“Te pido que me juzgues por los enemigos que he hecho”, se defendía Roosevelt. Ese mismo reclamo es lo que parece formularles cada día el León a sus sufridos votantes mientras atraviesan el tortuoso desfiladero de la recesión. Son sus enemigos y no los resultados brillantes de su gestión lo que mantiene a la tripulación y a los pasajeros unidos en la nave, no sólo confiando en el capitán sino siendo literalmente sus rehenes. No hay otro barco en el horizonte ni otro rumbo, dicen quienes profesan la fe de los desesperados; no eligen creer, sino que saben consciente o inconscientemente que no se pueden permitir el lujo de creer en ninguna otra cosa mientras permanezcan en esas aguas borrascosas y solitarias. Javier Milei emprende día a día dos únicas tareas: bajar el gasto público y construir enemigos. El resto le resulta ajeno, tedioso y baladí, hasta que la realidad lo despierta con un cachetazo o con una puñalada trapera. Apagar el fuego inflacionario con el frío cadáver de la recesión y demostrar sin querer que los “recortes fiscales” son peligrosamente coyunturales y no se sostienen en el tiempo, es una minucia que debe quedar sepultada bajo un divisionismo a tambor batiente y un estridente triunfalismo de historieta. La metodología del comic se replica también en la situación límite de Rosario: el general Ancap declama ampulosa y frívolamente “son ellos o nosotros” y envía a las fuerzas del cielo a la ciudad tomada, con un despliegue espectacular que puede servir para sofocar la urgencia de estos días infaustos —algo comprensible y deseable para la aterrorizada comunidad rosarina—, pero que poco se relaciona con una lucha seria, sistemática, paciente y tenaz contra la cultura narco, los gerentes de la droga, sus lavadores y sus sicarios, acción que debe hacerse en silencio, con conocimiento y modestia, y con más inteligencia que fuerza bruta o bravuconadas de atril. La “imagen Bukele” de los narcos en la cárcel que el gobierno de Santa Fe se apresuró en viralizar para sacar algún rédito político (no solo el mileísmo es amante del marketing, las balandronadas y la superficialidad), fue a todas luces un desacierto; el periodista Pablo de León reveló que incluso el propio ministro de Seguridad de El Salvador llamó a Patricia Bullrich y le dijo: “Esa foto es un error muy grave, están equivocados, eso solo lo podés hacer cuando las bandas están neutralizadas y tenés el control total de la calle”. Elemental, mi querido gobernador, y que el general Ancap no lo contagie. El efectismo y el arte de la improvisación —virtud por la que los argentinos somos conocidos en todo el mundo, pero cuya exageración nos ha convertido en grandes improvisados— son dos señales de época. El gobierno nacional improvisa a cada rato en distintas materias como si fuera un genial músico sin orquesta ni partitura, capaz de mantener hechizado a un público exigente con sus continuas repentizaciones. Incluso cuando incursiona en el terreno simbólico lo hace a los bandazos, con impulsos de momento y de un modo arbitrario e irreflexivo. La idea de borrar del panteón heroico a Raúl Alfonsín —imagino, a causa de que era un “comunista cobarde”, es decir un miserable socialdemócrata, y principalmente porque sus prejuicios ideológicos condujeron al país hacia una híper— oculta y desprecia en verdad los dos hechos por los que ya pasó a la historia: fue quien fundó el proyecto de la democracia republicana en la Argentina y fue también quien impulsó los juicios derivados del Nunca Más. Está más o menos claro que el mileísmo desprecia esta última operación de justicia y derechos humanos —también lo hizo el peronismo negándose a participar en la Conadep y luego el kirchnerismo denunciando que el libro de marras promovía la “teoría de los dos demonios”—, y no es menos evidente que el republicanismo no entusiasma demasiado a los talibanes de la ortodoxia económica; esto es un clásico argento: Krieger Vasena y Martínez de Hoz se sentían más cómodos bajo dictaduras que en democracias. Es que el Estado de Derecho, la independencia de poderes, las disidencias públicas, la necesidad de hacer política y no poder aplicar de manera directa e inapelable las “fórmulas infalibles” de los grandes “científicos” macroeconómicos, constituye una faena ardua y desgastante. Fue Carlos Menem, al filo de las reglas democráticas, quien más garantías dio a estos ultras, puesto que ofrecía la sumisión momentánea del peronismo, una servilleta de jueces federales y una mayoría automática de la Corte Suprema. Menem es un nuevo “prócer” para los libertarios, que han borrado así la fabulosa corrupción noventista y otras “bromas” pesadas, y le han adjudicado la convertibilidad, cuando el caudillo ni siquiera fue el verdadero padre de la criatura. No teniendo simpatía por el riojano, este articulista admite sin embargo que su cuestionada figura encierra el único buen ejemplo que Milei podría seguir: Menem hacía (perdón) política. No gobernaba de espaldas al Congreso, ni lo llamaba “nido de ratas”, no desdeñaba los acuerdos ni vejaba todo el tiempo a los radicales y, por lo tanto, tampoco obtenía amargas sorpresas como las que el libertario acaba de recibir después de haber reseteado su praxis política y de haber llamado a los Pactos de Mayo.
Dormido en los laureles de esa reconfiguración un tanto retórica, no hizo casi nada por asegurarse la retaguardia legislativa. Quizá el drama más grande de toda su experiencia gubernamental esté cifrado justamente en que ganó las elecciones por prometer la panacea de la antipolítica —algo que encarna de corazón y hasta las últimas consecuencias—, y también que aquella fortaleza de entonces se presenta ahora como una evidente debilidad de acción, un déficit que echa sombras sobre toda su suerte: no tiene empatía para comprender al otro, lo aburre y lo ensucia cualquier negociación, y confunde ese ejercicio legítimo con la transacción espuria, la componenda, el contubernio. Prefiere un buen enemigo a una buena ley, y a veces combate al kirchnerismo con sus mismas armas. Recordemos, a propósito, la sentencia de un antiguo emperador romano: “El verdadero modo de vengarse de un enemigo es no parecérsele”. El asunto es que el “prócer” noventista elegido por Milei se cuidaba de no cometer todas esas imprudencias, y era capaz de rodearse de pesos pesados de la política, que tejían noche y día, y que salvo momentos excepcionales, no solían ser desautorizados por su propio mentor. Milei no tiene masa crítica ni voluntad para esas astucias. Y ese pecado de desatención lo metió esta semana en una nueva, previsible y muy anunciada crisis política: vamos de una a otra, como Tarzán con las lianas.
Hace un mes que los cronistas parlamentarios venían advirtiendo en público el peligro de que su mega DNU se hundiera tristemente en el Senado de la Nación. ¿Qué hizo para remediar esa derrota cantada? Dejó venir el problema, cuando se dio cuenta de que le estallaba en las narices atinó a culpar por redes a la vicepresidenta de un delirante complot destituyente y consiguió después lo que logra cada quince días: un Waterloo. Amparado en su “principio de revelación” —dejar en evidencia quién es el enemigo, no contaban con mi astucia—, Javier Milei se sacude el polvo ante cada derrumbe y evade su responsabilidad. Pero la gente no lo votó para que localizara enemigos agazapados, sino para que los venciera por el simple método de saber conducir y gobernar. No culpes al mar de tu propio naufragio. Y no llenes con tu torpeza los tanques de combustible del club del helicóptero, que existe, es nefasto y debe ser resistido, pero que no excusa tus chambonadas. En la noche del jueves, los mismos hombres y mujeres del oficialismo deslizaban en voz baja sus quejas y autocríticas: necesitaban tiempo mientras conversaban con los gobernadores (no supieron ganarlo), pretendían adormecer al Congreso (es un disparate intentarlo con una minoría tan endeble y granjeándose rencores), querían mantener cerrado el Senado hasta que escampara (era imposible y se probó), podrían haber retirado el DNU para relanzarlo fragmentariamente y en otro contexto político (no se hizo) y ahora lo crucial: no es factible seguir celebrando derrotas y echando culpas (algo razonable pero que ataca el núcleo mismo de la estrategia del petit comité). Milei necesita urgentemente que los “enemigos” vengan a salvarlo de toda esta desnudez. Y seguirá entonces, si no aprende la lección, convirtiendo en enemigos incluso a quienes quieren ayudarlo.
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*Artículo publicado en el diario La Nación de Buenos Aires
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