La cuarta conferencia del ciclo Madrid tiene Historia llevó por título “La vida cotidiana en el Madrid de los Austrias y el Siglo de Oro”. Una vez más, la sala habilitada en la Casa de la Villa, antigua Casa Consistorial de Madrid, fue insuficiente para acoger a tantos asistentes. Tras dar la bienvenida, Antonio Pérez Henares, director del ciclo, presentó a Juan Eslava Galán reconociendo que, sin lugar a duda, es el padre de la novela histórica moderna, destacando que es el más querido y admirado de los miembros de la Asociación por su bonhomía, sabiduría, experiencia y lo mucho que aporta a Escritores con la Historia (me permito anotar que, en adelante, me referiré a Juan Eslava Galán como don Juan debido al profundo respeto y admiración que me merece).
Mi paseo de vuelta a casa fue un continuo sonreír al recorrer las calles y recordar tantas anécdotas. Fui entonces consciente de que estaba en el centro del Madrid de los Austrias —la conferencia fue en la Plaza de la Villa—, en donde según la referencia del plano de Texeira, que mostró don Juan, antes que Casa Consistorial fue cárcel. Al caminar por los lugares recién descritos, allá donde mirase volvía a sonreír.
Mi primer recuerdo fue al pisar una tapa de alcantarilla. En el año 1600 no existía una red de alcantarillado, por lo que no había colectores y los desechos se arrojaban por la ventana y se acumulaban en las calles y callejones. El ayuntamiento se vio en la necesidad de regular los momentos en que los vecinos podían arrojar a la calle, al grito de “¡agua va!”, el contenido de los orinales, encontrándose los viandantes con la sorpresa de quedar empapados, a pesar de los chambergos con que se cubrían la cabeza. En esos tiempos la higiene era un término en desuso, y no por falta de agua, ya que Felipe II escogió el lugar para capital del Reino por la abundancia de manantiales y aires sanos procedentes de la Sierra. A pesar del ambiente sano que oreaba la Villa, las calles y callejones de Madrid eran un estercolero corrido, donde la pestilencia inundaba todos los rincones de la ciudad. Don Juan contó que, al no existir urinarios públicos en donde hacer sus necesidades, cualquier tapia, seto o pared eran buenos para aliviarse, costumbre que, como es lógico, no gustaba a los que vivían en las casas.
Contó una anécdota achacable a Quevedo. Cuando el poeta necesitaba aliviarse lo hacía en la puerta de una iglesia. Un día se encontró con que el cura de la parroquia, para evitar que orinase a la puerta, clavó una cruz en su aliviadero; Quevedo ignoró la presencia de la cruz. El cura, molesto, le puso la siguiente nota: “En donde hay cruces no se mea”. Quevedo, al ver la nota del sacerdote, escribió debajo: “Donde se mea no se ponen cruces”.
Durante el paseo de vuelta, al ver los edificios de muchos pisos, recordé que don Juan contaba que en el siglo XVII Madrid tenía problemas de alojamiento. Como no era posible encontrar posada para los funcionarios del rey, se estableció una regalía por la que las casas grandes debían alojar y mantener a un funcionario o militar del rey en sus casas. Para evitar cumplir con la regalía, don Juan describe cómo los propietarios, haciendo uso de su picardía, solo construían casas de un piso con una falsa buhardilla, y de esta manera burlar a los inspectores del rey. También había una gran carencia de plazas de alojamiento para los viajeros de paso y por eso, ante un hotel de cuatro estrellas, estuve tentado a entrar y hacer como en la época de los Austrias, solicitar al recepcionista alojamiento en la modalidad de “medio con limpio”. Imaginé la cara del conserje cuando le explicase que deseaba compartir un catre, con un jergón de paja, con otro cliente que tuviese un mínimo de higiene y que no fuese un saco de parásitos.
Los vecinos de Madrid, al vivir en casuchas sin cocina, para comer caliente cocinaban en fogones, con el peligro de provocar incendios, por eso muchos madrileños comían en bodegones, figones y en tabernas de volapié; también acostumbraban a comprar a buhoneros, aguadores y vendedores ambulantes. ¿De dónde provenían estos alimentos?, ¿qué condiciones higiénicas tenían?, y ¿cómo los preparaban? De ahí viene la expresión “que no te den gato por liebre”, ya que los carniceros y cocineros estaban acostumbrados a engañar al pagano. Cuenta don Juan que uno de los alimentos más populares, como eran las empanadas, se dejaron de preparar por el temor que infundía el desconocimiento de dónde procedía el relleno. Contó, con mucha gracia, otra anécdota atribuida a Quevedo, que cuando se reunía con un grupo de amigos a comer en un figón, restaurante de nivel superior a la taberna, al llegar a la mesa la empanada encargada, lo primero que hacía era levantar la tapa, ver el relleno y rezar un responso por el alma de los restos que allí descansaban, y que se iban a comer. Ante tales sospechas, alimentadas por los infundios, dejaron de elaborarse y desapareció de la dieta popular de los madrileños. En aquellos tiempos se alimentaban de pan, blando o duro, guisos como la olla podrida, en donde cualquier ingrediente era bienvenido, aunque había muchos manjares como el chocolate o los dulces y confituras solo al alcance de los nobles y reyes. La Iglesia tenía voz sobre lo que los feligreses deberían comer. Estableció el canon penitencial que exigía a los fieles abstenerse de comer carne varios días al año. Este canon permitía comer pescado en vez de carne, y en ese apartado los pícaros madrileños encontraron la manera de no romper el ayuno y comer carne. La solución que pusieron en práctica, cuenta don Juan, fue arrojar gorrinos al río para a continuación pescarlos: de esa manera se podía comer su carne, ya que procedía de un animal pescado.
Al pasar delante de uno de los kioscos de prensa recordé que, en aquellos tiempos, los ciudadanos de la Villa y Corte que tenían muy poco que hacer se enteraban de las noticias asistiendo a alguno de los cuatro mentideros que existían. A estos sitios de reunión llegaban las noticias, se cotilleaban y terminaban completamente deformadas, convirtiéndose en mentiras. De ahí viene el término.
En mi camino por la calle Mayor paso por delante de un teatro y recuerdo que don Juan habló de la gran afición y fascinación que existía por el teatro, espectáculo público que servía de esparcimiento a los madrileños. Los diversos y geniales autores de esa época eran, aunque cueste creerlo, enemigos irreconciliables, y con tal de que fracasasen los estrenos de sus colegas eran capaces de pagar a reventadores profesionales. Estos boicoteadores cobraban en función de la forma de reventar la obra, si era con silbidos una cantidad, si arrojaban verduras y huevos podridos otra, siendo una cantidad mayor cuando agredían al autor o a los actores, consiguiendo que no se volviese a representar la obra.
Al pasar por un lateral de la Plaza Mayor me estremecí pensando que en ella se celebraban otros horribles espectáculos públicos, menos habituales, y donde los madrileños acudían para disfrutar del sufrimiento ajeno. Allí se celebraron autos de fe promovidos por la Inquisición, ajusticiamientos públicos de sentenciados a muerte y también corridas de toros. Ante el deseo de los poderosos de asistir cómodamente a estos espectáculos se dicta el decreto real de regalía de balcones, que consistía en que los habitantes de las casas debían ceder a quien tuviera derecho, por ser de mayor alcurnia, el disfrute de los acontecimientos que se celebraban en la Plaza Mayor desde su balcón.
Al pasar por las calles iluminadas pensé que en aquella época la ausencia de luz y la moda que, según explica don Juan, se estilaba en esos tiempos, sería suficiente para temer con quienes te encontrabas. Un hombre distinguido, en aquella época, debía ir vestido con tejidos de color negro, teñidos con un tinte obtenido de un arbusto traído de las Indias, llamado palo de campeche. Las ropas así tratadas eran muy caras y solo estaban al alcance de los adinerados. En los varones se completaba el atuendo con la lechuguilla rígida y de blanco inmaculado.
A lo largo del paseo, a la altura de la casa de Lope, de la de Cervantes, la casa de las siete chimeneas, la torre de los Lujanes… recordé muchas de las anécdotas que contó don Juan y volví a sonreír.
Al final de la conferencia, Antonio Pérez Henares prefirió que no hubiera preguntas del público y que todo el tiempo lo emplease don Juan para disfrutar de los hilarantes comentarios que acompañaron cada una de las anécdotas. Invito, pues, a quien esté interesado y quiera pasar un rato entretenido, a ver el vídeo de la conferencia en el canal de YouTube de “Escritores con la Historia”.
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