidad era también una metáfora («¿de qué y/o de quién?»). «Quizá las cosas», cito, «no son cosas sino palabras: metáforas, palabras de otras cosas». Así que tal vez, el lenguaje no hable de las cosas ni del mundo, sino de sí mismo y consigo mismo, como intuyó Paz, pues hay cosas que el lenguaje muestra sin enunciar, que al no decir, dice porque simplemente calla.
O no calla. La diferencia entre la escritura humana y la divina, dice Paz, consiste en que el número de signos de la primera es limitado mientras que el de la segunda es infinito; «por eso el universo es un texto insensato y que ni siquiera para los dioses es legible». De esta forma, la crítica del universo (y la de los dioses), se llama gramática. Por eso Octavio Paz caminó por el camino de Galta, para descifrar un pedazo del mundo, para leerlo, pues toda lectura es un camino hacia… ¿la lectura?: apenas se dicen, sostiene Paz, las cosas se vacían y los nombres se llenan; así las cosas mueren sobre la página pero los nombres se multiplican y forman frases que son sensaciones, percepciones, imaginaciones que se encienden y apagan en el papel. Son residuos verbales, lo único que queda de la realidad sentida, imaginada, percibida y disipada en una combinación de signos no menos real que configura otra presencia que busca su abolición para que aparezca lo que está al otro lado, donde alguien escribe y otro lee y al leerlo, al caminarlo, lo disipa.
Se disipa el instante. Sin moverme,
yo me quedo y me voy: soy una pausa.
Idea palpable entre lo que es y no es, la poesía, observa Paz, va y viene entre lo visto y lo dicho, entre lo dicho y lo que se calla, entre lo que se calla y se sueña, entre lo que se sueña y olvida; se desliza entre el sí y el no. Es lenguaje encendido por los dioses, profecía de llamas que habla lumbre, un desplome de sílabas quemadas: ¿ceniza sin sentido? No. Al decir lo que dicen las palabras, los nombres de las cosas, dicen tiempo. Hablamos y escribimos porque somos mortales: «las palabras no son signos, son años».
La de Octavio Paz es entonces una voz milenaria. Es la voz y la palabra del mono gramático, Hanuman. Es una voz radical. Preocupado por dos palabras, reconciliación y lib
Pensamiento radical que se transforma en poesía, en Paz la reconciliación no es ni idea ni palabra: es semilla que crece hasta convertirse en una espiral de vidrio por cuyas venas y filamentos corre la luz, vino tinto, miel, humo, fuego, agua de mar, niebla, materias hirvientes y torbellinos de plumas; central de energía que se transforma en surtidor que es un árbol de ramas y hojas de todos los colores (un sauce de cristal, un chopo de agua, un alto surtidor que el viento arquea); la vibración de un grano de luz encerrado en la pupila de un gato echado en un ángulo del mediodía; la respiración de las sombras dormidas a los pies del otoño desollado; los cielos errabundos y en harapos de realeza, los tambores de la lluvia; soles del tamaño de un cuarto de hora pero que contienen todos los siglos; las dudas de la luz que a las seis de la tarde no sabe si quedarse o irse. «Reconciliación», escribe Paz, «no era yo. No era ustedes ni casa, ni pasado o futuro. No era allá. No era regreso, vuelta al país de ojos cerrados. Era salir al aire: decir: buenos días».
El poeta, expone Paz, no es el que nombra las cosas, sino el que disuelve sus nombres, el que descubre que las cosas no tienen nombre y que los nombres con que las llamamos no son suyos. El concepto de «naturaleza caída» del cristianismo, su lógica, se hace añicos cuando nos damos cuenta de esto, porque la gramática ontológica del paraíso dice que cada cosa y los seres son sus nombres y que cada nombre es propio. La crítica del paraíso, señala Paz, se llama lenguaje: abolición de los nombres propios donde el mundo se vuelve lenguaje. «La crítica del lenguaje», agrega,»se llama poesía: los nombres se adelgazan hasta la transparencia, la evaporación», el lenguaje se convierte en mundo. Paz nos revela que gracias al poeta el mundo se queda sin nombres y entonces, por un instante, podemos verlo tal cual es —»en azul adorable. Y esa visión nos abate, nos enloquece: si las cosas son pero no tienen nombre: sobre la tierra no hay medida alguna»—.
La escritura es por tanto una transmutación de las formas y sus cambios y movimientos en signos inmóviles y su lectura la disipación de esos signos. Al ir hacia… Paz trata de llegar lo más lejos posible: sabe que las cosas reposan en sí mismas y así se ofrecen a los ojos, al tacto, al oído, al olfato, no al pensamiento. Y es entonces cuando ve, porque intuye que no debe pensar. Quiere hacer del lenguaje una transparencia y ve que el mundo se borra. De allá vengo, confiesa, de allá venimos todos y hemos de volver. Fascinación por el otro lado, seducción por la vertiente no humana del universo: perder el nombre, perder la medida. Cada individuo, cada cosa, cada instante; una realidad única, incomparable, inconmensurable:
… Estruendo de agua despeñada, bote y rebote de gritos y cantos, algarabías de niños y pájaros, algaraniñas y pajarabías, plegarias de los perendigos, babeantes súplicas de los mendigrinos, gluglú de dialectos, hervor de idiomas, fermentación y efervescencia del líquido verbal, burbujas y gorgoritos que ascienden del fondo de la sopa babélica y estallan al llegar al aire, la multitud y su oleaje, su multieje y su multiola, su multialud, el multisol sobre la soledumbre, la pobredumbre bajo el alasol, el olasol en su soltitud, el solalumbre sobre la podrecumbre, la multisola.
Las revelaciones de la poesía, ¿son fantasía? Paz nos asegura que no, que el microscopio de la fantasía descubre criaturas distintas a las de la ciencia pero no menos reales; aunque esas visiones son nuestras, también son de un tercero: alguien las mira (¿se mira?) a través de nuestra mirada.
Octavio Paz nos enseña que la literatura nos permite hablar a solas con nosotros mismos; comunicarnos con los muertos y con los que todavía no nacen. «La algarabía humana es el viento que se sabe viento, el lenguaje que se sabe lenguaje y por el cual el animal humano sabe que está vivo y, al saberlo, aprende a morir».
En los vericuetos del camino de Galta aparece y desparece el Mono gramático: el monograma del Simio perdido entre sus símiles. ¿Nosotros? Hamuman-Paz, Hanupaz, está aquí. Como el Gran Mono es viento y por eso es aire y también sonido con sentido: emisor de palabras, poeta. Hijo del viento, poeta y gramático, Hanupaz es un mensajero divino, es un soplo vital y espiritual. Un torbellino intelectual. Escribió y habló, trazó camino: inventó, recordó, imaginó una trayectoria, fue hacia… invitándonos a buscar visiones a través de caminos imaginarios hacia ellas. Emitió sentidos para que corriéramos tras ellos, tras aquello que se fuga entre las mallas de las palabras, tejidos de claridades, y que ellas quisieran retener o atrapar, no en el texto, sino afuera. Las palabras que escribió buscaban su sentido y en eso consistía su sentido.
Pero el camino de la escritura poética nos enfrenta, al final, a una realidad indecible. La realidad que revela la poesía y que aparece detrás del lenguaje, nos advierte Paz —esa realidad visible sólo por la anulación del lenguaje en que consiste la operación poética— es literalmente insoportable y enloquecedora. Sin embargo, al mismo tiempo, sin la visión de esa realidad ni el hombre es hombre ni el lenguaje es lenguaje. Porque la poesía, dice, es la percepción necesariamente momentánea del mundo sin medida que un día abandonamos y al que volvemos al morir. «El lenguaje hunde sus raíces en ese mundo pero transforma sus jugos y reacciones en signos y símbolos. El lenguaje es la consecuencia (o la causa) de nuestro destierro del universo, significa la distancia entre las cosas y nosotros. También es nuestro recurso contra esa distancia».
Hanupaz es el mono/grama del lenguaje, de su dinamismo y de su incesante, prolífica producción literaria. Renace aquí como un ideograma del poeta, señor/servidor de la metamorfosis universal, sembrador de la semilla semántica, semilla-bomba enterrada en el subsuelo verbal que nunca será la planta que él esperaba porque sabía que sería otra, siempre la otra, y cuyos frutos son una alteridad que brota del tallo único de la identidad, adonde yo soy tú somos nosotros, el reino de pronombres enlazados.
«Estoy plantado en esta hora como un árbol baniano en los siglos», escribe Paz. Está aquí pero podría estar allá, en otro ahora que sería el mismo ahora aunque cada tiempo es diferente; cada lugar es distinto y sin embargo todos son el mismo, son lo mismo. Todo es ahora. En este momento, juntos, caminamos a través de la lectura hacia la Galta de Octavio Paz por un camino que anula el tiempo y une a los vivos con los muertos; un camino que es escritura que es cuerpo que es lenguaje que se desvanece y que Paz nos sigue invitando a recorrer para ir hacia… sabiendo que todo fin deja de serlo apenas llegamos y cuyo sentido se evapora apenas lo pronunciamos porque no hay fin ni principio y todo es centro. La poesía no quiere saber qué hay al fin del camino: la poesía, nos enseña Octavio Paz, se busca, se contempla, se funde y se anula en las cristalizaciones del lenguaje que, aunque estén en perpetuo movimiento, dan siempre la misma hora —la hora del cambio, visión vertiginosa y transversal que paradójicamente revela al universo no como una sucesión, no como un movimiento, sino como una asamblea de espacios y tiempos, como una quietud, ilusión de la inmovilidad—. Vamos, pues, hacia el camino de Galta por el sendero ocre que conduce a este momento de reconciliación donde Hanuman Hanupaz contempla el jardín de Ravana como una página de caligrafía, como una página donde se acumulan las oscilaciones de una arboleda frente a la ventana del poeta en Cambridge como las sombras de dos amantes proyectadas por el fuego sobre una pared como las manchas del monzón en un palacete derruido del pueblo abandonado de Galta como el espacio rectangular en que se despliega el oleaje de una multitud contemplada desde los balcones en ruinas por centenares de monos como imagen de la escritura y la lectura como metáfora del camino y la peregrinación al santuario como disolución final del camino y convergencia de todos los textos de Paz en este párrafo como metáfora de nuestro abrazo a su presencia transparente, transparencia universal, analogía: en esto verlo a él. Salimos mañana y llegamos ayer: hoy.
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