En la fiesta de Zenda solo había dos hombres bien vestidos. Uno era Arturo Pérez-Reverte. El otro era yo.
No es fácil portar sombrero. De entrada, tienes que asumir que vas a atraer las miradas de la gente y debes tener la suficiente confianza para aguantarlas. Después está la elección del propio sombrero: hay que dar con el material adecuado y con la forma que más se ajusta a tu rostro. Como con cualquier complemento que en el fondo es prescindible, todo error se magnifica. Se fracasa más estrepitosamente con un mal sombrero que con una mala camisa.
Todo esto ya lo sabía cuando me presenté en la fiesta de Zenda, pero jamás me había parado a pensar, hasta que vi a Arturo Pérez-Reverte, en cuánta distinción puede revelar el simple hecho de sujetar un sombrero. Arturo sostenía su panamá con la delicadeza que reservamos a los recién nacidos: con una ligera inclinación de hombros, que entrañaba una cierta devoción, y con pulso firme y apacible. Con los pulgares acariciaba el ala del panamá, recreándose en la textura de la urdimbre. Fue un gesto en el que me reconocí de inmediato. Hay una sensualidad en el vestir que no está ligada a la vista, sino al tacto.
Podemos decidir cómo vivir nuestra vida, pero no por qué seremos recordados. Yo recordaré a Arturo Pérez-Reverte, ya ves tú, por su estilazo al sujetar un sombrero.
Solo más tarde, al dar inicio la presentación, me fijé con detalle en el resto de su atuendo. Tras unas palabras de bienvenida de una conocida periodista, Arturo Pérez-Reverte se subió al escenario con tal apostura y gallardía que no quedó la menor duda de que era el rey indiscutible de aquel sarao y de cualquier otro en el que participase. Rex quondam rexque futurus.
Iba ataviado con un traje de hechura impecable, confeccionado por la aguja experta de un sastre, una camisa blanca y unos zapatos lustrados a conciencia y con los cordones atados de forma que el lazo quedase en horizontal y no en diagonal. Era una elegancia serena, sin aspavientos, y pensé que todos los allí reunidos, al asistir a la presentación de un libro titulado Cartas a una reina, asumían su condición de cortesanos, pero que solo Arturo lo era a la manera de Baltasar Castiglione, que en el siglo XVI escribió un manual del perfecto caballero (Il cortegiano). Decía Castiglione que un hombre debía vestirse de forma elegante, pero sin que fuesen visibles los esfuerzos que había puesto en ello. A esta elegancia con apariencia de indolencia la denominó sprezzatura. Los japoneses la llaman shibumi. En España no tenemos ningún término equivalente y así nos va.
Creo que una persona ha alcanzado la sprezzatura cuando decimos de ella que tiene una elegancia natural. Parece que esa persona se ha puesto lo primero que ha pillado en su armario y que le queda bien porque sí, como hay escritores que parece que escriben bien porque les sale así de fácil, pero cuánta pericia y cuánto desvelo hay en ese atuendo que parece elegido al azar y en esa página que se lee con la máxima felicidad.
La sprezzatura del rey Arturo viene condimentada con un toque de fiereza. Se confunden en él las costuras de su traje con las que le han dejado en el alma tantas noches de guerra. Arturo es un dandy ejecutor, un gentleman de armas tomar, una mezcla de James Bond y Cary Grant.
Al finalizar la presentación, se sirvieron copas y canapés en el exterior. Si Arturo ya había brillado en el escenario como astro solitario, ahora resplandecía con mayor intensidad entre aquella constelación de escritores que en torno a él orbitaban. La literatura española actual es heredera de Antonio Machado, en concreto de aquel verso que dice: “Ya conocéis mi torpe aliño indumentario”. De la elegancia con apariencia de indolencia, los escritores españoles se han quedado únicamente con la indolencia. Nótese que, cuando hablo de escritores españoles, me refiero tan solo a los hombres, pues son varias las literatas de asaz distinción y donosura (algunas incluso acudieron a la fiesta de Zenda), pero los hombres son un maldito desastre y necesitan ayuda. Ya va siendo hora de decirles que hay ciertas combinaciones que deberían quedar proscritas. Americana y camiseta: mal. Americana y zapatillas: mal. Americana y camisa por fuera: mal.
—Pues a mí me…
—He dicho que mal.
Luego está el tema de los pantalones. Los del rey Arturo, cuyo tejido les proporcionaba una excelente caída, estaban planchados y con la raya marcada, pero lo más llamativo era precisamente lo más elemental: los bajos habían sido cortados a la altura adecuada. Cuando este pormenor se cumple, luce el pantalón, lucen los zapatos y luce el caballero. Me da vergüenza a estas alturas tener que explicar estas cosas.
Frente al rey, los señores de la corte ofrecían un espectáculo desolador con calzas que se replegaban en varias capas, un excedente de tejido con el que se podría alfombrar la Gran Vía. A los escritores españoles les pasa con sus pantalones lo que con sus obras: que hay mucho material sobrante.
En la fiesta de Zenda, todo el mundo tenía a alguien con quien hablar menos yo. Un par de novelistas cuyas obras quise alabar con cortesía me despacharon con displicencia. Me sentí abatido por una verdad inapelable: yo sabía quiénes eran todas las personas que había allí, pero ninguna de ellas sabía quién era yo. En una fiesta de escritores, nadie me reconocía como tal. Empezaba a preguntarme qué demonios había ido a buscar allí cuando me fijé de nuevo en el rey Arturo y en la gracia que parecía elevarlo un escalón por encima de todos, y comprendí exactamente cuál era mi cometido en aquella velada. Me dije: “Ese traje ha salido impoluto de casa e impoluto ha de volver.”
A partir de entonces fui su guardia de corps, su escolta real, su caballero de la Orden de Zenda. Debía velar por que la elegancia de mi señor no sufriese ningún desdoro y sin causarle además el menor estorbo. Convertido en su sombra protectora, sin que él se apercibiese de nada, fui conjurando todos los peligros que lo acechaban. Aparté un plato de canapés que se encontraba en el borde de una mesa para que no se manchase al pasar junto a ella. Obstaculicé el camino de una dama que se acercaba con la copa demasiado llena para obligarla a desviarse y evitar así cualquier riesgo de salpicadura. La mayor amenaza, sin embargo, no tardó en cernirse sobre el horizonte.
Un ave rapaz traicionera, un escribidor de la peor calaña, se aproximó por la espalda a mi señor. Le relucían el ojo pérfido y la mano grasienta con la que se había empapuzado de canapés. El bribón pretendía posar dicha mano sobre el hombro del rey para tratar de conchabarse con él (“¡Hey, Arturo! Vaya fiestuqui guapa, ¿no?”), con lo que el pringue dejaría impresos sus dedos en la americana de mi señor, que solo repararía en el estropicio a la mañana siguiente.
—Esta mancha no sale, don Arturo —le dirían en la tintorería.
—Me cago en la mar, me va a tocar tirar el traje a la basura. No vuelvo a organizar una fiesta de Zenda en mi puta vida.
No había tiempo que perder. Aparté de un codazo a un camarero, que tiró por tierra el contenido de su bandeja, y me interpuse entre Arturo y el escribidor.
—Hola, ¿qué tal? Oye, me encantó tu último libro.
Yo no tenía ni puñetera idea de cuál era su último libro.
—Ah, vale, gracias —masculló.
Aún tenía restos del último canapé en la boca. Trató de zafarse de mí, pero insistí.
—¿Cuándo sacas el siguiente?
Aquí el alevoso escribidor se olió mi intención de detener su acometida y, con un gesto raudo, se escurrió como una anguila y se precipitó con el brazo levantado hacia mi señor.
Venía, pues, como se ha dicho, el escribidor contra el rey con la mano en alto, con determinación de posarla sobre su hombro, y todos los circunstantes estaban temerosos y colgados de lo que había de suceder de aquella tamaña palmada que se avecinaba; y las señoras de la fiesta y las demás criadas suyas estaban haciendo mil votos y ofrecimientos a todas las imágenes y casas de devoción de España, porque Dios librase a su Majestad de aquel tan grande peligro en que se hallaba.
Pero está el daño de todo esto que en este punto y término deja pendiente el autor de esta contrafaja esta peripecia, disculpándose que no halló más escrito de estas hazañas del caballero de la Orden de Zenda de las que deja referidas. Bien es verdad que el segundo autor de esta contrafaja no quiso creer que tan curiosa historia estuviese entregada a las leyes del olvido, ni que hubiesen sido tan poco curiosos los ingenios de España que no tuviesen en sus archivos o en sus escritorios algunos papeles que de este famoso caballero tratasen; y así, con esta imaginación, no se desesperó de hallar el fin de esta apacible historia, el cual, siéndole el cielo favorable, le halló, y de este modo se contará en la segunda parte de esta contrafaja.
*****
2ª PARTE
Ya se disponía el bellaco escribidor a depositar su pezuña aceitosa en el hombro del rey cuando alcé como un rayo mi brazo y logré asir el suyo por la muñeca. Nos debatimos a cara de perro en un pulso aéreo, y me empezaban a flaquear las fuerzas cuando dirigí la vista hacia la mesa que se encontraba a nuestra vera y advertí que tenía a mi alcance un cuchillo. Cuando volví a mirar al escribidor, mis ojos echaban chispas, y él, que también había reparado en el arma, comprendió que mi resolución era firme. Supo que lo degollaría a la vista de todos antes de que su mano de villano se posase sobre el hombro de mi señor. De súbito palideció, relajó el brazo y se alejó corriendo como la rata que era. ¡Escritorzuelos a mí!
A partir de ahí la noche transcurrió sin el menor tropiezo y, cuando los invitados empezaron a marcharse, me invadió la satisfacción del deber cumplido. Solo entonces me percaté de cuán equivocado estaba. El jardín en el que se había servido el cóctel tenía un suelo arenoso y los zapatos del rey Arturo estaban cubiertos de una capa polvorienta. Pude adivinar el tamaño de su desazón porque mis zapatos estaban exactamente igual, solo que mi padecimiento era doble, porque no sufría solo por mis zapatos sucios, sino también por los suyos, y a punto estuve de arrodillarme ante él para expresarle mi congoja: “Yo, señor, que os he salvaguardado de los mayores peligros, no he sido capaz de libraros del polvo del camino”. Tan hondo era mi pesar que no me habría servido de ningún consuelo que me dijera: “Levantaos, sir Celso, que yo os mandé a luchar contra los hombres, no contra los elementos”.
Las luces se iban apagando. Se había acabado la fiesta y, como cantaba Serrat: “Vuelve el pobre a su pobreza, vuelve el rico a su riqueza y el señor cura a sus misas”. Arturo Pérez-Reverte volvía a su chalé y a su barco, a su sillón de la RAE y a su biblioteca de 30.000 volúmenes, y yo a mi cubículo con baño compartido de un hostal de mala muerte regentado por unos búlgaros.
No habíamos intercambiado ni una sola palabra en toda la velada, pero me gusta pensar que hubo un momento en que, entre pláticas con unos y otros, su mirada se posó por accidente sobre aquel solitario que parecía al margen de todo y que iba ataviado con una americana de lino y seda salpicada de varios tonos de azul, unos pantalones blancos de tiro alto de algodón seersucker, una camisa de cuello curvo tejida en giro inglese con los botones cosidos en zampa di gallina, unos oxford wingtip azul marino, unos calcetines acanalados azul cielo de hilo de Escocia, un pañuelo de bolsillo de lino irlandés y una corbata color de menta de seda shantung. Quiero creer que hubo un reconocimiento y que durante un instante pensó: “He ahí un hermano.”
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